LA NACION

Torres medievales y autos de lujo a la boloñesa

Vecinas como Milán y Florencia le quitan algo de protagonis­mo, pero Bolonia también merece una visita con sus construcci­ones elevadas y su mítica gastronomí­a

- María Fernanda Lago

Se dice de ella que es docta, gorda y roja. No es una adivinanza: así es como la llaman a Bolonia, la ciudad de los tres apodos. Docta porque su universida­d de 1088 es una de las más antiguas del mundo. Gorda porque no es fácil cuidar la silueta ante la cocina que dio al mundo los tortellini, la mortadela de Bolonia y la salsa de tomate con carne. Roja porque es el color que resalta sobre sus techos y fachadas.

Al norte de Italia, hay que decir que sus vecinas Milán, Venecia y Florencia le roban un poco de protagonis­mo, pero ni por cerca la eclipsan. Aunque Bolonia tenga perfil bajo, una visita de un día es poco y un fin de semana no alcanza. Lo recomendab­le es dedicarle el mismo tiempo que a los clásicos de Italia, y aprovechar que está de camino entre ellos. De Milán, a 215 kilómetros; de Venecia, a 157; y de Florencia, 110.

Entre pórticos y fierros

Un Lamborghin­i verde estaciona sobre la línea amarilla que indica no estacionar. Las puertas se abren hacia arriba como el Delorean de Volver al Futuro. De adentro no sale ni el Dr. Emmett Brown ni Marty Mcfly, sino un hombre con jean, remera blanca y el pelo largo atado. Con ritmo sincroniza­do camina hacia un minimercad­o, mientras el Lamborghin­i se transforma al instante en celebridad.

Los curiosos se acercan como si hubiese descendido una nave espacial, sacan los celulares y la sesión de fotos comienza.hasta que el dueño vuelve, con una botella de agua fría, contesta algunos comentario­s, y se va sin antes acelerar y regalarles a los presentes ese sonido que solo aprecian los que entienden de motores.

Si hubiese lugar para otro apodo, al docta, gorda y roja se le sumaría bacana. No solo por la cantidad de Ducatis y Lamborghin­is que andan y se oyen por las calles, sino porque estos autos de lujo son justamente originario­s de esta zona. Los museos y fábricas de ambas marcas están abiertos para que los amantes de las ruedas se acerquen a admirar hasta sus bujías.

Hablando de bacanes, bien que los hubo en tiempos pasados y con ostentacio­nes que hoy quedan a la vista. Parece que las familias de antes demostraba­n sus riquezas de acuerdo a lo alto que era el lugar donde vivían. A mayor altura, mayor poder adquisitiv­o. La competenci­a por ver quién vivía más arriba convirtió a Bolonia en una Manhattan medieval, con más de cien torres de las cuales aún se conservan poco más de veinte.

Lo adinerada que fue la familia Asinelli ya pasó a la historia. Su torre construida entre 1109 y 1119 tiene 97,2 metros de altura y es, junto a Garisenda (varios metros menor y algo inclinada), el símbolo de la Edad Media boloñesa. Una al lado de la otra están en la plaza Porta Ravegnana. Un consejo fotográfic­o para anotar: el mejor ángulo para captar a Asinelli entera es desde Via Rizzoli.

Sin llegar a los calores extremos de Santiago del Estero, ni al nivel de lluvias de Helsinki, acá se puede caminar despreocup­ado del clima y al reparo de los casi 40 kilómetros de soportales. Los hayaltos, bajos, de mármol, madera o piedra colorada; con pinturas, grafitis o volantes de publicidad­es pegados y a punto de despegarse. No hay que pasar por alto los interiores porque algunos son para quedarse minutos mirando el techo, por los detalles de las molduras y algunas pinturas al fresco.

En 1288 la urbanizaci­ón avanzó rápido con la llegada de estudiante­s y el desarrollo de la vida universita­ria. Para ordenar este crecimient­o se dictó una ley por la que cada edificació­n debía tener un pórtico. Así fue como la ciudad se llenó de arcos. Y aunque los haya de todo tipo y color, los más famosos son los 666 que suben (a través de 3,8 kilómetros) al santuario de Nuestra Señora de San Luca.

Pocos reparan en el número de la bestia. Bruno, que es italiano y hace el recorrido cada tanto, responde ante la pregunta ¿Por qué ese número? Con una sonrisa y un: “Es pura casualidad”. Se dice que el pórtico es largo y escabroso como una serpiente y que simboliza al demonio, pero nadie lo confirma.

Cada día, por debajo de las arcadas caminan parejas, familias y corren los que buscan sumar dificultad al entrenamie­nto. Al llegar a la cima de la colina de la Guardia, a 300 metros de altura, la iglesia barroca, la vista a la ciudad y el aire fresco, mezclado con el olor a incienso, hacen que valga la pena quedarse un rato antes de emprender la bajada.

Por lo alto y lo bajo

Desde que viaja cada año para visitar a su hermana Graciela, Cora Valloire conoce Bolonia, tanto como a su Salto natal. Durante sus primeros viajes, la imagen de un canal le llamó la atención. Era una foto que se repetía en los folletos turísticos, pero con la que nunca se cruzaba en sus paseos. Con el tiempo ese misterio se convirtió en la misión por encontrarl­a y ahora comparte la clave para ahorrar tiempo de búsqueda.

A pesar de que no se aprecie, Bolonia tiene una gran red de canales, que no forman parte del paisaje porque la urbanizaci­ón terminó por enterrarlo­s. La Finestrell­a sobre Via Piella es una ventana abierta con vista al agua. Otra opción para espiar es a 150 metros de ahí, desde Via Guglielmo Oberdan, donde se puede ver el canal del molino a través de una reja.

La Plaza Mayor y la Basílica de San Petronio están a 10 minutos a pie de esas vistas turísticas a la ciudad subterráne­a. Aunque la plaza es amplia, la Basílica, con su fachada incompleta, concentra la mayor atención. En honor a su patrono, comenzaron a construirl­a en 1390. Según los planos, la diseñaron para ser la catedral más grande del mundo, pero dicen que en 1561 el papa Pio IV detuvo su construcci­ón. La catedral nunca llegó a ser catedral, y no solo eso, quedó a mitad de camino.

Si de ritos se habla, así como Inglaterra tiene su té a las 17, Italia tiene su aperitivo a las 19. El spritz es lo que sale, al menos la copa con bebida naranja es lo que más se ve sobre las mesas a la calle. En especial, las de los bares que están en la plaza Santo Stefano, cerca de otra Basílica, una zona también conocida como las Siete Iglesias.

Dos calles más para apuntar, con buena oferta de restaurant­es, bares y heladerías son Via Caprarie y Via degli Orefici. No cabe duda que al momento de comer se debe honrar a la cocina italiana. Pizza, sándwich de mortadela, tortellini a la crema o lasaña son algunas especialid­ades locales. Sin embargo, nadie debería irse sin antes probar los tagliatell­e con una salsa a base de tomate y carne, a la que muchos le dicen bolognesa, pero se llama ragú.

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Shuttersto­ck La torre Asinelli, ícono de la ciudad, data de 1119 y tiene más de 97 metros de altura

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