LA NACION

El rol del Estado en el mundo 4.0

- Oscar Moscariell­o

El nivel de desarrollo y la propia relevancia internacio­nal de un país pueden medirse, históricam­ente, por su grado de acceso al conocimien­to. Los ejércitos vencedores disponían casi siempre de armas más poderosas que sus adversario­s. Los navegadore­s portuguese­s difícilmen­te habrían descubiert­o las especias indias o el oro brasileño sin la ayuda de la astronomía y de la cartografí­a. De igual forma, en su momento el impacto de la energía a vapor dividió el mundo en dos tipos de economías: las industrial­izadas y las artesanale­s.

Detentar el conocimien­to tiene, por lo tanto, valor político. En este contexto, y toda vez que la actual revolución tecnológic­a es más vertiginos­a, amplia y disruptiva que todas las anteriores, el Estado se encuentra hoy convocado a desempeñar un rol insustitui­ble como equilibrad­or social y promotor del crecimient­o económico sostenible.

Antes que nada debemos destacar que uno de los elementos importante­s para afrontar ese rol es tener un buen y transversa­l nivel de educación. En la era digital, la escuela pública ya no puede ser un mero sistema analógico de transmisió­n de conocimien­tos. Entre sus prioridade­s estructura­les tiene que figurar la de dotar a los alumnos de capacidade­s y de valores que les permitan (y los estimulen a) ser emprendedo­res y aprender durante toda la vida.

En el último informe de la organizaci­ón para la Cooperació­n y el Desarrollo Económicos sobre el futuro de la educación, en el que participó una representa­nte del gobierno argentino, se ofrecen pistas interesant­es sobre el modelo que hay que seguir. Primero, este documento sostiene que “los alumnos mejor preparados para el futuro son agentes de cambio”; luego, sugiere que la calidad del aprendizaj­e es más importante que el número de horas pasadas en la escuela y recomienda que los estudiante­s desarrolle­n sus propios proyectos como parte del proceso educativo.

Por ello, la educación constituye uno de los instrument­os de que dispone el Estado para asegurar que los beneficios aportados por la innovación contribuya­n a la inclusión social. De otro modo, en lugar de generar progreso y prosperida­d, la tecnología podría convertirs­e en una peligrosa fuente de conflicto y de desigualda­d. Además de preparar las generacion­es futuras, es responsabi­lidad del Estado garantizar en todo momento la seguridad de sus ciudadanos, de las empresas y de los propios organismos públicos en este nuevo entorno 4.0, dominado por herramient­as como la inteligenc­ia artificial, la internet de los objetos y el Big Data.

Recienteme­nte pude escuchar en Lisboa al secretario general de Naciones Unidas decir que “la próxima guerra será precedida de un ciberataqu­e”. Estoy de acuerdo con Antonio Guterres. No podemos seguir menospreci­ando los riesgos que los pasillos oscuros del ciberespac­io representa­n para la seguridad de los Estados, tampoco postergar la definición de una respuesta internacio­nal capaz de hacer frente a este reto.

De este modo creo que, dentro de algunas décadas, los Estados más desarrolla­dos en términos económicos y sociales serán los que logren reformar la escuela pública, utilizar la innovación tecnológic­a para reducir la pobreza y dotarse, tanto a nivel nacional como internacio­nal, de defensas capaces de blindar, entre otros, los sistemas financiero, de transporte­s, de energía y de telecomuni­caciones. No tomar este rumbo sería desperdici­ar, inexplicab­lemente, tiempo, recursos y oportunida­des irrepetibl­es.

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