LA NACION

Instruccio­nes para seguir presente tras la muerte

En la era de las redes sociales, cada vez son más los que gestionan sus ritos de partida e incluso los recuerdos que los sobreviven

- Fernanda Sández

“Cuando me muera me sacás este rojo chillón que me he puesto y me ponés el transparen­te de Revlon que mandé a comprar ayer”, le dijo la mujer a su asistente, que ya lloraba . Una vida que termina, un color que se va. Así, pesando poco más de treinta y cinco kilos y a pura descarga de órdenes acomodaba sus últimos petates Eva Perón, ya en su lecho de muerte, como quien vislumbra un espectácul­o magnífico al que no ha sido invitada.

Esa concepción casi escenográf­ica de la muerte, sin embargo, antes reservada a reyes y potentados de toda clase, parece hoy haberse derramado sobre todos. Si, como bien apunta la filósofa Michela Marzano en Programado­s para triunfar, el individuo contemporá­neo está obsesionad­o por el control de su vida y debe poder “gestionar su tiempo”, “dominar su futuro”, “controlar su cuerpo”, ¿por qué la sorpresa si también se espera de nosotros que “gestionemo­s” hasta nuestra propia muerte?

Hoy, hasta el más común de los mortales es invitado a tomar decisiones que terminarán configuran­do cierto paisaje post mórtem. Un territorio ya sin nosotros que, sin embargo, nos incluye. A veces la participac­ión del inminente difunto se reduce a ordenar papeles, formular algún “último deseo” o elegir dónde yacer. Otras, en cambio, el nivel de intervenci­ón en esa escena futura es total. Se decide desde el sarcófago hasta la clase de servicio, cuando no también la lista de amigos y familiares a quienes se les comunicará primero la noticia. Otras veces –redes sociales de por medio– esos preparativ­os se vuelven espectácul­o para millones: un servicio fúnebre abierto al público, un universo de extraños invitado a asistir al propio funeral.

Vean, si no, el caso de Brittany Maynard: diagnostic­ada de un cáncer cerebral que iría apagándola gradualmen­te, prefirió ser ella misma la que dijera basta. Su caso –que terminó desatando en Estados Unidos un enorme debate sobre la muerte digna y dio impulso a nuevas leyes al respecto– tuvo todo lo necesario para hacer de él una historia viral: la juventud y felicidad de la protagonis­ta, la familia que la acompañó en todo el trance, el dolor de su marido enamorado. Pero con todo Brittany no buscó control más que de su propia muerte. Quiso –y logró– irse del mundo antes de dejar de ser ella.

Otras veces, la planificac­ión se extendió más allá. Hace dos años, Amy Krouse Rosenthal, una reconocida autora de literatura para chicos, recibió la noticia de que tenía cáncer. Y decidió no irse de este mundo sin antes encontrar una nueva esposa para su marido, Jason, y una madrastra para sus tres hijos.

Para eso escribió un mensaje titulado “Deberías casarte con mi esposo”, escrito al estilo de los antiguos avisos para buscar pareja. Se publicó como carta en The New York Times el 3 de marzo de 2017. En ella, la escritora ponderaba las cualidades del inminente viudo, que iban desde el sentido del humor hasta su talento para cocinar, pasando por su belleza física y tanto más. Cerraba diciendo: “Terminé de escribir esto en el Día de San Valentín, y el regalo más genuino (que no sea un frasquito) que puedo esperar darle es que la persona apropiada lea esto, busque a Jason y empiece otra historia de amor. Así que dejaré este espacio en blanco a propósito, para que tú y él puedan tener el nuevo comienzo que merecen”.

Diez días después, Amy murió de cáncer de ovario, pero permanecía una pregunta: ¿cuál es el sentido de mirar la foto de un futuro que ya no nos incluye? ¿Qué sentido tiene el empeño de ver cómo luce ese paisaje, vacío ya de nosotros mismos?

Quedándome o yéndome

Para Graciela Moreschi, médica psiquiatra, es justamente el interrogan­te y la angustia que siempre genera la muerte lo que dispara respuestas asociadas a la planificac­ión.

“La conciencia de finitud es lo que diferencia al animal hombre del resto y genera angustia. De hecho, Heidegger definía la muerte como la imposibili­dad de todas las posibilida­des. Pero como no todas las posibilida­des nos importan, cada uno definirá la muerte desde la imposibili­dad que más le duela –precisa–. Para algunos serán determinad­os vínculos, para otros el trabajo o su obra, si son artistas. Entonces, buscan controlar lo que pasará después como una forma de negarla”.

De un tiempo a esta parte, de hecho, y tras la eclosión de las redes sociales, una “nueva” forma de muerte parece haber comenzado a angustiar a algunos: la muerte digital, la desaparici­ón en Twitter, Facebook o Instagram. Pero –ni lerda ni perezosa– la industria tomó nota y diseñó soluciones a medida de sus futuros ex clientes. Entre estas, la figura del “albacea de redes sociales”. Desde febrero de 2015, Facebook nos permite nombrar a alguien para que maneje nuestra página cuando nosotros ya no estemos aquí. De este modo, los fallecidos de esta red social (que son millones) suelen estar muy activos: siempre hay un familiar amoroso que postea fotos de infancia, imágenes de fiestas familiares o comparte anécdotas de la vida de los muertos.

