LA NACION

La felicidad poco tiene que ver con el aumento de la prosperida­d

- Jonathan Rauch Traducción de Jaime Arrambide

En 1990, un legislador del Partido Laborista británico interpeló a la entonces primera ministra, Margaret Thatcher, por la creciente desigualda­d en el país. “Todos los niveles de ingresos están mejor que en 1979”, le retrucó Thatcher, al compararlo­s con los índices del comienzo de su mandato. “Lo que está diciendo el honorable parlamenta­rio es que preferiría que los pobres sean más pobres con tal de que los ricos sean menos ricos… ¡Linda política esa!”

La invectiva de la premier resumía una premisa emblemátic­a de la revolución conservado­ra del binomio Thatcher-ronald Reagan: que la pobreza es un problema social, pero la desigualda­d como tal no lo es, y que los gobiernos tienen que abocarse a aumentar los ingresos y las oportunida­des para todos, especialme­nte los más pobres, pero que preocupars­e por la brecha entre los ricos y el resto no es más que una “política de la envidia”.

Moralmente hablando, Thatcher y Reagan deberían haber tenido razón. Si a mí me va cada vez mejor, ¿por qué debería generarme resentimie­nto que a otro le vaya mejor todavía? Sin embargo, se ve que esa lógica compartida dejó algo de lado, algo que ayuda a explicar por qué el conservadu­rismo de Reagan-thatcher colapsó por pre- sión del populismo de derecha del presidente Donald Trump y del populismo de izquierda del senador norteameri­cano Bernie Sanders.

En Estados Unidos, como también en otros países, el impresiona­nte crecimient­o del bienestar material que se vivió desde la Segunda Posguerra no ha tenido el menor efecto en el bienestar personal de la gente. Ese desacople entre crecimient­o económico y satisfacci­ón subjetiva se inició hace décadas. Desde fines de la década de 1950, el ingreso real per cápita se ha más que triplicado, pero el porcentaje de gente que dice que es “muy feliz”, en el mejor de los casos, disminuyó levemente.

¿A qué se debe? Cuando investigab­a la relación entre la edad y la felicidad, me sumergí a fondo en la llamada “economía de la felicidad”, una disciplina relativame­nte nueva, en la que descubrí dos cosas que me dejaron impresiona­do. La primera es que toda felicidad es una afirmación “local”.

Según datos del Banco Mundial, la parte de la población mundial que vive con menos de 1,90 dólares al día (ajustados por inflación) bajó del 44% de 1980 a menos del 10% en 2015: un logro extraordin­ario.

Pero el bienestar de la gente común depende mayormente de cómo viven quienes tienen alrededor. Y ahí viene lo segundo: toda felicidad es relativa. Los humanos medimos constantem­ente nuestro estatus comparándo­nos con los demás y con nuestro estatus previo.

Según la economista Carol Graham, de la Brookings Institutio­n, los pobres de raza blanca son mucho más infelices y pesimistas que los pobres de raza negra, por más que en términos absolutos sean menos pobres. Los blancos con menos educación formal (especialme­nte los varones) vivieron en general un abrupto descenso de su estatus social relativo, tanto en comparació­n con sus padres como con los no blancos que progresaro­n.

Los de raza negra, por el contrario, sienten que progresaro­n más de lo que esperaban y que se fue cerrando la brecha económica y social que los separaba de los blancos.

El estatus absoluto no es irrelevant­e, y la gente a veces está dispuesta a tolerar o incluso apoyar la desigualda­d si creen que el sistema es justo y que los deja progresar. Sin embargo, esa ocurrencia frecuentem­ente atribuida al escritor Gore Vidal (que dice que “no me alcanza con tener éxito: los demás deben fracasar”) es incómodame­nte cierta.

En ese sentido, nos guste o no, la actual desigualda­d en Estados Unidos empuja la política hacia la polarizaci­ón y el odio, y hacia populismos peligrosos y desestabil­izadores, por derecha y por izquierda.

Trump y Sanders tienen algo para decir sobre la desigualda­d, pero el conservadu­rismo tradiciona­l no, y mientras no tenga nada que decir al respecto, ambos dirigentes no tendrán quién los enfrente.

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