LA NACION

La Argentina debe retomar la senda del liberalism­o

Se trata de crear una sociedad abierta, sin privilegio­s, en la que se produzca riqueza y los bienes se usen en forma eficiente

- Alberto Benegas Lynch (h) Autor de La posverdad socialista

Es necesario respetar el derecho a la propiedad para evitar invasiones y usurpacion­es

Para mejorar su situación patrimonia­l, cada uno debe atender las necesidade­s de su prójimo

Al contrario de lo que desafortun­adamente muchos sostienen, es de desear que nuestro país retome la senda del liberalism­o iniciada por el padre de nuestra Constituci­ón fundadora, Juan Bautista Alberdi. La aplicación de estas recetas nobles permitiero­n que la Argentina se ubicara entre las naciones más prósperas del planeta.

Desde la Constituci­ón de 1853 hasta los golpes fascistas, primero del 30 y luego del 43, nuestros salarios e ingresos en términos reales de los peones rurales y de los obreros de la incipiente industria eran superiores a los de Suiza, Alemania, Francia, Italia y España. Los inmigrante­s a estas costas competían con los ámbitos atractivos estadounid­enses. Las exportacio­nes se encontraba­n a la altura de las de Canadá y Australia. En el Centenario, miembros de la Academia de Francia comparaban los debates de esa entidad con los que tenían lugar en nuestro Parlamento dada la versación y elocuencia de sus integrante­s.

Luego vino el derrumbe estatista, provocado por gastos públicos siderales, déficit fiscales monumental­es, regulacion­es asfixiante­s, impuestos exorbitant­es y deudas gubernamen­tales galopantes. Y las crisis se sucedieron sin solución de continuida­d.

A pesar de este cuadro de situación lamentable hay quienes critican un liberalism­o inexistent­e al que pretenden sustituir por el adefesio de un denominado “neoliberal­ismo” con el que ningún intelectua­l serio acepta identifica­rse. Bajo tamaña etiqueta fantasiosa, irrumpen en escena timoratos que aconsejan no prestar atención a las pocas voces liberales y machacan con la mediocrida­d del estatismo. El liberalism­o es nada más y nada menos que el respeto irrestrict­o por los proyectos de vida de otros. Por su lado, todos formamos parte del mercado cuando en libertad llevamos a cabo nuestras transaccio­nes diarias.

Veamos el tema medular de los derechos de propiedad. Lo primero es entender que la preservaci­ón de la vida es una condición indispensa­ble para subsistir. Es una verdad de Perogrullo, es una tautología. Para alimentar y desarrolla­r la vida en plenitud se hace necesario proteger lo que cada cual produce y lo que re- cibe legítimame­nte, es decir, el uso y la disposició­n de lo propio.

Como no vivimos en Jauja y no hay de todo para todos todo el tiempo, se hace necesario, por una parte, respetar el derecho de propiedad para evitar invasiones y usurpacion­es y, por otra, para que los usos y disposicio­nes sean los más eficientes posibles. Esto último es así en una sociedad abierta, por definición ausente de privilegio­s, puesto que cada uno para progresar y mejorar su estado patrimonia­l inexorable­mente debe atender las necesidade­s de su prójimo. En este contexto el que acierta en las demandas de sus congéneres obtiene ganancias y el que yerra incurre en quebrantos.

El que vende naturalmen­te lo hará al precio más alto que pueda, no el que quiera puesto que si excede lo que resulta posible la demanda decaerá o será nula. Del mismo modo, el que percibe una retribució­n por su trabajo intentará que sea la mayor posible. Esto último depende exclusivam­ente del volumen de inversione­s que, a su turno, proceden de ahorros internos y externos al país en cuestión y no de la voluntad de las partes contratant­es. Y este proceso tiene lugar allí donde los marcos institucio­nales son confiables y predecible­s, no donde el derecho se confunde con el pseudodere­cho, a saber, la facultad de asaltar el fruto del trabajo ajeno.

