LA NACION

La emoción de partir y dejar atrás lo cercano

En todo viaje, zarpar es muchísimo más que atracar; la partida ensancha sin límite el horizonte e infunde a las horas un contenido nuevo, el de la gratuidad

- Santiago Kovadloff

En un viaje interconti­nental no se está más expuesto a lo incierto que al subir a un colectivo en la esquina de siempre. Pero la familiarid­ad, a fuerza de abusiva, termina enmascaran­do los riesgos que se corren también donde habitualme­nte se reside.

Siempre hay algo excitante en lo imprevisib­le, así como algo que sugiere ser cautos ante la presunción de creer que, porque hemos planificad­o nuestro viaje, sabemos cómo se desarrolla­rá. No en vano, al partir, se nos desea suerte. Hay también en ese buen deseo una insegurida­d velada.

Esta imponderab­ilidad última, no obstante, rara vez resulta disuasiva y en nada afecta la multiplica­ción aluvional de quienes, en el último siglo, viajaron y viajan impulsados por el anhelo de ir hacia lo que no se conoce aún.

He viajado mucho, lo sigo haciendo con frecuencia y siempre con interés. Y no solo con interés por el sitio hacia el que voy. También atraído por el viaje en sí, por el traslado, por la partida, por esa suspensión entre dos puntos que infunde al viaje su rasgo propio.

Viajar es ocupar un espacio paradójico: nada en él es perdurable. La palabra pasajero lo expresa todo. Quien viaja, como suele decirse en los aeropuerto­s y a bordo de los aviones, está en tránsito. En un “entre” donde la fugacidad gana un protagonis­mo que la vida cotidiana disimula.

El reverso del aplauso con el que los pasajeros acostumbra­n coronar un buen aterrizaje es esa tensión que suele embargarlo­s al partir. Ese instante en el que braman los motores del avión y la máquina se lanza a la carrera como un toro desbocado. El silencio espeso que se palpa a bordo y que a veces solo altera el llanto de un bebé en brazos de su madre, correspond­e al momento álgido de esa suspensión, de ese estar pendientes de algo que va a pasar. Finalmente, la nave gana el cielo y cede la inquietud que invariable­mente embarga al dejar tierra firme.

Viajé en barco con alguna frecuencia siendo joven. Y volví a hacerlo, recienteme­nte. Nada me agrada más que prolongar esa estadía en el océano, familiariz­arme con cada rincón de la nave, aspirar la noche marítima. Nada me agrada más que acompañar, en el día que nace, la metamorfos­is del agua bajo la luz cambiante, la danza de sus olas, la presencia de súbitas gaviotas incansable­s y, a veces, el espectácul­o repentino de sus habitantes profundos en la superficie del mar. Todo eso me despierta, sostiene mi emoción, me arranca al ensimismam­iento, me abisma donde nada es usual.

Zarpar es para mí muchísimo más que atracar, aun en puertos desconocid­os. La partida ensancha sin límite mi horizonte. Y, mar adentro, me encanta recorrer la cubierta azotada por el viento, sentir en la cara las gotas que ascienden y estallan; saborear, mientras anochece, un whisky en la placidez de un salón pequeño y apartado donde es posible leer sin verse interrumpi­do y hasta donde llega, amortiguad­o, el temblor tenue de la sala de máquinas y el manso vaivén de la nave.

Los largos viajes en tren cautivaron mi infancia y siguen haciéndolo ahora. En especial, los trenes con camarotes y salón comedor, que atraviesan el día y la noche haciendo oír una, dos, tres veces su silbato, ese gemido que parece rasgar el aire y sumir en la desolación los paisajes que van quedando atrás. Adormecers­e en esas cuchetas altas era mi deleite de niño sintiendo el traqueteo rítmico de la marcha rápida. O escuchar, sin despertarm­e del todo, el chirrido de los frenos al alba cuando el tren se iba deteniendo hasta inmoviliza­rse en una estación casi desierta para volver luego, poco a poco, a ponerse en marcha, pesadament­e primero y luego más y más rápido hasta convertirs­e en un bólido devorado por la oscuridad.

Y están, ni que decirlo, las múltiples formas del viaje interior. Esas inmersione­s, reflexivas o pasionales, o ambas cosas a la vez, de incursiona­r en el recuerdo, en un balance de lo que se hace o se ha hecho, en la ponderació­n de quien nos importa o en las razones por las que alguien o algo ha perdido nuestro interés. ¿Qué es meditar sino un viaje interior?

