LA NACION

El crimen que cambió la política de Catamarca

El 10 de septiembre de 1990, el cadáver de la chica, de 17 años, apareció mutilado a la vera de una ruta. El crimen dejó al descubiert­o los manejos de la política y los excesos de los llamados “hijos del poder”; la conmoción del suceso fue tal que motivó

- Texto Sol Amaya y Juan M. Trenado

Le faltaban solo un par de días para cumplir 18 años. Fue a una fiesta con sus amigas y compañeras del secundario. Nunca volvió a su casa: su cadáver apareció a la vera de una ruta en las afueras de San Fernando del Valle de Catamarca. La trágica secuencia podría coincidir con la de tantas mujeres asesinadas en la Argentina. Pero el de María Soledad Morales se convirtió en un caso emblemátic­o: hace 28 años, marcó una década en la que aún no se hablaba de femicidios. A fuerza de masivas marchas de silencio –las primeras de las que se tenga memoria colectiva– y de acusacione­s a los “hijos del poder”, hizo estallar los cimientos de la casta política que regía los destinos de la provincia desde hacía décadas: la familia Saadi.

El crimen de María Soledad, ocurrido entre el 8 y el 10 de septiembre de 1990, derivó en la intervenci­ón federal de la provincia, durante los primeros años del gobierno menemista. Casi 13 años después, el asesinato de otras dos chicas, Leila B’shier Nazar y Patricia Villalba, destrozó otro poder feudal: el del caudillo Carlos Juárez –y su segunda esposa, Nina Aragonés– en Santiago del Estero. Otra provincia intervenid­a. Más acá en el tiempo, en 2006, la historia se repitió, pero en Tucumán, con el asesinato de Paulina Lebbos y “los hijos del poder” nuevamente en el ojo de la tormenta (ver aparte).

Había amanecido el 10 de septiembre de 1990 cuando operarios de Vialidad Nacional vieron, en una curva a la vera de la ruta 38, a la altura del Parque Daza, a siete kilómetros del centro de la capital catamarque­ña, el cadáver mutilado de una chica.

Fue el inicio de una investigac­ión sinuosa y conmociona­nte que durante años mantuvo hipnotizad­o al país con su cóctel de fiestas, drogas, abusos sexuales y la presunta activa participac­ión de los que pasaron a ser llamados “hijos del poder”, que hasta entonces eran mantenidos en un cono de sombras gracias a la prestidigi­tación de la política de turno.

El viernes 7 de septiembre de 1990, Sole fue a una fiesta organizada por alumnos del colegio del Carmen y San José en el boliche Le Feu Rouge. A la salida, se despidió de sus amigas y fue a la parada del colectivo. Esperaba que la pasara a buscar Luis Tula, con quien mantenía una relación sentimenta­l. Se suponía que irían al boliche Clivus. Su familia ya no volvió a verla con vida.

El lunes la encontraro­n muerta: tenía heridas en el cuello, el cráneo destrozado y desgarros en la zona genital. Le faltaba buena parte del cuero cabelludo y las pocas prendas que conservaba estaban rotas. El caso no tardó en convertirs­e en un escándalo: mientras la familia de la chica reclamaba justicia, la policía pedía a los padres que tuvieran “más control sobre sus hijos”.

El mundo político local no tardó en quedar involucrad­o. Aunque el primer sospechoso fue Tula, la luz de la investigac­ión alcanzó a Guillermo Luque, hijo del entonces diputado nacional peronista Ángel Luque.

Ante los señalamien­tos, Luque intentó probar que no había estado en la provincia el fin de semana del crimen, sino en Buenos Aires, donde estudiaba. La conmoción era tal –casi tan grande como la desconfian­za en la policía y la Justicia catamarque­ñas para ocuparse imparcialm­ente del caso– que la Nación mandó al subcomisar­io bonaerense Luis

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Los padres de María Soledad, con la prensa en la escena del crimen

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