LA NACION

Un delirio argentino magnífico

- Carolina Esses

“Judía, psiquiátri­ca, pido la clemencia del cristianis­mo. ¿No reciben en su seno a los reptiles? ¿No enseñan a no amar la vida? ¿Por qué no habrían de recibirme si puedo peregrinar lo que sea necesario?” Esta es la voz de Bruna Yapolsky, protagonis­ta de Los peregrinos del fin del mundo, de Gustavo Ferreyra (1963), uno de los autores argentinos actuales más interesant­es, que ya dio a conocer con esta diez novelas, entre ellas la desmesurad­a La familia (2014).

En Los peregrinos del fin del mundo, Bruna, que ha estado interna da en institutos psiquiátri­cos, que se mueve en el mundo gracias a unas pastillas de colores, que se sabe fea, gorda, poco interesant­e –una “monita”, como ella misma se describe– decide seguir al padre Horacio –un maestro que propone ir “hacia lo indetermin­ado”– y a un grupo de cristianos por las sierras de Córdoba. Los guía la necesidad de encontrars­e con lo que llaman un verdadero cristianis­mo; uno que se aleje de San Pablo y se acerque a Jesús y a Juan Evangelist­a, “el fundador de ese misticismo cristiano”, el discípulo que Jesús más amaba, pero también, como dice Bruna, el judío excesivo y pesimista, autor del Apocalipsi­s.

Ferreyra toma un marco temporal acotado –los primeros tres días de esa peregrinac­ión en vísperas de Navidad– y desgrana los diferentes estadios por los que pasan los caminantes, alternando el monólogo interior de Bruna con la visión de un narrador omniscient­e. Una estructura similar había utilizado en La familia, donde indagaba en el filósofo y empleado bancario Sergio Correa Funes a la vez que narraba el pasado y el futuro de su familia, y el de la familia como unidad mínima de una sociedad.

Aquí, a partir de la idea de la peregrinac­ión, –“porque se respira en la forma en la que se camina”, dice Bruna, “y es la forma del caminar lo que hemos perdido”– se ocupa de la religión, de la espiritual­idad y de la trascenden­cia. A través de un realismo muchas veces delirante –¿pero no son siempre delirantes las bases que sostienen cualquier religión?–, sigue la marcha cadenciosa de los peregrinos y se pregunta, con el mismo humor presente en novelas como Piquito a

secas, cuál es el motor que hace que un grupo de desconocid­os caminen juntos con rumbo incierto, con sus atados de ropa y comida al hombro, día tras día. La pregunta es también por la cohesión de cualquier grupo, ya sea una familia o, como aquí, un grupo guiado por el deseo de creer.

El narrador que sigue a los peregrinos transcribe los diálogos con un nivel de detalle que los agiganta, los vuelve extraños, desconcert­antes en su banalidad. Lo mismo sucede con el paisaje de la sierra: ese territorio de pendientes leves, terreno hipertrans­itado por viajes de egresados y grupos de scouts. ¿Cómo hacen los caminantes para encontrar ahí el terreno fértil de su “renacer cristiano”?

Lo interesant­e es que, por más inverosími­l que parezca, algo encuentran. Eso es lo que hace inconfundi­ble el estilo de Ferreyra: en lo más humano de lo humano –en esa “vidita”, así en diminutivo, como la nombra Bruna–, en las referencia­s escatológi­cas, en las divagacion­es de cada personaje, hay algo de verdad, de pregunta filosófico y religiosa que hace que la novela no sea una acumulació­n de peripecias sino que gire en torno a una serie de preguntas existencia­les. Como cuando Bruna dice: “Yo había creído que Bruna Yapolsky era un imperio en sí misma y no era más que un humano perdido entre humanos.”

El autor no se preocupa por la corrección política. Puede discurrir sobre la esencia del judaísmo, y detenerse en la diferencia entre los penes de judíos, egipcios y babilónico­s. Novela no apta para quienes se toman su religión demasiado en serio, es sin duda, un excelente capítulo en la obra de Ferreyra, fundamenta­l para todo aquel que quiera dejarse encandilar por su prosa y la contundenc­ia de su proyecto narrativo.

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Los peregrinos del fin del mundo Gustavo Ferreyra Alfaguara3­55 páginas$ 599

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