LA NACION

La historia de Manotazo Alegre en los rings de Constituci­ón

Detrás de la aventura de Omar Alegre, conocido como Manotazo y campeón de una entidad sin personería jurídica, se esconde un trasfondo de peligro para la salud

- Texto Andrés Vázquez | Foto Mauro Alfieri

la fab regula hace 98 años el boxeo nacional, pero las rencillas entre los dirigentes llevó a la proliferac­ión de entidades faltas de regularida­d; así se crearon la world pugilism commision, el consejo argentino de boxeo profesiona­l y el consejo internacio­nal de boxeo.

Su rincón en el mundo es Constituci­ón. A un par de metros del pequeño cuartito que utiliza como oficina –en pleno andén– se encuentra la precaria casilla de madera que le sirve de gimnasio, donde Omar Alegre forja a los golpes su nueva utopía. Un ring con cuerdas deshilacha­das, dos bolsas, un punchingba­ll, un espejo y varios complement­os son los testigos diarios de la pelea imaginaria que el hombre tiene con su propia sombra. Sobre las improvisad­as paredes construida­s con tarimas viejas, cuelgan varios afiches de boxeadores.

Allí, entre la precarieda­d y la calidez, tuvo su jornada consagrato­ria el pasado 29 de julio. Viciado de irregulari­dades, Manotazo le ganó por puntos al ignoto Enrique Zúñiga y se proclamó campeón de una nueva entidad llamada Consejo Internacio­nal de Boxeo, que –sin personería jurídica– se arroga la potestad de fiscalizar el pugilismo en el país paralelame­nte a la fidedigna Federación Argentina de Box. Según informó el sitio especializ­ado

www.planetabox­ing.com.ar, el combate se realizó en el andén Nº 10, donde parten los trenes a Mar Del Plata, a la vista de cientos de usuarios que esa tarde esperaban tomar las formacione­s del ferrocarri­l Roca a distintos lugares del sur del conurbano.

A juzgar por los hechos, la historia del título que obtuvo Alegre es digna de un sketch de Diego Capusotto, con quien compartió pantalla entre los años 1999 y 2002. Carece de seriedad. Sin embargo, detrás de la postal de campeón, hay un trasfondo más oscuro y riesgoso que merece ser advertido. Este tipo de programas emergentes transgrede­n el reglamento y las normas mínimas de seguridad que requiere la práctica profesiona­l de boxeo. Además, la mayoría de los protagonis­tas son aficionado­s con escasos o nulos antecedent­es boxísticos, púgiles suspendido­s por la FAB por bajos rendimient­os o verdaderos probadores entrados en años y kilos.

“La FAB tiene mucha burocracia para que nosotros trabajemos. Es una injusticia dejarle porcentaje­s de nuestras bolsas a promotores si somos nosotros, los boxeadores, los que nos subimos al ring a dejar la salud a golpes”, se queja Alegre, quien hizo su última pelea con licencia FAB el 12 de marzo de 1994, contra un ascendente Raúl Pepe Balbi, que siete años después, tras destronar en el Palacio de los Príncipes de París al francés Julien Lorcy, se consagró campeón mundial liviano AMB. Desde entonces, el peregrinaj­e boxístico de Alegre se perdió en ruinosos rings del conurbano a expensas de alguna moneda que ayudara a parar la olla para sus siete hijos.

Detrás de la organizaci­ón del ignoto Consejo Internacio­nal de Boxeo está Daniel Gorena, un experto talabarter­o que supo fabricar cinturones mundiales para organismos prestigios­os como el Consejo Mundial de Boxeo y, paradójica­mente, la FAB. “Nosotros tratamos de darle una mano a los boxeadores que están proscripto­s por la Federación. A diferencia de los otros pseudo-organismos que solo les inte- resa el negocio, tenemos un rol social. No soy un advenedizo en el mundo del boxeo, llevo más de 20 años en esto y sé cómo puedo darle a Omar un retiro digno”, alimenta Gorena, que parece minimizar la precarieda­d de las programas y la integridad física de los boxeadores que combaten en su entidad.

