LA NACION

Borges, entre la vigilia y el sueño

- Por Víctor Hugo Ghitta

En el sueño –en la memoria del sueño, en la fingida reconstruc­ción de los hechos, en la fabulación– no había espejos, tigres ni laberintos. Borges emergió de la niebla. Se apoyó con las dos manos en un bastón, tendió la cabeza hacia adelante, llevaba en el rostro la risa franca de quien preserva la curiosidad sobre el mundo. Se sentó en una silla en el cuarto de márgenes imprecisas que se difuminaba­n en la bruma. Estábamos solos. En el sueño Borges ya era septuagena­rio. Miraba con asombro, con la extrañeza del poeta al que le serán develados otros misterios del mundo y de los hombres. Permanecim­os en silencio. Escruté en la ciega mirada sombras, acaso un atisbo de color. En el leve movimiento de los ojos se insinuaba el afán de un conocimien­to nuevo. Sabía que hacía muchos años vivía en un crepúsculo unánime. En el principio había podido descifrar unos pocos colores, pero había vivido en un mundo de neblinas y vagas luminiscen­cias. Quizá los años hubieran traído otras sombras a su mundo umbrío.

Extraje de un portafolio un cuaderno de notas. Borges sonrió. Sabía que a aquello que iba a escuchar, como a tantas cosas inútiles, lo aguardaba el olvido. Lo sabía porque en el sueño omniscient­e, reservado a Dios y a los poetas, él estaba soñando; esos pobres versos, aún no pronunciad­os, no tenían ya destino.

–Léame su poema –dijo. En el sueño la voz era la misma de la vigilia. Borges miró hacia arriba, como quien siente añoranza mientras procura recobrar el pasado–. Hace mucho tiempo que nadie me lee nada. Extraño las voces de los hombres.

Leí con precaución un poema sobre el tiempo, la memoria y el olvido. Borges asentía cada tanto con un leve movimiento de la cabeza, pero el gesto no significab­a aprobación ni rechazo. Cuando culminé, creí vislumbrar en los ojos húmedos un rastro de emoción, pero la mirada vidriosa de los ciegos siempre me ha parecido engañosa. Le pregunté con pudor qué le había parecido.

–Es curioso –advirtió –, me he acostumbra­do a vivir entre sombras durante tanto tiempo, de modo que por esa razón no extraño las imágenes. Añoro, en cambio, las voces humanas. Me ha sido concedida una memoria relativame­nte buena, de manera que recuerdo una gran cantidad de ensayos y poemas, de fragmentos de cuentos y novelas, especialme­nte de aquellos que he releído tantas veces durante toda mi vida. Pero si usted quisiera leerme un pasaje de Stevenson, de Kipling o de Chesterton, se lo agradecerí­a. Lo escucharía con gusto.

Se abrió un silencio entre los dos. Me sentí herido. Quizás el desdén me impulsó a ofrecerle una alternativ­a que lo hiriera. Procuré que el dolor no se notara en la voz.

–Si me permite –dije–, quiero proponerle una idea. Usted ha regresado esta noche al mundo de los hombres, pero ninguno de los dos sabe cuánto tiempo permanecer­á. Si entiendo bien lo que sucede, bastará con que usted o yo dejemos de soñar para que esta conversaci­ón concluya. Elija, entonces, un solo libro, yo le leeré un fragmento con mucho gusto.

Borges sonrió, otra vez. El tiempo le había dado a su sonrisa una luz nueva. Meditó la respuesta unos segundos. De pronto, dijo:

–Si a mí me preguntara­n si existe un libro que se parece al universo, o por lo menos que puede dar una especie de mapa o una cifra del universo, ese libro sería El mundo como voluntad y representa­ción, de Shopenhaue­r.

Tomé del bolsillo del abrigo el teléfono celular. Borges aguardo el principio de la lectura con ansia.

Sabía que a aquello que iba a escuchar, como a tantas cosas inútiles, lo aguardaba el olvido

Al cabo de un momento, busqué un fragmento al azar. Leí con voz clara y cierto énfasis teatral:

–Los sueños individual­es están separados de la vida real porque no se hallan engranados en la conexión de la experienci­a que recorre constantem­ente el curso de la vida, y el despertar señala esa diferencia; no obstante, aquella conexión de la experienci­a pertenece ya a la vida real como forma suya, mientras que el sueño ha de mostrar también una coherencia en sí mismo. Si juzgamos desde un punto de vista externo a ambos, no encontramo­s en su esencia ninguna diferencia definida y nos vemos obligados a dar la razón a los poetas en que la vida es un largo sueño.

Hice una pausa. Cuando levanté la vista, ya no estaba. Desperté. Esta vez, fui yo quien sonrió mientras evocaba una idea suya: para los poetas y los místicos, no es imposible que toda la vigilia sea un sueño.

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