LA NACION

Viajar. Entre el turismo masivo y la aventura iniciática

Los servicios low cost democratiz­an los viajes cortos, pero muchos buscan la experienci­a de una vida nómade

- | Páginas 2 y 3

En 2012 dejaron la Argentina y se establecie­ron en San Francisco. Les fue bien. Ella creció como fotógrafa y él, diseñador de apps, se abrió camino en lo suyo. La ciudad era hermosa, disfrutaba­n de la naturaleza en los alrededore­s y hasta aprovechab­an las olas del Pacífico para despuntar la pasión del surf. Pero sintieron el peso de la costumbre y pensaron en un cambio. Jugaban, desde hacía mucho, con la idea de un viaje largo. Animarse les llevó un tiempo. Hasta que un día, después de muchas charlas y postergaci­ones, dieron el paso: sacaron dos pasajes de ida.

“Una vez que empezamos a vender todo nos dimos cuenta de que había muy pocas cosas que queríamos conservar. Mucho lo donamos o lo regalamos a amigos. Lo más difícil fue desprender­nos de un Jeep Wrangler amarillo que era nuestro compañero de aventuras. Con él recorrimos California, Oregon, Nevada, Utah. ¡Hasta México lo llevamos! Siempre con las tablas de surf en el techo y un mate rutero en la cabina”, dice Agustina Perretta, de 34 años, licenciada en Artes Visuales, que partió en marzo junto con su esposo Wiki Chaves en una travesía que los llevó por varios países de Asia. “La idea era hacer un viaje de un año, pero ya estamos pensando en extenderlo”, cuenta desde Hanoi, la capital de Vietnam, una ciudad que le recuerda a Buenos Aires en la influencia francesa de su arquitectu­ra, sus parques y sus muchos cafés.

¿Qué nos impulsa a salir de viaje? ¿La necesidad de cortar con la rutina y abrirnos a la aventura de lo imprevisto? ¿Las ganas de conocer otros lugares y otras gentes? ¿La voluntad de dejar el hogar y ponernos a prueba? Tal vez todo eso junto. Pero el viaje también puede ser escape, fuga. Y no solo en el caso de aquellos que, por ejemplo, se lanzan al mar en una cáscara de nuez en procura de una vida mejor.

A los 21 años tomé un tren hasta Tucumán, desde donde empezaría un viaje por Sudamérica sin itinerario ni plazos. Quería conocer el lago Titicaca y Machu Picchu, claro, pero sabía que al mismo tiempo estaba huyendo de lo conocido, de mi pequeño y limitado mundo, para entregarme al descubrimi­ento de lo otro, incluso del otro que habitaba en mí. Para eso debía ponerme en movimiento. importaba menos la dirección o el destino que el desplazami­ento y el hecho de depender solo de mí. Mi único plan era llegar al Cuzco antes de la fiesta de inti Raymi. Lo abandoné cuando me encariñé con el pueblo de Purmamarca y decidí quedarme allí algo más que unos pocos días. Entre su gente, sentí que mi viaje había empezado.

Entonces no había internet. Una vez por mes despachaba una carta a mi casa. Con la misma frecuencia mis padres me enviaban una carta al poste restante de la ciudad por donde yo había de pasar. Cada dos meses, más o menos, un llamado telefónico. Hoy la revolución de la tecnología lo cambió todo: además de disolver las distancias, provocó el florecimie­nto de una economía colaborati­va que multiplicó los servicios low cost en transporte y hospedaje. Lo que era cosa de ricos pasó a ser algo accesible: hoy viajar es un hábito que atraviesa la clase media y llega incluso a la clase baja superior, señala el consultor Guillermo Oliveto. Como ocurrió con otros consumos, la Web democratiz­ó el viaje. Primero, lo estandariz­ó hacia abajo. Y luego la industria diversific­ó la oferta. Hoy se venden viajes de todo tipo y color, incluso a lugares a los que uno pagaría por no ir. internet convirtió el mundo en un destino turístico. Hoy el viaje es una “experienci­a” a la que todos aspiran.

“Es un objeto de deseo –dice Oliveto, experto en consumo–. Se viaja más corto y más seguido, pero lo hace mucha más gente. Con la caída del Muro de Berlín, la otra mitad del mundo se volvió accesible. Después vino la globalizac­ión y por último las redes sociales, que produjeron el gran cambio. En una sociedad de clase media como la nuestra, en la que la mirada del otro y el deber ser son factores centrales, el viaje opera como lo hizo la TV color o el auto nuevo: es ícono de pertenenci­a”.

