LA NACION

El gran embajador de la argentina

- Carlos M. Reymundo Roberts.

En un país que ha consagrado un papa, una reina y un Messi, el podio de sus celebridad­es de dimensión global ya está completo. Pero en el desfile de las figuras que representa­n lo mejor de ese país no puede estar ausente Manu Ginóbili, que además pelea con Maradona, Fangio, Vilas y Monzón (y Messi, obvio) un lugar en el altar de los más grandes del deporte local.

Manu rompió el molde. Lo lógico hubiese sido pensar que al llegar a la tierra de gigantes de la NBA podía, en todo caso, hacer un buen papel, como venía de hacerlo en Italia. O atravesar ese desafío solo dignamente, saltando de franquicia en franquicia –en cristiano, de equipo en equipo– hasta que su aventura se extinguier­a.

Pero el tipo era uno de los grandes. Nadie lo es, nadie pasa a la historia en este deporte si no te fajás de igual a igual con esos negros monumental­es, rara mezcla de estatuas, delfines y malabarist­as. Él lo hizo desde el primer día, ni bien puso en pie en San Antonio Spurs. A lo largo de 16 años fue un muestrario inagotable de habilidad, enjundia, temperamen­to. Era asombrosa su fortaleza mental y física, su descaro para enfrentar defensas, situacione­s, duelos, momentos límite, jugadas o tiros decisivos.

Todo eso, además, lo pudo replicar en el selecciona­do argentino, como cabeza de la legendaria Generación Dorada.

La otra parte de su leyenda la escribió fuera de la cancha: trabajador, organizado, sencillo, dócil, constante, siempre con ganas de aprender y superarse. Un ejemplo para el vestuario. Alumno predilecto de su entrenador, el gran Popovich. Fueron 16 años jugando en la competenci­a más feroz y exigente del básquet mundial, y no se le conocieron ni escándalos, ni rebeldías, ni caprichos. ¿Quién ha escuchado a un Ginóbili impulsivo o desbordado?

Si tuviese que elegir una faceta por sobre todas las demás, creo que me quedaría con esta última: su profesiona­lidad. Los argentinos podemos ser hábiles, pero acaso no tan constantes; exquisitos, pero no tan disciplina­dos; audaces, pero excediendo los límites. Si a un maestro se le ocurriera un día colgar una foto de Manu en el aula, al menos por un rato, como ejemplo de atleta de elite y modelo de conducta, no sería ninguna herejía.

Lo que maravilla en él es lo que también maravilla, por ejemplo, en Adolfito Cambiaso. Se podría hablar del “compromiso en las sombras”: las horas y horas dedicadas, fuera del rugir de los estadios, a ser mejores, a pegar saltos de calidad, a reinventar­se en la madurez de sus carreras. Son gente que vive de sacrificio en sacrificio, cuidando su cuerpo y huyendo de los excesos. Lo que enamora de alguien como la Peque Pareto no es solo las medallas que gana, sino lo que se esfuerza, su perseveran­cia. Y su educación.

La perfección es algo muy serio como para atribuírse­la a alguien. Ni siquiera a un monstruo sagrado. Pero hay que decir que Manu se acercó a las cumbres del deportista completo, por lo que le vino con su naturaleza –plasticida­d, resistenci­a, temple– y también por su entrega y responsabi­lidad.

Que se corran los más grandes. Que dejen un espacio para este embajador de la Argentina. Que le hagan lugar en el podio al larguiruch­o de la musculosa con el número 20.

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