Un debate largamente postergado
Cuando todavía no se han acallado los ecos del rechazo por parte del Senado al proyecto de ley de interrupción voluntaria del embarazo, puertas adentro de la Iglesia Católica ya se reflexiona sobre los próximos pasos a seguir, ante una discusión pública que se inició meses atrás, pero que promete prolongarse durante bastante tiempo más.
En declaraciones difundidas horas después de la votación, fuentes del Episcopado evaluaron con sensatez que el resultado no ha dejado “nada para celebrar”. Pero reconocieron, además, que la propia Iglesia ha hecho poco hasta el momento “para acompañar los embarazos no deseados, ayudar a las mujeres con problemas a no tener que llegar al extremo del aborto, facilitar la adopción, prevenir el embarazo adolescente, fomentar una paternidad responsable y mejorar el acceso a la salud de las mujeres pobres”. Aceptaron también que “todavía no se ha discutido” cómo se afrontará esta problemática.
Cada una de las cuestiones recién detalladas merece un tratamiento particular, pero quiero referirme en esta oportunidad a un tema que forma parte de un debate que dentro de la Iglesia se encuentra largamente postergado: la regulación de la natalidad y la prevención del embarazo.
En orden a dichos objetivos, la postura oficial se mantiene incólume desde que el papa Pablo VI promulgó, en 1968, la encíclica Humanae Vitae. Este documento surgió como corolario de las conclusiones emanadas de la Comisión para el Estudio de los Problemas de Población, Familia y Natalidad, creada por su predecesor Juan XXIII, frente a la entonces reciente aparición de la “píldora anticonceptiva”.
En aquel momento, la comisión propuso dos textos: el de la mayoría, que aceptaba la anticoncepción por medios químicos o artificiales, y el de la minoría, que promovía la regulación de la paternidad, en las relaciones matrimoniales, a través de los procesos naturales.
Sin embargo, en una decisión que resultó muy controvertida, Pablo VI adoptó el dictamen de minoría, que pasó a ser la doctrina oficial y que se ha mantenido con diversos matices, aunque sin alterar su esencia, hasta la actualidad.
Si hace medio siglo esa decisión provocó polémicas, los cuestionamientos son hoy mucho más generalizados. A la inmensa mayoría de los feligreses –y más aún al resto de la sociedad– le resulta muy difícil de aceptar que un método de regulación de la natalidad sea juzgado como ilícito por considerárselo “antinatural”, cuando existe una infinidad de tratamientos y de medicinas que tampoco son naturales, pero que curan enfermedades graves y prolongan la vida de millones de personas.
Tampoco puede desconocerse que determinadas sustancias presentes en la naturaleza pueden ser dañinas e incluso mortales si no se las procesa. Es decir, se ha hecho del “naturalismo” una regla que se aplica de manera absoluta.
Por otra parte, no es un secreto que los métodos naturales de planificación familiar (Ogino, temperatura basal, Billings, etcétera) han demostrado ser poco eficaces y requieren además diversos conocimientos, metodología y sincronización. Es así que resultan imposibles de implementar para la inmensa mayoría de las parejas, en especial para aquellas que ni siquiera acceden a un nivel mínimo de instrucción escolar.
Actualmente, muchos fieles interpretan que la continuidad de la doctrina sobre este punto revela falta de comprensión por parte de quienes toman ciertas decisiones en la Iglesia, y que por su condición de célibes no sufren las consecuencias del potencial fracaso de los métodos naturales de planificación. Por eso muchísimos laicos no los practican, aunque algunos no los cuestionen abiertamente.
Hace 50 años, los trabajadores medios no sufrían la competitividad, el nivel de estrés y la carga horaria de la mayoría de los empleos actuales, situación que dificulta la manutención y el cuidado de muchos hijos. Ello además del drástico cambio en la posición de la mujer en la sociedad, que ha pasado mayoritariamente de un rol de madre con dedicación exclusiva al hogar a una posición mucho más activa, tanto en el trabajo como en su desarrollo personal.
En síntesis, si lo que se pretende es encontrar soluciones para evitar los embarazos no deseados, que muchas veces ponen a las parejas ante la dramática situación de plantearse la posibilidad de abortar, este es uno de los primeros pasos que la Iglesia Católica debe afrontar con urgencia.