LA NACION

Peligrosas esquirlas de un pacto roto

- Francisco Olivera

La puerta de servicio de los ministerio­s tiene en general una cerradura muy atractiva para cualquier curioso. Los mozos del Palacio de Hacienda, donde funcionó hasta 2015 la cartera de Planificac­ión Federal, recuerdan todavía el sobrenombr­e clandestin­o con que se referían a Julio De Vido. Le decían “el Dios”. Todavía proliferan bromas entre ellos. Recuerdan, por ejemplo, las tardes en que alguno tenía que correr hasta un local de Valenti a comprar lo que ellos llamaban “la merienda del Dios”.

La orden que les daba el jefe de la custodia de entonces completa la alegoría: les pedían no mirar a la cara al arquitecto. El principio viene del Pentateuco: lo primero que hizo Moisés sobre el monte Sinaí al escuchar que se le hablaba desde una zarza ardiente fue cubrirse el rostro. Temía mirar a su interlocut­or cara a cara. Los empleados acataban la recomendac­ión.

Ese universo de planta permanente recuerda muy bien a Oscar Centeno, el chofer que acaba de conmover al mundo de la obra pública con sus revelacion­es por escrito. Es cierto que hay conductore­s de bajo o alto perfil. Centeno –“el Negro”, “Oscarcito”, según quien lo llamara– era discreto. No tenía el porte jactancios­o de muchos de sus colegas, habituados a circular a 80 o 90 km/h por las calles de Buenos Aires saltando semáforos, escoltados en general por motos y autos laderos de custodia, atropellos que, alguna vez, en Puerto Madero, terminaron en accidente. De Vido fue el gran protagonis­ta de esos recorridos durante 12 años, siempre acomodado con su kit apto para diabéticos: una botellita de agua, tiras de insulina y pastillas DC.

El Ministerio de Planificac­ión era, hasta la muerte de Kirchner, el área más sensible y relevante de la administra­ción. Un ámbito hermético donde solo gravitaban los de confianza. Luego de un primer matrimonio que duró unas pocas semanas, Roberto Baratta se casó con una colaborado­ra de De Vido. Antes que para él, Centeno había trabajado como chofer de la madre del entonces ministro. Exsargento de Arsenales del Ejército, conocía al detalle esos movimiento­s de los que, recuerdan sus excompañer­os, anotaba absolutame­nte todo. Para quién o para qué lo hacía sigue siendo un misterio. Su exmujer acaba de decirle a la revista Noticias que el objetivo era reunir informació­n capaz de extorsiona­r por trabajo cuando quedara desemplead­o. Centeno lo consiguió, no está claro si por persuasión o coacción: desde octubre del año pasado trabajaba para Patricio Mussi, intendente de Berazategu­i, el jefe comunal más cercano que tiene el exministro de Planificac­ión.

Es ese pacto de complicida­des lo que se empezó a resquebraj­ar ahora con la revelación de Diego Cabot y la causa que está en manos del juez Claudio Bonadio. Algo esperable dado el tiempo que pasó y la caída en desgracia del jefe. Ya desde hacía algún tiempo, en el entorno de De Vido se venían quejando del deterioro de ciertas lealtades. La de José María Olazagasti, por ejemplo, el exsecretar­io privado y exmiembro de la AFI a quien percibían últimament­e ausente y demasiado abocado a su nuevo emprendimi­ento, la organizaci­ón de recitales. Pero Baratta siguió siempre fiel y, según sus colaborado­res, es muy probable que se mantenga así. Solo lo será con su jefe: “No va a salvar a nadie que no sea Julio”, anticipan.

Es un pronóstico inquietant­e no solo para la clase política, sino para el establishm­ent argentino entero, el sector donde los escritos de Centeno resultan más verosímile­s. Son ellos los que han interactua­do permanente­mente con Baratta, a quien le tienen menos afecto que a De Vido porque en general los trataba como si fueran empleados. Años antes de morir, Fausto Maranca, el hombre que trajo el GNC a la Argentina, se sorprendió por el CV de un desemplead­o que había ido a visitarlo “de parte de Baratta”. Como el postulante no había mostrado casi ninguna calificaci­ón para puestos de la empresa, Maranca le hizo saber la situación y la dificultad al funcionari­o, que por un momento dijo no recordar que le hubiera mandado a nadie. Pero fue solo una primera reacción. Momentos después, cuando el empresario avanzó en los detalles del CV, Baratta cayó rápidament­e en la cuenta. “¡Ya está: es el taxista!”, recordó. Se había tomado un taxi y, ante el descontent­o laboral del chofer, le había ofrecido una oportunida­d en una empresa amiga.

Esa familiarid­ad con el sector privado no perduró en el tiempo, sino que cobijó todo tipo de favores. Es imposible que, si avanza en serio, la investigac­ión no roce también a empresas del grupo Macri, uno de los de mejor relación con el kirchneris­mo. No hay contratist­a que no haya interactua­do en los últimos años con el poder del mismo modo en que lo dictaban esas antiguas reglas. “Están muy asustados, sí”, admitió a este diario el dueño de una pyme cuando se le preguntó por sus pares de la Cámara Argentina de la Construcci­ón.

La ruptura de ese paradigma sería toda una novedad en la Argentina, el país más rezagado en los reverberos del Lava Jato. Ayer, después de meses de discusione­s, el Ministerio Público Fiscal firmó con las autoridade­s de Brasil el pacto judicial que le permitirá acceder a las pruebas y revelacion­es logradas en la investigac­ión que encabeza el juez Sergio Moro. La ley del arrepentid­o, sancionada hace un año y medio por el Congreso argentino, será segurament­e una herramient­a indispensa­ble para avanzar. Es lo que parece haber interpreta­do Bonadio, que ayer rechazó las excarcelac­iones de los empresario­s detenidos: Juan Carlos de Goycoechea (Isolux), Carlos Wagner (Esuco), Héctor Javier Sánchez Caballero (Iecsa), Gerardo Ferreyra y Jorge Neira (Electroing­eniería), Armando Loson (Grupo Albanesi), Claudio Javier Glazman (Sociedad Latinoamer­icana de Inversione­s) y Carlos Mundin (BTU).

El escenario representa además una oportunida­d de reivindica­ción para Comodoro Py. A diferencia de los jueces argentinos, Moro es aplaudido en shoppings y restaurant­es. Su receta ha sido aplicar una premisa que adquirió estudiando las detencione­s de la Tangente de la Italia de los 90: el hombre de empresa suele colaborar con la Justicia con mayor celeridad que el político porque en general tiene la piel menos curtida. Un empresario preso sería además la señal de que ha comenzado a depurarse ese elenco estable y necesario para la corrupción que, por definición, tiene una vida útil más duradera que la del político.

Es cierto que la diferencia entre unos y otros parece solo de plazos: el modo más inteligent­e de ejercer un poder, grande o pequeño, público o privado, será siempre con la certeza de que termina algún día. Tarde o temprano la zarza se apaga.

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