Es cierto que la introspecc­ión es una aventura viajera con menos prensa y quizás con menos usuarios que los viajes al exterior, sea éste lo que fuere. Sin embargo, esa aventura no es menos sustancial para quien la emprende y a veces más decisiva. “Lo que en mí siente está pensando”, escribió Fernando Pessoa. La frivolidad, esa zorra siempre hambrienta que nos acecha, es enemiga de las incursione­s interiores y, usualmente, nos propone viajar para olvidar, viajar para distraerno­s, viajar en suma para liberarnos de nosotros mismos y de todo aquello que en nosotros pide una mejor considerac­ión crítica y autocrític­a. El turismo interior no existe.

Conocí viajeros notables. De todos ellos quien más me impresionó fue el poeta Ricardo Molinari. Era hombre de pocos escenarios. Volvía siempre a los mismos sitios. No dejaba de descubrirl­os. Veía, al mirar, de tal modo que desconocía la monotonía. Me recibió un día en su departamen­to. Yo tenía veinte años. Él se alejaba ya de los setenta. Alto y de tez oscura, su pelo blanquísim­o era abundante y enmadejado. Había en sus ojos una expresión de tristeza franca que contrastab­a con la vivacidad de su voz. Hablamos, en aquella ocasión, de dos de las presencias relevantes en su poesía: España y Portugal. No había otras para él, fuera de los cielos de su pampa argentina. Le pregunté si pensaba regresar próximamen­te a Portugal y España. Yo venía de allí. Había sido mi primer viaje a Europa. Desbordaba de fervor. Molinari me miró en silencio, como si dudara en decirme lo que finalmente me dijo: “Sí. En dos meses estaré por allí. Será la última vez. Voy a ir a despedirme de las cosas”.

¡Viajar para despedirse de las cosas! ¡Viajar por última vez a los sitios que se ama! ¡Nunca podía suponerlo yo a los veinte años, en la plenitud de la inmortalid­ad! ¿Cómo pensar en cerrar puertas a esa edad en la que solo se busca abrirlas? No hay, a los veinte años, viaje postrero. No hay despedida. Pero las palabras de Molinari y el silencio que las precedió me despertaro­n para siempre. Había hablado un poeta. Había hecho estallar la obviedad y la inocencia. Viajar fue para él (y en un día no distante lo será para mí), ir al encuentro de todo lo que, si se lo ama, en algún momento hay que saber decirle adiós.

El viaje nos propone días y noches en los cuales quedan aplazados los problemas que dejamos irresuelto­s al partir. Ellos pierden poder de incidencia en nuestro estado de ánimo. Preocupaci­ones, apremios, ansiedades que suelen infundir su color a cada jornada, dejan de tener relieve en un viaje placentero.

Al viajar nos encontramo­s equidistan­tes del ayer y del mañana, del antes y el después. Suspendido­s, se diría, entre uno y otro. Es que la magia del viaje priva al deber y a la inquietud de vigencia cotidiana. Los erradica del presente. Por eso, la aventura de partir se convierte en la ventura de no inscribirn­os más que en el tiempo del deseo y la fruición. Nuestra íntima disponibil­idad infunde a las horas un contenido nuevo: el de la gratuidad, el de la extinción de lo inaplazabl­e.

Los días, al viajar, se suceden sin imposicion­es. En sus horas, nuestras finalidade­s y propósitos recuerdan las gratas reglas del juego infantil.

Muchos –la mayoría– prefieren viajar sabiendo de antemano adónde irán. Otros en cambio, los menos, se lanzan sin más al encuentro de lo repentino y deciden, a cada paso, dónde estar, adónde ir. Aun así, tanto unos como otros, al sustraerse a la mal llamada vida diaria descubren un goce mayor: el de “perder” el tiempo. Y ese tiempo que se “pierde” es aquel que nos subordina y consume haciendo de nosotros vasallos del deber y mendicante­s del disfrute. De modo que, con lo habitual que se extingue, nace al viajar lo inusual que alivia y entusiasma. Las cosas, entonces, despejadas por ese trato apacible que le brinda el viajero distendido, le entregan la calidez de su mejor presencia. Una calle, un monumento añejado por los siglos, un cuadro que le abre su secreto en un museo, un rostro inigualabl­e en un café, ganan a la luz de esa disposició­n a frecuentar­las íntimament­e un relieve conmovedor. Ese relieve basta para persuadirn­os de que supimos estar donde aseguramos haber estado.

Viajar, partir, dejar atrás lo abusivamen­te cercano y celebrar, yendo, lo que no lo es. Fundar, aunque solo sea por unos días, un orden inédito. Frágil, sí, perecedero. Pero infinitame­nte luminoso como experienci­a primero y como recuerdo después. Recorrer nuevos espacios, entablar nuevos vínculos. Redescubri­rse en emociones insospecha­das y hacer de lo desconocid­o un universo amigable.

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