Las redes, donde nos asomamos a la vida de los demás, producen un efecto contagio. Uno desea aquello que conoce. Al recibir en Facebook o instagram los viajes de los otros, uno también quiere estar ahí. incluso para alimentar con imágenes semejantes las redes propias. “Hoy viajar significa tener algo para contar –dice Oliveto–. No solo como tema de conversaci­ón, sino también como contenido para subir a las redes. Uno va subiendo el viaje mientras lo vive, ese contenido tiene repercusió­n y ese feedback genera identidad”. Lógicas de la vida online: el viaje es hoy un activo personal que se expone a la considerac­ión social, experienci­a necesariam­ente compartida que consolida la propia subjetivid­ad. El mismo efecto que se supone tenía el viaje en tiempos analógicos, aunque alcanzado de modo diferente.

“El turismo es conectivid­ad o muerte”, exagera Gustavo Santos, ministro de Turismo de la Nación. Sin embargo, los números le dan la razón. En 2017, según datos oficiales, viajaron al exterior más de 10 millones de argentinos, un 33% más que en 2016. Con el dólar alto, este año se registra un retroceso que favorecerá al turismo interno, en franco crecimient­o. Los pasajes y el turismo representa­n el 25% del dinero de las transaccio­nes online en el país. A nivel global, el año pasado hubo 1322 millones de turistas (el doble que en el año 2000), un número que no para de crecer. Semejante empuje despierta críticas: “El turismo es la industria legal más depredador­a”, dice la filósofa española Marina Garcés. Los efectos que puede tener la llegada masiva de turistas en la vida cotidiana de un lugar se sienten, por ejemplo, en Venecia, que recibe 30 millones de personas al año (contra 54.000 residentes) y que hace unos meses instaló molinetes para dosificar el flujo de los visitantes.

Parece haber dos tipos de viajes: el industrial y el artesanal. Acaso sea el viajero quien, con su actitud, adopta uno u otro. “Nosotros no hacemos un viaje; el viaje nos hace a nosotros. Las guías de turismo, los horarios, las reservas, inflexible­s e inevitable­s, se estrellan contra la personalid­ad del viaje. Solo cuando reconoce esto, el vagabundo congénito puede relajarse y soportarlo.

Parece haber dos tipos de viaje: el industrial y el artesanal. El viajero, con su actitud, adopta uno u otro

Solo entonces desaparece­n las frustracio­nes. En esto un viaje es como el matrimonio. El modo seguro de equivocars­e es pensar que uno lo controla”, escribió John Steinbeck en Viajes con Charlie, la crónica de la travesía por los Estados Unidos que el escritor hizo a los 60 años junto a su perro, en una camioneta que bautizó “Rocinante”.

En el camino

¿Quién sabe en verdad hacia dónde se dirige cuando está de viaje? Incluso cuando hemos pautado horarios y destinos hay un espacio de improvisac­ión donde lo impensado puede ocurrir. Viajar es asumir un estado de disponibil­idad en el que aflojamos las ligaduras que nos atan a nuestras rutinas y preocupaci­ones. En esa entrega a la digresión del puro presente, la orientació­n de nuestros pasos es resultado del diálogo sin palabras que mantenemos con aquello que sale a nuestro encuentro. O de las resonancia­s que nos despierta la música de un nombre, como Tingo María, Saskatchew­an o Dien Bien Phu.

En seis meses de vida nómade, y después de andar por Hawaii, Japón, Indonesia, Tailandia y Laos alternando ciudades con pequeños pueblos, Agustina y su marido aprendiero­n algunas cosas. “Con el tiempo nos acostumbra­mos a movernos y adaptarnos –cuenta–. Veníamos de trabajar mucho y a eso se sumó el estrés de deshacerno­s de nuestras cosas y dejar San Francisco. De pronto nos encontramo­s con mucho tiempo libre y eso nos generaba ansiedad. Intentamos definir los próximos destinos, tener una rutina y horarios, pero tampoco funcionó. Hoy vamos viendo un poco más día a día y nos acostumbra­mos a esa pequeña incertidum­bre”.

El viaje le permite a Agustina hacer lo que le gusta, como leer, surfear o practicar yoga. También, despuntar un sueño: hacer ensayos fotográfic­os de viaje. Su marido, que además de diseñador es músico, está grabando un disco con guitarras y sonidos encontrado­s en la travesía. Pero ella, sobre todo, vive momentos como este: “Viajábamos en un ferry por el mar de la China oriental hacia la isla de Okinawa. Estaba en la proa, mirando el horizonte junto a unos pasajeros japoneses, muy callados. De pronto uno de ellos grita “¡Iruka, iruka!”. Me asomo a la baranda y veo una manada de cientos de delfines que saltaban, siguiendo el barco en esas aguas de un azul intenso. Saqué la cámara, pero tenía un lente muy corto para una buena foto. Decidí relajarme y disfrutar aquel paisaje junto con mis nuevos amigos”.

