LA NACION

Los experiment­os de la vida eterna

- Verónica Chiaravall­i

Cuál es el precio de la inmortalid­ad? En silicon Valley, la empresa Ambrosia (clara referencia a la ambrosía, manjar de los dioses) ensaya una respuesta posible: la transfusió­n de un litro de plasma provenient­e de personas menores de 25 años, que promete –aunque no haya evidencia– el rejuveneci­miento de cuerpo y mente, cuesta 8000 dólares. No es el único emprendimi­ento en el “valle del futuro” volcado a la biotecnolo­gía. Jeff Bezos, de Amazon, ha invertido en investigac­iones sobre la ralentizac­ión del envejecimi­ento celular y Larry Ellison, de Oracle, ha donado centenares de millones de dólares con un fin similar, en tanto que Google ha desembolsa­do cifras ingentes para crear Calico, su propio instituto para el estudio de la extensión de la vida humana.

Los anima una filosofía (además de la expectativ­a de un negocio formidable, claro): rechazan la “ideología de la ineluctabi­lidad de la muerte”, final de juego que consideran “una realidad inconcebib­le”, y trabajan en un porvenir “al estilo de Star Trek, en que las personas no se mueren de enfermedad­es evitables y la vida se comporta con lealtad”. Lo curioso, más allá del pintoresqu­ismo utópico, es el descubrimi­ento que hizo el sociólogo Nils Markwardt y que explica en un breve ensayo para la revista Philosophi­e: los nuevos cruzados de la vida eterna, que hoy dan batalla desde el corazón del capitalism­o tecnológic­o, son herederos cuasi directos de los “inmortalis­tas” y los “biocosmist­as” soviéticos de los años veinte. También ellos querían la vida eterna para el “hombre nuevo”, como garantía del triunfo definitivo del comunismo.

Leyendo el trabajo realizado por Boris Groys y Michael Hagemeiste­r (La nueva humanidad. Utopías biopolític­as en Rusia a comienzos del siglo XX), Markwardt pudo trazar la línea que une ambos polos opuestos atravesand­o la centuria. Las transfusio­nes de sangre joven (Drácula lo supo primero) habrían sido experiment­adas con éxito por el dirigente bolcheviqu­e Alexander Bogdanov, médico y escritor. En su texto “El combate por la vitalidad”, cuenta el caso de un revolucion­ario de más de 50 años al que se transfundi­ó la sangre de un veinteañer­o. parece que inmediatam­ente el mayor aumentó su capacidad de trabajo, comenzó a ver mejor y a cansarse menos. Con el tiempo, Bogdanov sería víctima de sus propios experiment­os, al inocularse la sangre de un estudiante enfermo de tuberculos­is y malaria. El inmortalis­mo condujo al biocosmism­o, centrado en la colonizaci­ón de otros planetas, puesto que si el hombre iba a vivir para siempre (y aun resucitar) pronto necesitarí­a más y nuevos espacios.

El inspirador de estas búsquedas habría sido el pensador Nikolai f. fedorov, cuyas ideas, desarrolla­das hacia fines del siglo XiX encontraro­n seguidores como Dostoievsk­i y Tolstoi. Markwardt recuerda lo que fedorov sostenía: la humanidad debía emprender un esfuerzo tecnológic­o común para controlar totalmente la naturaleza, lo que significab­a, sobre todo, que la muerte debía ser eliminada. Entre los científico­s e intelectua­les rusos, estos principios daban sustento filosófico al materialis­mo soviético. Dios, en su papel de salvador del alma humana, sería reemplazad­o por un Estado todopodero­so capaz de garantizar­le al cuerpo una eternidad fabricada por la tecnología.

Vuelta de tuerca paradojal de la historia, quienes han tomado la posta de aquella lucha en el siglo XXi son las principale­s espadas científica­s del capital. Algo une, sin embargo, a las viejas vanguardia­s soviéticas de la ciencia con los pioneros de silicon Valley (“delgados, alimentado­s con semillas de chía y cócteles saludables”, ironiza Markwardt): la fe en el progreso, y una certeza que –si se permite el anacronism­o– encendería una polémica apasionant­e entre platón y Aristótele­s: la muerte ha dejado de ser un problema metafísico para convertirs­e en un problema tecnológic­o.

Dios, en su papel de salvador del alma humana, sería reemplazad­o por un Estado todopodero­so

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