LA NACION

La infertilid­ad y la vida en pareja

- nuevas familias Luciana Mantero

Andrea y Mariano salieron de la consulta con el médico de fertilidad (venían buscando un embarazo sin suerte hacía un año y ya era hora de consultar). Bajaron la escalera hacia el estacionam­iento, entraron al auto y Andrea se largó a llorar. –¡No lo puedo creer!– le dijo Mariano

–¿Qué es lo que no podés creer?– le preguntó ella.

–Que estés llorando. ¡Si nos dijo que podíamos tener hijos, que podíamos hacer tratamient­o! –¡No! Me dijo que no podía tener y por eso tenía que hacer tratamient­o.

Era una constante, me contaría Andrea años después, salir de la consulta y que ella escuchara una cosa y él, otra. A él le habían dado una solución, a ella le habían planteado un problema.

Así se venía desarrolla­ndo su pareja y el malestar aumentó con la búsqueda. Andrea encaró los tratamient­os de manera autómata, como un deber ser, creyéndose todopodero­sa, haciéndose cargo de todo. Mariano estaba siempre ocupado y nunca la acompañaba a las visitas médicas. Solo ella resignaba tiempo de trabajo y ponía el cuerpo, sola.

La noche del primer negativo, él se fue a una cena con amigos porque necesitaba distraerse. Ella se quedó en su casa y fue un alivio. Necesitaba tirarse en la cama a llorar. Si hubiera estado, él le habría dicho: “Dale, levántate, vayamos a comer afuera”. Se transformó en una constante: mientras él se agendaba reuniones sociales, fútbol, eventos laborales fuera de horario, ella se metía para adentro y hacía sus duelos. No había un espacio común donde compartir lo que sentían.

Su vida sexual se fue haciendo cada vez más fría y mecánica; el cuerpo al servicio de la reproducci­ón. Los días de ovulación parecían tres en la cama: ellos y el fantasma del médico advirtiénd­oles que era hora de “trabajar”. Fueron perdiendo la alegría.

Una vez lo descubrió dándole piñas a la pared del baño de bronca. Fue el día que tenía que masturbars­e para llevar la muestra de semen al centro de fertilidad. Que así no podía, que por qué tenían que estar pasando por eso. Fue cuando arrancaban el segundo de los cuatro tratamient­os de alta complejida­d. Y Andrea rumió bajito que de qué cornos se quejaba si la peor parte se la llevaba ella.

Andrea perdió tres embarazos y tuvo dos hijos que fueron concebidos de forma natural. Pero cuando terminó la etapa reproducti­va, se blanqueó la crisis de pareja.

Juani tenía 9 meses cuando decidieron separarse. Durante aquel proceso, en la primera sesión de terapia de pareja, las cosas se pusieron por primera vez sobre la mesa:

–Bueno, lo que nos trajo hasta acá es que hicimos ocho tratamient­os– dijo Mariano.

Y ahí, a Andrea se le transformó la cara, lo miró y se dio cuenta. “Qué loco cómo juegan las emociones en la manera de percibir los hechos –me dijo años después–. Él cree que hicimos ocho, porque le resultó muy duro y pesado, pero hicimos cuatro. Mirá cómo la emoción trastoca la mirada sobre la realidad. No supimos ayudarnos”.

La noche del primer negativo él se fue a una cena con amigos; ella se quedó en su casa

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