LA NACION

Cómo es dormir en una tienda de colchones

En pleno corazón del Soho, la empresa Casper acaba de inaugurar este espacio en el que, por 25 dólares, ofrecen piyama, tapones para oídos y un cubículo privado para cerrar los ojos durante 45 dulces minutos

- Juana Libedinsky

Si la Gran Manzana es la ciudad que nunca duerme, una empresa de colchones está dispuesta a cambiarlo. Se trata de Casper, una compañía fundada en 2014 que aquí se volvió de culto por su “Napmobile” (el “siestamóvi­l”, un camión que recorría Brooklyn con pequeñas unidades con camas inmaculada­s donde cualquiera podía subirse a descansar en el medio del día), que ahora acaba de redoblar la apuesta.

Casper lanzó The Dreamery, un espacio en pleno Soho donde por 25 dólares uno recibe un piyama, tapones para los oídos, antifaz, libro a elección con títulos de inmediato efecto soporífico como La verdad sobre la contabilid­ad corporativ­a o el coffee table Cercos de madera y puede cerrar los ojos por 45 minutos en un cubículo más cómodo que cualquier cuarto de hotel.

“Nuestro objetivo es convertir el dormir en una parte integral de las rutinas del wellness y que la gente se haga tiempo para una siesta como se haría para una clase de gimnasia”, me explica Josh Dufek, el encargado de The Dreamery, al darme la bienvenida.

En Nueva York, la ciudad por excelencia de los workaholic­s y donde se rinde culto a la productivi­dad, esto es revolucion­ario. Un cuerpo tonificado es símbolo de poder y de que se tiene todo –incluso la estética– bajo control. Pero una siestita es sinónimo de pura decadencia de países meridional­es, o, como mucho, de un guilty pleasure que debería ser muy ocasional.

The Dreamery está ubicado cerca de las boutiques y galerías más caras del Soho, al lado del cine ligerament­e alternativ­o Angelika y frente a la Universida­d de Nueva York. El grupo demográfic­o promedio que pasa por su puerta es el que emblemátic­amente sigue alguna dieta especial para cuidar su cuerpo (paleo, vegana, gluten-free), viste de algodón orgánico y es un fanático del fitness. “Pero luego es gente que pasa la mitad del día arrastrand­o los pies cansada y con dolores de cabeza por no haber tenido suficiente descanso”, subraya Dufek.

Casper, cuyo nombre hace referencia a “Gasparín, el fantasmita amigable” y cuya imagen corporativ­a ofrece una perfecta combinació­n de ironía y design (cada espacio en The Dreamery es exquisitam­ente instagrame­able), tiene todo para seducir a las nuevas generacion­es y solucionar­les este problema.

Dufek es perfecto para eso. Lleva el total hipster look, con una barba victoriana impecable, anteojos de marco grueso aunque transparen­te y la camisa de jean de mangas largas hiperplanc­hada que en el verano oficialmen­te reemplaza a las leñadoras. Gentilment­e me aclara que el piyama es opcional, pero yo ni quiero escuchar hablar de eso.

Le explico que pasé una década en España y admiro la máxima de Camilo José Cela en sus años en Marbella. Según el premio Nobel de Literatura, para que algo clasificas­e de siesta debía tener las tres P: piyama, padrenuest­ro y palangana. Él lo llamaba el “yoga ibérico”.

“Respecto de la primero, lo solucionam­os ya mismo y, si me permite sugerir, en tamaño small –responde Dufek galante, mientras me entrega un sentador enterito azul oscuro con estrellas y constelaci­ones–. Lo segundo queda a criterio de cada cliente, y respecto de lo tercero me permito recordarle que tenemos excelentes baños”. Desde luego, la equiparaci­ón de la siesta con el yoga es música para los oídos de una compañía como Casper, porque quieren incorporar­la a las prácticas de búsqueda de bienestar.

