LA NACION

Una noche para celebrar el amor de otoño

- Por Víctor Hugo Ghitta

Un amigo muy querido se unirá en matrimonio con la mujer a la que amará toda la vida. La vida es corta, pero esa brevedad resulta en su caso más acuciante: tiene más de sesenta años, transita la alta edad media de la vida. Cenamos una noche de invierno en que nos reciben con un plato delicioso de la cocina mediterrán­ea. Apenas nos sentamos a la mesa, con una seriedad algo imprevista, aunque comprensib­le dadas las circunstan­cias, cuentan que han decidido unir sus vidas. Lo anuncian con una felicidad contenida que no puede sino despertar ternura. Ella es veinte años más joven que él, bonita, resuelta, dueña de un ímpetu sosegado y firmeza de carácter. Esa vehemencia femenina ejerce siempre atracción en la imaginació­n de los hombres. Sin embargo, no siempre abre solamente los apetitos del deseo carnal. Al hombre que ahora enciende un cigarro, después de haber disfrutado de un soberbio risotto de hongos, no lo guía el zafio instinto del cazador que ansía dar alcance a su presa para someterla. En la fresca madurez de la mujer que tiene a su lado, lo seduce su radiante vitalidad y su inteligenc­ia centellean­te, la ternura que durante muchos años y secretamen­te ella le ha reservado.

En cuanto se los ve juntos, es fácil percibir el sentimient­o que íntimament­e los conmueve. El amor se insinúa en la leve perturbaci­ón que traen a sus miradas gestos casi impercepti­bles para los demás: el roce de una mano en la mejilla entibiada por el alcohol, el beso sigiloso en los labios, la ternura fulgurando en los ojos y apenas disimulada por el recato. No es la fogocidad con que se aman los jóvenes, la exuberanci­a del amor temprano e indómito, a veces de un ardor que hiere los ojos y provoca añoranza, sino la mansedumbr­e del amor de otoño, brioso a su modo, firme y enérgico tras sus formas discretas.

Brindamos por ese encuentro. Miro en los ojos del hombre enamorado. Sueña con disfrutar de una vida apacible junto a su compañera, algo retirado de los ruidos del mundo, dispuesto a contemplar el espectácul­o de la vida, la hermosura que trae la existencia de todos los días en cuanto se ponen a un lado las distraccio­nes cotidianas y se desoyen sus estridenci­as. No aspira a poseer bienes materiales ni a conquistar triunfos ruidosos que otros vengan a celebrar: prefiere el deseo a la ambición.

Cuando se ha atravesado el río embravecid­o, sorteando sus aguas turbulenta­s y sus tempestade­s, el hombre que llega a la costa apacible quiere deleitarse con pequeñas cosas. Recién entonces, despojado del miedo y de la codicia, disfruta plenamente de la vida que recomienza. No podemos saberlo cuando somos jóvenes.

Ahora que estará libre de las ataduras del trabajo, dedicará las horas y los días a la música y los libros, el cine y la pintura, y a interrogar­se sobre los destinos del mundo y los misterios de la vida mientras se mete en la cocina a preparar una buena cena, porque en medio de tantas meditacion­es, bromea, no es cuestión de desatender los placeres de una buena comida y mucho menos los que trae el buen vino. Comemos y reímos, celebramos la vida.

Al día siguiente, tomo de la biblioteca un libro que reúne las enseñanzas de Séneca: Sobre la brevedad de la vida, el ocio y la tranquilid­ad. El texto lleva un prólogo de Alberto Manguel. “Con la edad, buena parte de los textos esenciales se vuelven, en la memoria, casi lugares comunes –anota–, tal vez porque nuestra experienci­a hace que ya no nos parezcan tan sorprenden­tes e iluminador­es como aquella primera vez. A medida que pasa el tiempo,

La mansedumbr­e del amor de otoño, brioso a su modo, firme y enérgico tras sus formas discretas

las repetimos no ya como destellant­es revelacion­es, sino como una trillada confirmaci­ón de verdades, ay, demasiado evidentes: la vida es breve, la felicidad pasajera, la carne triste, los años de juventud frustrados, la miseria del mundo constante. La vejez nos convierte a todos en pequeños filósofos de una apabullant­e banalidad”.

Séneca enseña la prudencia. Mientras leo algunas páginas del viejo maestro del estoicismo, vuelvo a mirar al hombre enamorado. La vida está hecha, los hijos han crecido hermosamen­te, los amigos lo abrazan, las aguas están en calma después de alguna borrasca. El tiempo que le espera no puede ser más dichoso. Ya liviano de equipaje, en el mañana lo aguardan placeres que durante muchos años ha deseado. Tiene la felicidad en la palma de la mano. Tiene a su lado a la mujer de la que se ha enamorado. Ella lo tiene a él.

La vida comienza ahora. Tan temprano.

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