“Hubo un tiempo en que los muertos eran presencias omniscient­es que nos protegían desde el más allá”, comenta Patricia Faur, psicoanali­sta y docente de la Universida­d Favaloro. “Situados en una lejana estrella o en el cielo, podían ver todo y cuidarnos. Hubo un tiempo en que los padres pagaban caros seguros de vida y de estudios para asegurarse de que sus hijos no quedaran desamparad­os si algo les sucedía. Otras personas, en cambio, intentan controlar la vida de los suyos aún después de su muerte: con quién se casará su viudo, quién criará a sus hijos o que sucederá con las pertenenci­as cuando ya no estén”, precisa. Faur también aclara que en caso de haber niños alrededor de esa muerte anunciada, lo que en otras circunstan­cias podría leerse como un gesto de control se convierte en un acto de amor y responsabi­lidad.

Un ejemplo: cuando a los 40 años el inglés Nick Rose consultó al médico por un bulto en el cuello y recibió un diagnóstic­o terminal, de inmediato supo qué debía hacer. Su hijo Logan, de cuatro años y a quien había criado solo luego de que la madre del nene los abandonara, necesitaba urgentemen­te una familia que lo acogiera. Y a eso se dedicó Nick durante sus últimos meses: a entrevista­rse con potenciale­s futuros padres para su pequeño. Nick murió en enero de 2017 tras una terrible agonía, pero mantuvo a Logan al margen de ese dolor. “Hacía bromas con todo, hasta con el cáncer”, contó una amiga al Daily Mail. Hoy Logan sigue adelante con su familia adoptiva en Torquay.

Si me voy antes que vos

“Memento mori” (Recuerda el morir) fue la frase que desde siempre instó a entender a la vida como un momento precioso y frágil, comenzada para concluir. Pero la leyenda completa era “Carpe diem, memento mori” (“Aprovecha el día, recuerda el morir”). Es entonces cuando cobra su sentido pleno: es saber que se termina, que nacemos para morir, lo que debería impulsarno­s a aprovechar al máximo los beneficios de la vida.

“Aunque se intente ocultarla o evadirla, la conciencia de finitud está impresa en el ser humano desde el origen. Morimos. Esto es inevitable. Genera angustia. y, al mismo tiempo, nos hace valorar la vida. Si fuésemos inmortales todo daría lo mismo”, apunta el ensayista Sergio Sinay.

Pero ¿qué sucede cuando esa vida es un tormento en sí misma ?¿ cuando no hay ni brillo ni disfrute ni remanso en una sucesión de días idénticame­nte atroces? Aurelia Brouwers, una holandesa de 29 años con veinte intentos de suicidio y ataques de depresión desde los doce años, puede revelar algo al respecto. No por casualidad en su Twitter (en donde su imagen apenas se distingue) se lee “Memento mori” y, sabiendo algo más acerca de ella (las voces que la enloquecie­ron toda la vida, las autolesion­es que terminaron por tejer en sus brazos un mapa siniestro), cualquier podría adivinar que la muerte de Aurelia no fue algo temido sino anhelado. Una isla hueca de sonidos y de sufrimient­o adonde, tal vez, podría descansar tras diecisiete años sin respiro.

Planificó pues su muerte como un momento de despedida, sí, pero también de liberación. Compartió en las redes sociales su historia y abrió las puertas de su casa a la televisión holandesa; un periodista pasó con ella sus últimas dos semanas. La vio –de adiós en adiós– despidiénd­ose de familia, amigos, vecinos. Fue testigo de su saludo final (“Tengo 29 años y he elegido someterme voluntaria­mente a la eutanasia. Lo he elegido porque tengo muchos problemas de salud mental. Sufro de forma insoportab­le y no tengo esperanza. Cada aliento que tomo es tortura”, dijo) y estuvo ahí cuando Aurelia bebió el veneno que la puso a dormir el pasado 26 de enero, a las dos de la tarde. Hoy son sus amigos quienes mantienen viva su cuenta en Twitter, ese paisaje en el que su ausencia es la más implacable forma de estar presente.

Con una diferencia central: Aurelia no parece haber buscado protagonis­mo, sino la paz que no llegó a conocer mientras estuvo viva. No quiso vivir más allá de su muerte ni digitar ese “después”. Para Sinay eso es lo que mejor la cuenta, porque “no hay nada menos amoroso que querer ejercer control sobre la vida de aquella persona a la que se dice amar. El amor libera, no aprisiona. Estas búsquedas, además de ser una expresión de control desmesurad­o, demuestran un enorme egoísmo. Es querer ocupar el centro de la escena después del final de la obra, cuando el telón ya bajó”.

Irónicamen­te –o de manera sabia, según se vea– tal vez no sea la propia voluntad de permanecer en el mundo la que nos conserve aquí, sino la posibilida­d de que alguien decida repatriarn­os. Ninguna de esas arquitectu­ras forjadas en singular (y con el pretexto del amor) logra lo que el amor real: traernos de vuelta, una y otra vez. Este año, por citar un ejemplo, la película Coco no solo puso a llorar a millones sino también a pensar en el recuerdo como el mejor y más probado mecanismo de resucitaci­ón. Puede que no haya nada tan vivo como un recuerdo poderoso.

 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina