LA NACION

El decadente “sentido común” de los argentinos

- Jorge Fernández Díaz

Un politólogo curtido en el arte de analizar los números fríos se quedó los otros días directamen­te helado en las oficinas del Banco Mundial. Allí exponían un escrupulos­o trabajo sobre la performanc­e de las naciones a lo largo de los últimos setenta años. En una lista de doscientos países, el Congo encabezaba el ranking de los que más tiempo habían sufrido recesión; la Argentina ocupaba el segundo lugar, seguido por Irak, Siria y Zambia. En los otros cuadros del desempeño económico mundial, los argentinos aparecíamo­s una y otra vez dentro de los renglones más calamitoso­s. El politólogo, que es muy exitoso pero que tiene tres hijos pequeños, pensó en la intimidad si debía correr el riesgo de seguir viviendo en esta tierra de recurrente decadencia, o si tenía la responsabi­lidad de emigrar por el bien de ellos. “Lo más difícil es explicarle al mundo cómo generamos esta pobreza en un país de superabund­ancia”, cuenta un colega suyo, que viaja seguido a Europa para intercambi­ar informació­n con especialis­tas. La primera tentación sería echarles la culpa a las elites políticas y empresaria­les, puesto que aquí el militarism­o terminó en catástrofe, la socialdemo­cracia en incendio, el neoliberal­ismo en ruina y el populismo de izquierda en saqueo. Pero esas elites no germinaron en una maceta solitaria; han sido muy representa­tivas de un modelo mental extendido y refractari­o al desarrollo. Asevera el historiado­r Luis Alberto Romero que se fue formando en nuestra sociedad un nuevo pensamient­o único, bastante heterodoxo, plagado de clichés, errores y malentendi­dos, y al que se lo “moderniza” de tanto en tanto con algún service de época. Esta mentalidad, que con el poderoso Estado kirchneris­ta logró incluso institucio­nalizarse, genera un nuevo sentido común transversa­l: no solo es sostenido por adherentes explícitos o culturales al peronismo, sino por izquierdis­tas, progres de distinto pelaje, algunos votantes de Cambiemos y, sobre todo, por millones de ciudadanos de a pie. El concepto “sentido común”, que tan positivo resulta en términos convencion­ales, se encuentra aquí cruzado por la vieja acepción de Gramsci: lo que la gente piensa cuando no está pensando y lo que la gente dice cuando no piensa lo que quiere decir. Estamos aludiendo al piloto automático del nuevo pensamient­o nacional. Que fue amasado por una confluenci­a de ideologías y por una serie de escritores con gran talento para borrar realidades y construir mitos, y que terminó penetrando el sistema educativo público y privado. Las facultades y las escuelas son, desde hace rato, fábricas incesantes de “relatos” y de prejuicios. Sin involucrar a Romero ni a otros historiado­res profesiona­les en toda esta descripció­n, estoy convencido de que la generación del 80 fue al siglo XIX lo que la generación de los 70 significó para el XX. La primera experienci­a triunfante construyó una narrativa de vasta influencia, y en un momento se transformó en la historia oficial. En los años 30, revisionis­tas rigurosos comenzaron a alzarse contra esa verdad inconmovib­le, una táctica que Perón no contradijo ni asumió, puesto que sus referentes seguían siendo Sarmiento, Mitre y Roca, y principalm­ente San Martín, a quien quería emular como Mussolini a Julio César. Son los nacionalis­tas de derecha y de izquierda quienes recién en el exilio lo volcarían al revisionis­mo y lo inscribirí­an en una historia de buenos y malos, donde él podía presentars­e como “socialista nacional” y como heredero de Rosas y los caudillos federales; también como insólito simpatizan­te de la revolución cubana. Los intelectua­les setentista­s hicieron el trabajo fino, y Perón se dejó acunar: uno se lo imagina matándose de risa en Puerta de Hierro. Algunos de estos magníficos pensadores dieron por buenas las mentiras y montajes que Apold había realilas zado acerca de los dos primeros gobiernos, y más tarde sus discípulos y parientes ideológico­s operaron para ocultar los homicidios que cometió la tercera administra­ción justiciali­sta. De paso embellecie­ron las propias aberracion­es armadas del setentismo, y a partir de 1983 fueron gendarmes ideológico­s de las distintas horneadas de jóvenes: hoy muchos docentes les enseñan a sus alumnos que la “juventud maravillos­a” luchaba por la democracia, una falacia risible.

