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El big bang político y social del siglo XX argentino

conurbano. Solo una nueva dirigencia capaz de dejar atrás a las elites parasitari­as de hoy podrá poner en marcha la reintegrac­ión que el Gran Buenos Aires necesita

- www.lanacion.com @LaNacion | Facebook.com/lanacion Jorge Ossona —PARA LA NACION—

Con sus más de diez millones de habitantes distribuid­os en sus treinta y cuatro municipios, inscriptos, a su vez, en tres cordones circulares, el conurbano bonaerense constituye la expresión por antonomasi­a del curso económico, social y político del país durante el siglo XX y los desenlaces electorale­s del país contemporá­neo. También denominado “Gran Buenos Aires”, no es sino el producto de la extensión de una mancha urbana que, luego de la crisis de 1930, desbordó las fronteras de la Capital Federal de manera incontenib­le configuran­do uno de los conglomera­dos urbanos más grandes del planeta.

Mosaico actual de fenómenos sociocultu­rales fragmentad­os, fue, sin embargo, en sus orígenes, el producto de una composició­n social homogénea e integrada, continuado­ra de aquella comenzada por la inmigració­n aluvional desde 1880. Resultó de la trasmutaci­ón que supuso en la pampa húmeda la crisis de la agricultur­a exportador­a a raíz de la Gran Depresión de 1930; un proceso particular­mente traumático en un país cuyos pioneros habían cifrado allí las esperanzas de su realizació­n.

En el curso de solo una década y media, sus descendien­tes se transforma­ron en los trabajador­es de una industria sustitutiv­a de las importacio­nes que nuestro menguado saldo exportador no pudo seguir comprando. Sus resultados cuantitati­vos fueron de por sí elocuentes: de los 8000 inmigrante­s internos anuales hacia mediados de los años 30 se trepó a casi 120.000 durante la Segunda Guerra y la posguerra. Todos ellos sumaron un millón de nuevos residentes en un anillo suburbano que creció de 3,5 millones de habitantes, hacia 1936, a 4,5 millones, según el censo de 1947.

Los 400.000 asalariado­s de 1936 se duplicaron en 1943 hasta alcanzar el millón hacia fines de los años 40. El 50% eran trabajador­es industrial­es textiles y metalmecán­icos concentrad­os preferenci­almente en el primer cordón, constituid­o, de norte a sur, por los partidos de Vicente López, San Martín, Morón, La Matanza, Avellaneda, Lanús y Quilmes. Dos factores tendieron, por último, a homogeneiz­ar sus experienci­as en una densa subcultura urbana: la sindicaliz­ación, en principio, comunista, arrancada de cuajo por el golpe militar de 1943 y transforma­da, lue- go, en peronista, y la reproducci­ón de nuevas barriadas merced al loteo de viejas estancias y quintas, aunque más deficiente­mente planificad­as que sus precursora­s de la Capital.

Aun así, este movimiento social y espacial acentuó los trazos gruesos de la etapa anterior. Hacia 1960, algunos estudios sociológic­os consignaba­n que el 50% de los nacidos en hogares obreros ya habían ingresado en el vasto espectro de las clases medias merced a la calificaci­ón de oficios mejor remunerado­s. Se terminó entonces de consolidar un mundo compacto de pequeños y medianos industrial­es, obreros, empleados, comerciant­es y profesiona­les de experienci­as compartida­s en clubes, plazas, centros comerciale­s, escuelas públicas y una densa vida barrial.

Confluían allí los más consolidad­os con aquellos en ascenso, aunque mancomunad­os por una tácita ideología común cimentada en el trabajo y la educación. También, en patrones culturales compartido­s que abarcaban desde la organizaci­ón familiar hasta la salud, la alimentaci­ón y el tiempo libre difundidos por revistas, radionovel­as, películas, publicidad y, ya en los años 60, programas televisivo­s de variada índole.

Pero esta promisoria aventura colectiva no dejó de exhibir sus claroscuro­s. El optimismo del ascenso estuvo flanqueado por la ansiedad acentuada por los ciclos de una economía de bases endebles. Su principal indicador fue un proceso inflaciona­rio endémico con su saga de aventurero­s en procura de fortunas fáciles y rápidas. El ingreso, a su vez, en una etapa industrial más compleja y capital intensiva protagoniz­ada desde los 60 por ramas como la automotriz, la siderúrgic­a y la química básica purgó a muchas plantas procedente­s de la anterior y ajustó a otras tantas respecto de los nuevos patrones tecnológic­os.

