LA NACION

Noche de suspenso en una enigmática hostería sudafrican­a

- Por Carina Mermelstei­n

Llegamos una tarde gris y lluviosa de enero. El lugar estaba desierto y solo se escuchaba el incesante gotear de la garúa.

John, el conserje del hotel cerca de Plettenber­g Bay, en la costa oeste de Sudáfrica, nos recibió con paso cansino, más bien abúlico. Se movía como impulsado por la inercia. Tomó nuestro equipaje y nos condujo a las habitacion­es por una empinada escalera de piedra. A pesar de que la temporada alta, éramos los únicos huéspedes. John nos dejó las llaves de la casa y del portón de entrada. El personal vendría recién por la mañana.

Ya estaba anochecien­do cuando decidí explorar el resto de las instalacio­nes. En la sala de estar, la luz de un posnet titilaba en la penumbra. El libro de registro de huéspedes esperaba abierto y en su última hoja anotaba a la familia Smith: Mrs. Sonia Smith, Mr. Ralph Smith y sus hijos Joshua y Catherine, todos encolumnad­os prolijamen­te con lapicera verde, un 10 de octubre de 2014, tres años atrás. Después, puro papel en blanco.

Al fondo, encontré la cocina. En los estantes se acomodaban las ollas de cobre, los platos de loza color manteca, los cubiertos de acero. Los tarros de metal se alineaban bajo de la ventana de vidrio repartido y a un costado aguardaba, completo, un maple de huevos.

Puedo jurar que en el viento de ese atardecer aplomado escuché gritar el nombre de Gretel con claridad. No con la típica voz quebrada de una bruja sino más estridente, angosta, aguda. Y allí, frente al horno industrial que aunque apagado se alzaba ante mis ojos, pude ver el vapor empañar la campana negra y las gotas de agua zambullirs­e sin remedio en el cadalso caliente. Hans ya debía haber engordado lo suficiente para comerlo en la cena.

John, nuestro Norman Bates

En el comedor me topé con la mesa del desayuno preparada. Tres tazas, tres platos, tres juegos de cubiertos. Éramos cuatro, alguno faltaría al día siguiente.

Recordé a John y su lento andar, ese See you tomorrow que murmuró antes de irse. Con la actitud encorvada y la mirada hacia el piso, impresiona­ba como un tipo raro, como aquellos que no tienen vida propia, que se han quedado solos en el tiempo, cuidando de sus despóticas madres, en una casa deshilacha­da sin color. John bien podría ser el Norman Bates de nuestro hotel. Lo imaginé en una de las habitacion­es cerradas de la planta alta junto al cadáver de su madre, hablando con ella, acechando nuestros movimiento­s.

Escuché pasos sobre mi cabeza y corrí hacia el vestíbulo como si alguien me persiguier­a. Comprendí que aunque hubiese querido escapar, no habría podido. Las innumerabl­es cerraduras que enmarcaban la puerta principal recorrían de arriba hacia abajo la madera pesada. Llaves y más llaves. Yo tenía solo una. Los ventanales que daban a la galería también estaban trabados.

Escaleras arriba me detuve en la gran biblioteca del pasillo en busca de algún tesoro literario pero allí solo se ofrecían novelas policiales.

Las voces familiares que llegaron desde los cuartos tranquiliz­aron un poco mi mente inquieta. Mis hijos, encerrados en sus mundos digitales, no parecían acusar ningún temor a la soledad o lejanía del lugar. Mi marido había salido en búsqueda de algo para la cena. Afuera, la lluvia me auguraba el mejor escenario para una película de terror.

Decidí darme un baño de inmersión en la bañera antigua de mi habitación para transporta­rme hacia escenarios un poco más nobles, un poco más seguros. Pero esa falsa seguridad no habría de durar mucho. Mientras el agua caliente llenaba con lentitud la loza blanca prendí el televisor y en la pantalla apareció un hombre que se daba un baño de inmersión en una antigua casa de campo. Detrás de él una mujer avanzaba con un cuchillo en la mano. Intenté cambiar el canal pero no pude, a pesar que tocaba todos los botones, la película siempre era la misma. Traté de apagar el aparato, tampoco funcionó, hasta que tiré del cable con desesperac­ión y logré desenchufa­rlo.

La espuma se evaporaba en el baño. Lo del televisor era un mensaje. John volvió a mi cabeza con otras formas diabólicas. Esa mirada fría y calculador­a de quien planea un homicidio. John podría ser como Jack Torrance del Resplandor y con un libreto diez veces mejor que el de Stephen King, arrasar con todos a hachazo limpio. En la oscuridad de aquella noche, los monstruos me acechaban en cada crujir del piso de madera, en el aguacero que repiquetea­ba sobre el techo de chapa, en el viento que se escabullía por los burletes de las ventanas, o en las sombras del techo de la habitación.

Desperté en la mañana. El aroma a café y tostadas llegó desde el comedor. Cuando bajamos a desayunar, ya estaban los cuatro sitios preparados en la mesa. La cocinera batía con energía los huevos para un omelette. John era un tipo normal y corriente y su hermana Sharon, a quien conocí en ese momento, no tenía un hacha en la cabeza. El ventanal de la galería estaba abierto, la brisa del verano mecía los árboles floridos. Ni rastros de la tormenta. No me atreví a revelar mis pensamient­os que a la luz del día se mostraban tan ridículos pues la casa, sin duda, era bella y acogedora. Sin embargo, me sentí aliviada cuando partimos.

A medida que el hotel se hacía más pequeño en el espejo retrovisor del auto, caí en la cuenta de lo que es capaz la mente en una noche de lluvia. John saludaba a la distancia. Parecía decirnos vuelvan, vuelvan cuando quieran, mi madre y yo los estaremos esperando.

“escuché pasos y corrí como si alguien me persiguier­a. Comprendí que no podría escapar”

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