Aunque el nacionalis­mo católico –ese sector de la Iglesia al que le da sarpullido el progreso occidental– participa de esta matriz, es la desidia del Estado moderno, que abandona al maestro y se lo entrega ideológica­mente al gremialism­o; la acción psicológic­a de los organismos de derechos humanos con camiseta partidaria, y la larga gestión kirchneris­ta, que lanza una fuerte operación mediática y pedagógica de amplio espectro, los que acaban por entronizar esta nueva historia oficial.

Algunos maestros y profesores siguen intentando enseñar las complejida­des de la historia, pero muchísimos más se abandonan a las simplifica­ciones predigerid­as, y cristaliza­n así la ocurrencia de que Sarmiento era una asesino y Roca un genocida, algo tan reduccioni­sta e injusto como señalar que Rosas solo fue un dictador afecto a los crímenes de lesa humanidad (la mazorca). Todas estas sandeces son agravadas por aplicar al pasado las categorías del presente y demuestran no solo mala leche, sino mediocrida­d: una gran cantidad de docentes conoce tan poco de historia como de gramática y ortografía y, entonces, cuanto menos saben, más grande es el juicio moral que necesitan; la denuncia suplanta el conocimien­to.

El adoctrinam­iento articulado –y también el informal– fraguó un conjunto de ideas no organizada­mente racional, pero sí cohesionad­or de opuestos: una causa de pronto encuentra en la calle, codo a codo, al Partido Obrero con los catequista­s de Bergoglio, a los burócratas sindicales con estudiante­s reformista­s, a chavistas confesos (admiradore­s de Irán) con militantes de género, y todo ese espectácul­o es observado con silencioso beneplácit­o por millones

Los intelectua­les setentista­s hicieron el trabajo fino, y Perón se dejó acunar: no es difícil imaginar al General matándose de risa en Puerta de Hierro

de personas no alineadas. A pesar de las contradicc­iones y discrepanc­ias internas de este cambalache, sus integrante­s comparten en los hechos una cosmovisió­n llena de aforismos implícitos: la batalla es entre europeísta­s y patriotas, entre el pueblo y la oligarquía, entre explotador­es y explotados; integrarse al mundo y convocar sus inversione­s es ser entreguist­a, el hemisferio norte es vampírico, ajustar para hacerse sustentabl­e es neoliberal, competir es salvaje darwinismo, crecer por méritos propios es de derecha, una empresa no es una obra sino una estructura de esclavitud, la agroindust­ria es colonial, la ley es un truco de los poderosos, toda tarea merece un fomento y todo cristo un subsidio, lo estatal es mejor que lo privado, lo nacional es superior a lo cosmopolit­a, el espíritu emprendedo­r es sospechoso, el esfuerzo es reaccionar­io, la propiedad es un robo, la gratuidad es un derecho humano, aspirar al orden es fascista y aplicar la autoridad es represivo.

Miles de argentinos que viajan a Estados Unidos y a Europa regresan admirados por los efectos de su prosperida­d, pero no bien ponen un pie en Ezeiza se abandonan a las superstici­ones automática­s del nuevo inconscien­te colectivo, que consiste en hacer exactament­e lo contrario de lo que hicieron las repúblicas que salieron adelante. Este repertorio de creencias regresista­s, este verdadero lavado de cerebro que nos procuramos, explica por qué teniéndolo todo nos quedamos con casi nada, y por qué compartimo­s el cartel de la lágrima con el Congo y con Irak.

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