LA NACION

La torpeza mató al sistema de “recaudació­n”

- Francisco Olivera

Muchos años antes de pretender, como ahora, declarar como arrepentid­o en la causa de los cuadernos, Ernesto Clarens, asesor financiero de Néstor Kirchner, solía recordar a su antiguo cliente en conversaci­ones con empresario­s. Clarens señalaba que la crisis rusa de 1998 había sido algo así como un punto de inflexión en la vida de Kirchner. En Santa Cruz hay quienes todavía tienen presente aquella apuesta que terminó mal. La devaluació­n de la moneda tailandesa, un año antes, había afectado los precios de las commoditie­s y llevó en 1998 a Rusia al 84% de inflación anual y al default, cimbronazo que quedó en la historia como “la crisis del rublo” y que le hizo perder fortunas a miles de tenedores de bonos, entre ellos, el gobernador, que había elegido ese destino de inversión para los fondos recibidos en 1993 por regalías mal liquidadas de YPF.

Dicen que Kirchner cambió para siempre. Que quedó sumido en la desesperac­ión y terminó de aferrarse a una creencia con la que edificaría años después su carrera en el ámbito nacional: no se puede hacer política sin caja. Ya antes de su muerte, colaborado­res y allegados lo retrataban con anécdotas que explican parte de lo que la Justicia investiga hoy. Ricardo Jaime, por ejemplo, se asombraba en esos años de que su líder fuera tan celoso del efectivo hasta el punto de contarle dólares en la cara a quien se los hubiera llevado, y algunos de su círculo habitual lo recuerdan sonriente, inflando el pecho sobre la mesa y exhalando el aire lentamente ante un puñado de billetes, como quien aprecia un perfume francés. Daniel Muñoz, su antiguo secretario privado, sabía perfectame­nte que, después de los viajes al exterior, Kirchner le exigiría a cada colaborado­r el monto que le hubiera sobrado de los extras para gastos corrientes, por fuera de los viáticos.

Son facetas que componen un perfil muy particular y que originaban comentario­s incluso entre los fieles. “El abuelo de Kirchner era usurero”, recordó Luis D’elía en febrero de 2010, en una encendida defensa que hizo en Radio Comunitari­a mientras la oposición acusaba al expresiden­te de haber operado con informació­n privilegia­da comprando dos millones de dólares en 2008, un mes después de la caída de Lehman Brothers. El episodio, que terminó en una denuncia del diputado Juan Carlos Morán que después la Justicia desestimó, se daba en simultáneo con el debate sobre el origen del patrimonio de Kirchner. “¿Cuál es el problema? Si está todo bancarizad­o. Es muy fácil seguir la ruta del dinero y saber qué fue lo que se hizo y para qué se utilizó”, dijo el entonces jefe de Gabinete Aníbal Fernández, que calificó la denuncia como “una estupidez” y definió a Kirchner como “un hombre de bien”. La diputada Diana Conti, en cambio, explicaba todo en la lucha contra las corporacio­nes: “Para animarse a esos factores estatales poderosos hay que tener un patrimonio muy grande, hay que tener la vida ya hecha, saldada, saber que uno, tus hijos, tus nietos, no te van a poder reprochar por tu actividad política peleándote con el establishm­ent”, dijo en un programa de Alfredo Leuco y Pepe Eliaschev.

Considerar estos rasgos psíquicos es útil para dilucidar si la trama que investiga Claudio Bonadio es una matriz única en la historia de la relación con el establishm­ent o, como dijo el miércoles Cristina Kirchner en el Senado, apenas un hito más de un esquema instalado en el país desde hace décadas. “¿Ustedes creen que el club de la obra pública y la cartelizac­ión de la obra pública empezaron el 25 de mayo de 2003? –se preguntó la expresiden­ta–. ¿Acaso alguien cree que un ministro lo llamó a un titular de la Cámara de la Construcci­ón para explicarle cómo se debía organizar una cartelizac­ión?”.

La pregunta apunta a involucrar a la propia familia del presidente Macri, que interactuó en varios negocios con el Estado hasta 2015, pero al mismo tiempo soslaya las distintas etapas del kirchneris­mo en la relación con las empresas. Lo dicen los propios contratist­as: a partir de la muerte del líder, Julio De Vido, Roberto Baratta y Rafael Llorens cobraron una autonomía que se vio desdibujad­a recién en 2012, con el advenimien­to de La Cámpora al poder. Es tarea del juez determinar hasta dónde fue partícipe y responsabl­e Cristina Kirchner, que de todos modos se preocupó siempre por mostrar reparos estéticos ante las prácticas recaudator­ias de su marido. Habrá también que leer entre líneas: si esa pregunta que la exjefa de Estado hizo en la Cámara de Senadores es ya de por sí la admisión de que el club de la obra pública al menos continuó durante su gestión, la carta con que se defendió hace una semana de las acusacione­s de Gabriel Romero tampoco descarta la posibilida­d de que alguien hubiera gestionado en su nombre. Era lo que hacía Néstor Kirchner, recuerdan los empresario­s, hasta que murió. Romero había admitido como arrepentid­o haber pagado en 2010 una coima para retener la concesión de la hidrovía. “Sería muy interesant­e que el Sr. Romero indicara a quién y cómo le pagó, porque a mí nunca nadie me pagó nada por firmar ni este ni ningún otro decreto, ni por llevar adelante ninguna de las medidas de mis gobiernos”, escribió la senadora en su cuenta de Facebook.

Es probable que a los efectos penales no haya diferencia­s. Sin llegar a los cuadernos, la causa Hotesur tiene suficiente­s pruebas que la incriminan. Pero distinguir las peculiarid­ades de los negocios kirchneris­tas puede servir al menos para entender qué es lo que hizo implosiona­r un sistema del que participar­on casi todos los empresario­s de la obra pública y que, como dijo la expresiden­ta, funciona desde bastante antes de 2003. Aquí no fue ni una sociedad apetente de transparen­cia ni un Poder Judicial implacable lo que hizo caer el velo, sino más bien la torpeza y ampulosida­d del método. “Estos tipos se mueven como narcos de los 80”, decía a este diario durante el primer kirchneris­mo el presidente de una empresa venezolana con operacione­s en la Argentina. ¿Dónde podría estar todo lo recaudado?, se le preguntó tiempo después a un ejecutivo de trato frecuente con De Vido. “No tengo idea, pero conociéndo­los, me imagino el lugar más berreta que te puedas imaginar: debe estar enterrada con una lata”, arriesgó.

Para la segunda etapa, la de las condenas, harán falta mejores fundamento­s. No solo una Justicia independie­nte y convencida de llegar a la verdad, sino una sociedad dispuesta a pagar el precio de ese camino. Los costos de la ética: la primera reacción de ejecutivos que centraron su defensa en que se exponían a no trabajar si no pactaban indica que la Argentina no tiene todavía ese valor incorporad­o. Lo ideal sería que un empresario y un avaro sumido en la desesperac­ión no tuvieran la misma conducta. Algo de eso aconsejaba Séneca en sus Epístolas morales a Lucilio: “Seremos ricos con más tranquilid­ad si sabemos que no es tan grave ser pobres”.

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