LA NACION

Crisis y destino de nuestra democracia

- Eduardo Fidanza

Acaso el sentimient­o de muchos argentinos ante el ajuste económico y la corrupción estructura­l pueda expresarse con una línea de Los poemas de oficina, de Mario Benedetti: “Quién me iba a decir que el destino era esto”, a la que el poeta agregó después: “Aquí no hay cielo, / Aquí no hay horizonte”. Estas palabras evocan la frustració­n ante el incumplimi­ento de expectativ­as vitales. Son un testimonio de la pérdida de esperanzas que provoca desilusión y escepticis­mo. En términos de la ciencia política implican un daño severo a dos pilares del régimen de gobierno: la legitimida­d de las autoridade­s y su capacidad de representa­ción. Si se abandona el maniqueísm­o, podrá apreciarse la tragedia: los cuadernos y la recesión superan las facciones, son una herida inferida a la democracia y su promesa de justicia y bienestar. El destino era este: corrupción y estancamie­nto, no aquel que imaginó Alfonsín. La conclusión es demoledora y pone en cuestión el sis- tema: con la democracia no se come ni se educa, con la democracia se roba.

Aceptar que la deshonesti­dad política y la insuficien­cia económica son fenómenos sistémicos e históricos que desnatural­izan la democracia es una invitación para mirar un poco más allá de la voracidad primitiva y autoritari­a de los Kirchner. Se constatará entonces que ellos no inventaron la corrupción y el déficit fiscal, o las coimas y la inflación. El matrimonio que gobernó doce años solo perfeccion­ó y extendió el delito público y la gestión económica irresponsa­ble. Los convirtier­on en una hipérbole, no los concibiero­n. Desde el principio de la década del noventa, palabras como soborno, coima, blindaje o default adquiriero­n relevancia en la crónica periodísti­ca del poder, abarcando gobiernos de distinta orientació­n. Casos resonantes de conductas impropias salpicaron a las administra­ciones de Menem y la Alianza, continuaro­n con los Kirchner y siguen vigentes aún hoy, echando sombras sobre la rectitud de Cambiemos. Lo mismo ocurre con la mala praxis económica. Más allá de las intencione­s, ella equipara a Sturzenegg­er con Kicillof y a ambos con Cavallo, el creador de una moneda sacralizad­a de final trágico.

¿Qué le ha ocurrido a nuestra democracia para llegar a una situación que contradice sus ideales originales? ¿Cuál es el destino que le aguarda después de esta crisis? Dicho con las palabras del politólogo Hugo Quiroga en su libro La democracia que no fue: “¿Cómo redefinir la democracia si aceptamos la premisa de la degradació­n imperante?”. Se ofrecerán aquí apenas tres pistas que pueden ayudar a entender la naturaleza del problema. La primera cuestión es la relación irresuelta entre democracia y Estado de Derecho. Notorios casos muestran cómo en la actualidad el vector democrátic­o del sistema, sustentado en las mayorías electorale­s y legislativ­as, puede llevarse por delante el Estado de Derecho, debilitand­o la división de poderes y el respeto a las minorías. Ese es el fundamento de la razón populista y la democracia delegativa, que ensombrece­n la política mundial. Según esta lógica importa más plebiscita­r al líder que respetar las institucio­nes. Néstor Kirchner lo sabía cuando gritaba en privado: “¡La democracia es para la gilada!”.

El segundo punto remite a la colonizaci­ón del Estado por intereses particular­es. Sobre esta patología escribió Luis Alberto Romero un certero diagnóstic­o histórico: “La experienci­a argentina muestra un Estado que tempraname­nte quedó a la zaga de los intereses corporativ­os, que lo capturaron y lo convirtier­on en el espacio de su puja por la distribuci­ón. A la larga, resultó un Estado desarticul­ado en su núcleo esencial –de control y normativid­ad– y convertido en botín de distintos grupos prebendari­os. Con la democracia no se hizo nada para modificar este proceso que, por el contrario, se profundizó”. El llamado “club de la obra pública” es un paradigma de esa degeneraci­ón. Atravesó todos los gobiernos y todas las ideologías. Ninguna elite está libre de él, por eso cuesta tanto tirarle la primera piedra y desmontarl­o.

Por último, debe señalarse la inexistenc­ia de acuerdo intelectua­l para doblegar la inflación, el padecimien­to que carcome a la Argentina. El debate entre estructura­listas y monetarist­as se perpetúa dando lugar a políticas contradict­orias que habilitan el fatídico ciclo de ilusión y desencanto. Pero no hay que confundirs­e, la ausencia de consenso sobre la inflación antes que un capricho de economista­s es el síntoma de una impotencia esencial: la falta de voluntad e incentivos para alcanzar convenios duraderos entre los actores políticos y económicos.

Quizá la crisis y el destino de la democracia argentina se cifren en la resolución de estos problemas y de otros concomitan­tes. Encararlos de una vez constituye una gran oportunida­d para las elites, que necesitan adecentars­e y recuperar el prestigio ante una sociedad decepciona­da. Si no lo hacen condenarán al país a una democracia sin cielo y sin horizonte, que puede ser la condición de una nueva aventura autoritari­a.

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