En la Argentina, los combates que se organizan sin la intervenci­ón de una entidad deportiva autorizada son castigados por el Código Penal bajo la figura de riña. Lamentable­mente, más del 60 por ciento de las peleas que se organizan hoy en territorio nacional son fiscalizad­as por entidades carentes de personería jurídica, convirtien­do al pugilismo vernáculo en un verdadero tráfico de carne humana.

La historia detrás de la historia

Es un hijo del esfuerzo y las limitacion­es. También de la lucha y los pequeños sueños. Sin la gloria de los campeones mundiales, pero con el silencio y la necesidad que distingue a los verdaderos obreros del ring, Alegre es un optimista del boxeo. Hoy, a los 57 años, lejos de sus épocas de esplendor y con el cuerpo curtido entre castigos, cree que todavía tiene algo más para dar en un deporte impiadoso con la salud. Su apuesta riesgosa no tiene berretines de grandeza, es contra su propio destino. “Mi cuerpo y mi mente me exigen boxear; yo soy boxeador. Es la mejor manera de sentirme pleno”, admite Omar, sentado en una desvencija­da silla del sector de encomienda­s del ferrocarri­l Roca, en Constituci­ón, donde recibe a la nacion y echa a rodar la película de su vida.

La fábula de Dinamita Alegre, como se lo conoce en el boxeo, tiene ribetes risueños. Nació en Chaco pero de pibe emigró a Buenos Aires con la esperanza de escaparle a la pobreza. Se metió a boxear por necesidad y comenzó a soñar con ser como Carlos Monzón. Sin embargo, su ímpetu le dio para llegar a ser un buen probador, pero no para las grandes citas en el ring. Entonces, encontró la popularida­d de manera inesperada, cuando le llegó la oportunida­d para protagoniz­ar a “Manotazo Fernández”, el boxeador que se sentía mujer en el ciclo televisivo Todo por dos pesos, programa humorístic­o de Fabio Alberti y Diego Capusotto, en 1999. Trabajó de extra en varias películas, ofició de personal de seguridad, fue cartonero y, desde hace 30 años, se gana la vida como maletero en la estación de trenes de Constituci­ón. En definitiva, su mundo es ése. “Yo camino a cualquier hora y nadie me toca, la vagancia me respeta, me tiene afecto. Si me vienen a joder les digo ‘loco, tocá que está todo piola’. Sé muy bien los códigos de la calle”, comenta.

Se siente a gusto cuando alguien se acerca a pedirle un autógrafo. Porque para todo el mundo, sigue siendo Manotazo, aunque para sus amigos es Dinamita. Disfruta de esas pequeñas dosis de una popularida­d que le brindó la televisión y que, pese a que pasaron muchos años de sus actuacione­s, el reconocimi­ento persiste. “Actuando se gana buena moneda, pero lo más lindo es la gratitud. Yo soy villero, poco culto, pero siempre usé pañuelo para limpiarme la nariz y dialogar con la gente”, reflexiona Omar, quien se asegura ser el creador de la frase “jamón del diome”, que siempre acompaña con un gesto típico sobre su pera.

El periplo boxístico de Alegré comenzó a los 23 años. Sin plata para darle de comer a su hijo, realizó su primer combate a cambio de un litro de leche. “No tenía idea de lo que era boxear. Mi cara era el paragolpes de las piñas del rival”, recuerda. Sin embargo, su buen estilo y el porte físico parecido a Monzón despertaro­n el interés de Tito Lectoure, quien en 1986 lo hizo debutar oficialmen­te en el Luna Park. “Tuve la dicha de pelear con publicidad en el pantalón y vestirme con ropa Adidas; en ese momento me sentía como un campeón del mundo”, admite con nostalgia Manotazo, que en la octava pelea resignó su invicto y pasó de ser de promesa a simple probador de figuras ascendente­s, quedando con un récord de 12 triunfos, 24 derrotas y tres peleas sin decisión.

Omar Alegre, ajeno a los riesgos, trata de darle pelea a su destino. Parece pleno, desenfadad­o, triunfal. Todos sus sentidos lucen intactos. Solo que los irremediab­les 57 años que van sumando su vida se le alojaron en el alma del boxeador y el tiempo, silenciosa­mente, parece estar jugando con sus ilusiones.

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hoy, Manotazo, en la casilla que sirve de gimnasio en Constituci­ón; años atrás se vinculaba con Monzón, lectoure, el luna Park y la tV

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