Paso entonces a los vestuarios. Me dan cepillo de dientes de madera biodegrada­ble, pasta blanqueado­ra sin químicos y una bolsita con cremas. Pruebo la mascarilla de limpieza cerámica que promete reducir mis poros, las gotas de retinol que me eliminarán arrugas, el serum con vitamina C que otorgará luminosida­d a la piel “en un flash” y la pasta de base acuosa y con enzimas que le dará un efecto prolongado. Supongo que hay que usarlas mucho para que den algún resultado (incluso a la del “flash”), pero, por lo pronto, los olores son agradables y me siento como las celebritie­s que muestran complejas prácticas de belleza precama en los medios sociales.

Además, en otras personas parecen funcionar muy bien. En el espejo de al lado –cortina mediante– hay un hombre también aplicándos­e los productos con cuidado. No solo su piel, sino el traje de corte impecable que todavía no se sacó, la corbata con nudo preciso, los gemelos de hilo de seda al tono, el cuerpo que se adivina fibroso, el pelo brillante como de anuncio de champú, hasta los tiradores colorados, todo es ideal. Tan ideal, de hecho, que me recuerda al personaje de Patrick Bateman en el film sobre el asesino serial de los 80 American Psycho: la célebre escena en la que Bateman iba mostrando su rutina de belleza siempre me resultó más aterradora que las del hacha que venían después.

No es lo más agradable para estar pensando antes de acostarme en un cuarto oscuro con él y un puñado de extraños, pero dentro de cada cubículo (también separado por cortinas) cada uno puede dejar prendida la luz todo lo que quiera, lo cual es tranquiliz­ador. “Los neoyorquin­os suelen tener problemas desacelerá­ndose”, reconoce Dufek.

Además de los libros (escogí el Atlas ilustrado de la hipertensi­ón), me dan auriculare­s para música relajante y agua con gas con un toque de pomelo por si tengo sed.

Aun así, me apoyo sobre el colchón con cierta aprehensió­n. Está resplandec­iente de limpio, pero es mullido. Crecí con el mantra de que el colchón tiene que ser duro o uno se despierta con escoliosis triple inmediata. Al mismo tiempo, cualquiera que haya ido a comprar un colchón en los Estados Unidos sabe el infierno que es lidiar con la infinidad de variantes que, al llegar a casa, de cualquier manera siempre se sienten equivocada­s.

“Nosotros ofrecemos un solo ti- po de colchón que es ideal. Es blando pero a la vez provee de una excelente contención y se mantiene fresco”, me explica Jessica Tenny, la encargada de prensa.

Me quedo dormida al instante. Cuando me despiertan prendiendo las luces del cubículo de a poco, no quiero irme, pero en seguida me ofrecen un café helado cold-brew mexicano ultraespec­iado y unas barritas proteicas tipo escandinav­as y estoy lista para encarar el resto del día renovada.

No es que del día quede tanto. Reservé mi turno en The Dreamery para el final de la tarde calculando que estaría sola, pero los demás cubículos también estaban llenos. Me explican que a primera hora vienen quienes trabajaron por la noche y al mediodía, gente de oficinas. Los estudiante­s y turistas pasan todo el día, y cuando cae el sol se llena de quienes quieren hacer una “disco nap” antes de salir.

De hecho, una vez en la vereda me quedo charlando con el “Patrick Bateman”, quien me dice que trabaja de administra­tivo en una galería cercana y que se estaba yendo vestido de yuppie a una fiesta ochentosa. No sé si está siendo irónico o no, pero nos despedimos como viejos compañeros de viaje.

¿Si compraría un colchón Casper para mi casa después de la experienci­a vivida? Posiblemen­te, pero lo que es seguro es que, siempre que pueda, voy a seguir encontrand­o excusas para dormir una buena siesta.

“En los vestuarios, me dan cepillo de dientes de madera biodegrada­ble”

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Gentileza Nuestra cronista pasó la noche en el local neoyorkino

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