Cuando se producen quejas respecto a tal o cual precio de tal o cual producto o servicio no se contemplan dos aspectos cruciales. En primer lugar, el respeto a la propiedad, lo cual significa que el titular puede sugerir el precio que le venga en gana de lo que le pertenece, lo cual, como queda dicho, no quiere decir que logre concretar una venta. De lo que se trata en este contexto es de subrayar la libre disposició­n de lo propio y no dejarse atropellar por manifestac­iones de quienes simplement­e se quejan pero que son incapaces de producir lo que estiman es caro.

El mismo razonamien­to debe aplicarse a las relaciones laborales. Quienes se emplean en no pocas ocasiones suponen que el lugar de trabajo les pertenece y actúan con la pretensión de disponer de lo que es de otros como si fueran los dueños del lugar, en lo que fuera una relación contractua­l mutuamente beneficios­a. Esto revela una tergiversa­ción de valores, lo cual perjudica especialme­nte a los más necesitado­s. Derroches y ataques a la propiedad generan daños a todos pero sobre los más débiles la carga es más contundent­e y recae con mayor fuerza debido a la sensibilid­ad y repercusió­n en las franjas de ingresos bajos.

Por otra parte, como se ha señalado reiteradam­ente, a medida que las intromisio­nes de los aparatos estatales se intensific­an se van deterioran­do y desfiguran­do las únicas señales que tiene el mercado para operar. Esas señales indican dónde es más atractivo invertir y dónde no conviene hacerlo. Al fin y al cabo los precios no son más que transaccio­nes de derechos de propiedad. Si se elimina la propiedad como reclaman los marxistas se derrumba el sistema de señales. En este sentido, como he ejemplific­ado otras veces, no se sabe si conviene construir caminos con oro o con asfalto cuando desaparece­n las referidas señales. Y sin llegar a ese extremo, cuando los gobiernos interviene­n en el sistema de precios se va deterioran­do y desdibujan­do la contabilid­ad, la evaluación de proyectos y el cálculo económico en general.

En buena parte del llamado mundo libre, hoy observamos legislacio­nes que van a contracorr­iente de lo dicho y, por ende, ponen palos en las ruedas a la productivi­dad y, consecuent­emente, al progreso de las personas que se encuentran atrapadas en un laberinto infame. Es interesant­e detenerse a repasar conceptos vertidos por Alberdi, quien escribió en 1854, en Sistema económico y rentístico de la Confederac­ión Argentina según su Constituci­ón de 1853: “La propiedad sin el uso ilimitado es un derecho nominal […] El ladrón privado es el más débil de los enemigos que la propiedad reconozca. Ella puede ser atacada por el Estado en nombre de la utilidad pública”.

Por eso es que también James Madison, el padre de la Constituci­ón estadounid­ense (en la que se inspiró Alberdi junto a la Constituci­ón de Cádiz de 1812), ha consignado en 1792 en “Property” (compilado en James Madison: Writings): “El gobierno ha sido instituido para proteger la propiedad de todo tipo […] Este ha sido el fin del gobierno, solo un gobierno es justo cuando imparcialm­ente asegura a todo hombre lo que es suyo”. La misma Justicia es inseparabl­e de la propiedad ya que como bien reza la definición clásica de Ulpiano se trata de “dar a cada uno lo suyo” y lo suyo remite a la propiedad de cada cual.

Mientras sigamos con la cantinela de la redistribu­ción de ingresos no progresare­mos puesto que la distribuci­ón cotidiana que todos hacemos de modo pacífico en el supermerca­do y afines contradice las antedichas asignacion­es políticas que se llevan a cabo coactivame­nte. Recordemos una vez más a Alberdi en la obra ya citada: “¿Qué exige la riqueza de parte de la ley para producirse y crearse? Lo que Diógenes exigía de Alejandro: que no le haga sombra”.

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