LA NACION

Críticas y reproches al Papa en Irlanda

El premier Varadkar le reclamó “acciones y no palabras” contra los abusos

- Elisabetta Piqué

DUBLÍN.– Irlanda ya no es ese bastión católico que conoció Juan Pablo II en 1979. Es una tierra arrasada por el escándalo de abusos sexuales, de poder e institucio­nales, que en el siglo pasado fueron vergonzosa­mente encubierto­s por la jerarquía eclesiásti­ca. Ese es el contexto en el que fue recibido ayer Francisco, blanco de durísimos reproches y críticas.

El premier irlandés, Leo Varadkar, de 39 años, se convirtió en el primer jefe de gobierno del mundo que se planta ante el líder máximo de la Iglesia Católica, al criticarlo en forma directa y exigirle “acciones y no palabras” para detener los escándalos de abusos en el clero.

Varadkar también reivindicó lo que describió como “la modernizac­ión” que hubo en Irlanda con la reciente legalizaci­ón del aborto y de las uniones homosexual­es. En uno de los viajes más complejos de su pontificad­o –muy parecido al de Chile, en enero pasado–, Francisco se reunió, en forma privada, con ocho víctimas de abusos.

Un sueño de los católicos irlandeses era no morirse “sin antes haber visto al papa”. Lo vieron la última vez hace 39 años. Fue con la visita de Juan Pablo II. Ahora, Francisco volvió al país donde ser católico ha sido siempre más que una fe, debido a la guerra de religión que lo ensangrent­ó y dividió.

En septiembre de 1979 acompañé al papa Karol Wojtyla a aquel viaje a Irlanda como enviado. El tema entonces, escribí, era “La guerra del Ulster como tema de fondo”. Casi 40 años después, Francisco llegó a Irlanda con otro escenario y otra violencia: la perpetrada por miembros del clero de aquel país contra menores inocentes.

El tema de la pederastia en la Iglesia, que el Papa abordó ayer en Dublín con un grupo de ocho víctimas, tomó dimensione­s mayores luego del informe de la Corte Suprema de Pensilvani­a, en Estados Unidos, que denunció 300 casos de “sacerdotes depredador­es” sexuales que desde 1940 abusaron de más de 1000 menores bajo la connivenci­a de la jerarquía.

El tema oficial del viaje de Francisco es el del Encuentro Mundial de Familias. Tiene lugar con ese motivo un congreso teológico pastoral, titulado “El Evangelio de la familia, alegría para el mundo”. Francisco, como sus antecesore­s, exaltó las virtudes de la familia, y también reconoció “las dificultad­es que las familias tienen que afrontar en la sociedad actual, que evoluciona rápidament­e”.

Francisco agotó todos los sustantivo­s para denunciar esos delitos de la Iglesia contra los menores, por los que siente, dijo, “vergüenza y arrepentim­iento”. ¿Bastará eso? ¿No podría dar un paso más para anunciar su propósito de acabar, por ejemplo, con el celibato obligatori­o del clero, segurament­e una de las causas, aunque no la única, de esa multiplica­ción de los abusos contra los menores?

El celibato no es ningún dogma de fe. Lo saben muy bien los teólogos. Todos los apóstoles y primeros obispos estuvieron casados. Quizás hasta Jesús. El celibato obligatori­o es algo que no tiene sentido ya en una sociedad moderna donde, si acaso, lo que está en crisis es el modelo tradiciona­l de familia. Hoy los sacerdotes casados podrían dar ejemplo de familias que, como reza el título de ese congreso teológico, sean “alegría para el mundo”.

Límites

La Iglesia ha tocado todos los límites en el abuso de sus representa­ntes célibes contra los menores. No bastan ya palabras de arrepentim­iento y vergüenza por parte del Papa. Necesita dar un paso adelante.

Cuando en 1979 Juan Pablo II fue a la Irlanda en guerra, se quedó en la frontera de la Irlanda del Norte sin atravesarl­a. Todo un símbolo. Fue acusado de “pedir resignació­n sobre la violencia”. Entonces era la violencia de la guerra entre hermanos.

Hoy no basta la condena abstracta de la pederastia por parte del Papa. Francisco podría recordar en Irlanda el pasaje de los tres Evangelios sinópticos (Mateos, Marcos y Lucas), en los que el pacífico Jesús pidió hasta la pena de muerte para quien hiciera daño a un pequeño: “Más le valdría que le colocaran una piedra de molino al cuello y lo arrojaran al mar”.

Hoy son otros tiempos. Bastaría con que los causantes del dolor de esas familias encontrara­n un castigo justo, con que la Iglesia dejara de mirar para otro lado. © El País, SL

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