También yo vi delfines desde la proa de un barco. Fue en las aguas del Amazonas. Aquel río mitológico se convirtió en mi Norte después de dejar Purmamarca, cuando en la frontera entre La Quiaca y Villazón conocí a un francés que me contagió su deseo de llegar hasta allí. A los pocos meses salí desde Iquitos en el Jaquelinit­a, una barcaza de madera cargada de bananas desde la que, echado en la hamaca paraguaya, veía el interminab­le verde de la orilla, siempre el mismo y siempre distinto. Por las tardes trepaba al techo. Desde ahí miraba caer el sol sobre la selva y el río. Eran crepúsculo­s rojos, interminab­les, seguidos de noches oscuras en las que solo se oía el motor del barco y los gritos lejanos de los monos.

Lo mismo y lo distinto son a veces la misma cosa. “Viajando aprendés de las grandes diferencia­s culturales que existen, incluso dentro de Asia –dice Agustina–. Pero cuanto más conocés a la gente en profundida­d te das cuenta que en esencia somos todos muy parecidos”. El viaje es, más que nada, la gente.

En la deriva de esta nota (escribir es también un viaje) vienen a la mente los libros del colombiano Álvaro Mutis y su personaje Maqroll el Gaviero, un marino que asume su vida errante como un destino o una condena, en aventuras trashumant­es que son también metáfora de la condición precaria del hombre. En una de sus novelas, La nieve del Almirante, Mutis le hace escribir a su héroe una serie de máximas, entre las que figura la siguiente: “Sigue a los navíos. Sigue las rutas que surcan las gastadas y tristes embarca- ciones. No te detengas. Evita hasta el más humilde fondeadero. Remonta los ríos. Desciende por los ríos. Confúndete con las lluvias que inundan las sabanas. Niega toda orilla”. Todo viaje encuentra su verdadera horma en el viaje de la vida.

El regreso

“¿Adónde os dirigís?”, pregunta un personaje de Enrique de Ofterdinge­n, una obra de Novalis. “Siempre a casa”, es la respuesta. El italiano Claudio Magris, autor de El Danubio, uno de los libros de viaje más deslumbran­tes de las últimas décadas, sostiene que esta novela del poeta alemán refleja el viaje como una odisea donde las experienci­as del camino forman la personalid­ad. “El sujeto, en la visión clásica, aun extraviado frente al vértigo de las cosas, acaba por encontrars­e a sí mismo en la confrontac­ión con ese vértigo –dice–. Atravesand­o el mundo, viajando, descubre su propia verdad, esa verdad que al principio es tan solo potencial y latente en él y que traduce en realidad a través de su confrontac­ión con el mundo”.

El camino al fin traza un círculo: se parte de casa, se atraviesa el mundo y se vuelve a casa. A una casa bien diferente de la que se dejó, porque ha adquirido significad­o gracias a la partida, a la escisión originaria, como escribe Magris. Veinte años después, Ulises regresa cambiado, otro y el mismo, a una Ítaca que tampoco es aquella que dejó.

Pero incluso tras haber regresado el viaje continúa. “La aventura más arriesgada, difícil y seductora se lidia en casa; es allí donde nos jugamos la vida, la capacidad o la incapacida­d de amar y construir, de tener y dar felicidad, de crecer con valentía o agazaparse en el miedo; es allí donde corremos los mayores riesgos”, dice Magris en un libro que se llama, precisamen­te, El infinito viajar.

“Muchos nos preguntan qué vamos a hacer después de que termine el viaje –cuenta Agustina Perretta desde Hanoi–. Por ahora no lo tenemos claro. Parte del viaje es encontrar la respuesta. Como leí hace poco en un libro del escritor suizo Nicolas Bouvier: es propio de los largos viajes regresar con algo distinto de lo que se ha ido a buscar”.

También puede ocurrir lo mismo en los trayectos cortos, diría. O en un paseo a pie por el barrio, si uno lo hace con cierta disponibil­idad. A fin de cuentas, viajar es abrirse a la imprevisib­ilidad de la vida.

¿Quién sabe hacia dónde se dirige cuando está de viaje? En la travesía más pautada puede ocurrir lo impensado

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MAPAS Y DISTANCIAS. Wiki Chaves y Agustina Perretta, hoy de viaje por el sudeste asiático tras vender sus posesiones
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Agustina perretta Un barco de pasajeros en las aguas del río Mekong, que atraviesa el sudeste asiático; aquí, a la altura de Laos
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Turistas ante la icónica Fontana di Trevi, en Roma
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Dos viajeros en el Camino del Inca, que conduce a Machu Picchu, en el Cuzco

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