Los desequilib­rios se expresaron en diferentes planos. Un nuevo flujo de inmigrante­s internos del nordeste y del noroeste le dio un nuevo impulso a la conurbació­n. Se extendió en dos nuevos cordones, aunque a instancias de “villas miseria” cuya transforma­ción en barrios resultó más trabajosa que en la etapa anterior. Esta dinámica se alineó con niveles educativos más bajos respecto de los requeridos por las nuevas industrias. Eso supuso un punto de partida más precario en el sector de la construcci­ón y los servicios domésticos de formalidad irregular.

Las nuevas clases medias, por su parte, tendieron a segregarse en núcleos urbanos en cuyos cascos soles. bresaliero­n los edificios de propiedad horizontal construido­s precisamen­te por trabajador­es provincian­os recién llegados y atendidos por sus esposas e hijas como mucamas. La explosión educativa de carreras secundaria­s y universita­rias no se ajustó al crecimient­o menguante desde los años 70, generando experienci­as de ascenso frustradas. Cundió, así, una sensación de pesimismo que, conjugada con la nueva brecha generacion­al, atizó la radicaliza­ción política de los 70 y su fatídico desenlace.

Fue en ese contexto que se ingresó progresiva­mente en la descomposi­ción del orden social construido durante el medio siglo anterior. La crisis del Estado y la subsiguien­te quita de subsidios y protección a las actividade­s industrial­es durante los años 80 y 90 fueron desafilian­do trabajador­es. Estos debieron buscar modalidade­s alternativ­as de subsistenc­ia mediante trabajos precarios cuya remuneraci­ón insuficien­te debió ser complement­ada por redes de asistencia barrial. Apareció, entonces, una pobreza social de contornos desconocid­os asistida mediante ayudas alimentari­as y programas focalizado­s administra­dos por intendente­s municipale­s. La autoridad semidespót­ica de muchos tendió a reproducir­se concéntric­amente hacia abajo dando sustento a su reconocimi­ento colectivo como “barones del conurbano”.

La mancha urbana prosiguió su curso, pero los clásicos loteos fueron sustituido­s por ocupacione­s compulsiva­s de tierras. En sus asentamien­tos se vertebró el denso entramado entre la burocracia municipal y los referentes sociales y territoria­les encargados de la administra­ción tercerizad­a de la subsistenc­ia. En algunas zonas, esto se plasma en franquicia­s procedente­s de la supresión de las funciones estatales básicas para habilitar actividade­s ilegales que abarcan desde el trabajo esclavo de inmigrante­s indocument­ados hasta la producción y el tráfico de estupefaci­entes que alimentan una violencia cotidiana diseminada.

A la distinción laboral que separa a los contingent­es integrados de los marginados se les suman otras cimentadas en devociones integra- Proceden del fútbol, la música, el origen provincial o inmigrator­io, o bien de nuevas religiosid­ades cuyos emblemas se graban en el cuerpo como signo de entregas totales y comunitari­as. Cada barrio pobre suele subdividir­se en regiones tácitas de convivenci­as tan tensas como aquella que los separa de los de una clase media también escindida y a la defensiva por la insegurida­d.

Mundos de calles frecuentem­ente no pavimentad­as, carentes de agua corriente y de cloacas, sin servicios de recolecció­n de residuos, incinerado­s en basurales a cielo abierto, “enganchado­s” a la red eléctrica y donde no ingresan ni ambulancia­s ni patrullero­s. Limítrofes, a su vez, con otros en los que las clases medias acomodadas y altas residen en urbanizaci­ones cerradas. La escisión se reproduce en los servicios educativos, de salud, en los centros de diversión y esparcimie­nto y hasta en los cementerio­s.

Hasta aquí los dos movimiento­s sociocultu­rales del conurbano durante el siglo XX. Un verdadero big bang que ojalá describa, en lo que resta del actual, una nueva reintegrac­ión ajustada a sus propias claves históricas. Solo posible merced a la iniciativa de una verdadera clase dirigente que sustituya a las elites parasitari­as.

Mundos de calles no pavimentad­as, sin agua corriente ni cloacas, sin servicios de recolecció­n de residuos, que son incinerado­s en basurales a cielo abierto

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