LA NACION

El motín de Sierra Chica. Horror carcelario en su máxima expresión

En la Semana Santa de 1996, un fallido intento de fuga se convirtió en el escenario ideal para que dos grupos antagónico­s pelearan a muerte para resolver sus diferencia­s; no solo tomaron como rehén a una jueza: a los reclusos asesinados los incineraro­n en

- Texto Sol Amaya y Juan M. Trenado

Empanadas de carne humana. La escena de El marginal 2 parece una fantástica trama de horror llevada al extremo. Pero tuvo su inspiració­n en un caso real ocurrido en la Argentina hace 22 años: el sangriento motín del penal de Sierra Chica. Durante ocho días, la realidad superó a la ficción. Cadáveres cremados en la panadería de la cárcel, presos jugando al fútbol con las cabezas de otros y una jueza entre los rehenes fueron solo algunas de las escenas de aquella oscura y dramática Semana Santa de 1996.

Aunque nadie podía imaginar una revuelta marcada por tanta violencia, en los meses previos ya se vivía un ambiente caldeado en las cárceles argentinas. Los presos reclamaban mejoras; había constantes traslados por superpobla­ción, cambios de condicione­s en el régimen de visitas y jefes y agentes penitencia­rios denunciado­s por crueldad.

En ese contexto, Marcelo Brandán Juárez y Jorge Pedraza encabezaro­n una rebelión de 1500 presos. Aunque muchas cuestiones nunca llegaron a esclarecer­se, se determinó que la revuelta se había iniciado tras un frustrado intento de fuga. Eso sirvió de excusa para saldar cuentas pendientes entre dos grupos: el de los Apóstoles, denominado­s así por haber desatado el motín durante la Semana Santa, y el que lideraba otro recluso, Agapito “Gapo” Lencinas.

El motín comenzó a las 14.30 del 30 de marzo cuando Daniel Echeverría, empleado administra­tivo de la oficina de control, estaba frente a su PC. En ese momento ingresó Brandán Juárez y le pidió permiso para utilizar el teléfono público. Luego entró un segundo interno, que mostró un arma y les exigió a los guardiacár­celes que entregaran las suyas.

Otros cuatro reclusos se sumaron y tomaron de rehenes a siete personas. Intentaron trepar el muro para escapar de la cárcel, pero fueron sorprendid­os por el guardia Walter Vivas, que los alejó con varios disparos.

Cerca de las 22 se acercó al penal la jueza de Azul María de las Mercedes Malere, con la intención de negociar con los cabecillas. Pero no hubo posibilida­d de diálogo. La tomaron como rehén y ya no fue un motín más. También quedaron cautivos 10 guardiacár­celes y tres pastores evangelist­as.

Durante toda esa semana las versiones que corrían en las calles de esa ciudad de 5000 habitantes –y tres cárceles con unos 3000 internos– parecían exageradas. O al menos nadie quería dar crédito a semejante relato de violencia.

Pero dentro del penal había un juego macabro, con ajustes de cuentas entre grupos rivales. El motín no parecía motivado por reclamos y era imposible intuir cuándo terminaría la revuelta.

La prensa montó guardia en el bar El Farolito, frente al penal, y una gran cantidad de curiosos se acercó hasta el poblado situado 350 kilómetros al sudoeste de la Capital. Los familiares de los presos organizaro­n ollas populares y acamparon frente a la cárcel.

Dentro del penal 2, de máxima seguridad, construido en 1882 en forma de panóptico y compuesto por 12 pabellones con capacidad para 140 presos cada uno y otros cuatro de hasta 60 internos, la violencia aumentaba. Los familiares de los líderes del motín afirmaban que no había muertos, pero los datos los desmentían. El 3 de abril, la nacion publicó que los cuerpos de

las víctimas habrían sido incinerado­s en la panadería del penal.

Los presos que estaban en contra del motín se refugiaron en la capilla del penal. Entre ellos estaba uno de los pocos que hoy siguen en el penal: Carlos Eduardo Robledo Puch, el Ángel de la Muerte.

El 5 de abril, los cabecillas subieron al techo del pabellón 11 y por primera vez hablaron con la prensa. La foto es histórica. “Si la policía intenta entrar, la primera que muere es la jueza. Queremos que aprueben el petitorio y atiendan a los heridos de bala que tenemos. No hay muertos”, gritó el cabecilla. Era mentira: Agapito Lencinas ya había sido asesinado.

El entonces gobernador Eduardo Duhalde intentó llevar calma. “Para solucionar esto tenemos que esperar a que se desgasten los presos. Solo vamos a reprimir como respuesta a un eventual intento de fuga o para defender las vidas de los rehenes. No hay que agravar la situación”, dijo.

Mientras los presos seguían amotinados, el Servicio Penitencia­rio detectó con radares la construcci­ón de un túnel que traspasaba el muro perimetral. Lo derribaron con 15.000 litros de agua. Afuera seguían las especulaci­ones. Se decía que, sin alimentos, los internos se comían a los gatos.

Recién el 7 de abril, con los presos ya desgastado­s, llegó el final. Entonces se confirmó que siete internos habían “desapareci­do”. Se ordenaron peritajes en la carnicería y la panadería para determinar si los presos habían sido asesinados y, luego, cremados: sí, se hallaron piezas dentales en los hornos. Agapito Lencina, Víctor Gaitán Coronel, Luis Romero Alameda, Daniel Niz Escobar, José Cepeda Pérez, Palomo Polieschuk y Mario Barrionuev­o Vega habían ido a parar al fuego. Además, se confirmó la muerte de Julio Aguiles Maillet, de dos puntazos en el tórax.

Los familiares de los presos confirmaro­n que, efectivame­nte, existieron las empanadas de carne humana. “Mi hermano dijo que vio cuerpos trozados en las ollas de comida y cómo asomaba un cráneo humano”, relató a la nacion el hermano de uno de los internos, el 13 de abril.

Jorge Tonelli, jefe del servicio de investigac­iones técnicas, declaró: “Cuando terminó el motín el penal era un horror, salvo la panadería, que estaba ordenada y con el horno lavado. Cuando llegamos todavía estaba a 80 grados; mi gente entraba por turnos de diez minutos para no asfixiarse”.

Un juicio inédito

Tras la revuelta, los Apóstoles fueron trasladado­s a la cárcel de Caseros, donde protagoniz­aron otro motín, el 25 de mayo de 1999. En noviembre de ese año el Tribunal Oral N° 11 los condenó a penas de entre 7 y 10 años de prisión. Tres meses después comenzó el juicio por lo de Sierra Chica.

Por la peligrosid­ad de los presos, el tribunal se instaló en el penal de máxima seguridad de Melchor Romero. Se usó por primera vez un sistema de transmisió­n de imágenes y audio con los acusados encerrados en tres celdas a unos 200 metros de donde los jueces tomaban las declaracio­nes. En la improvisad­a sala de audiencias había dos cámaras, dos televisore­s, un video-wall y una consola de sonido. El operativo de seguridad demandó unos cien guardias.

Durante el juicio se confirmaro­n las peores versiones. Uno de los presos declaró que había visto los asesinatos y que “todo el que se rebelaba contra los líderes” iba a parar al horno de la panadería. Otro contó que había visto cómo algunos internos jugaban al fútbol con las cabezas de los muertos.

El detalle más escabroso lo dio el guardia Oscar Iturralde, que durante el motín se encargaba de la custodia de los pabellones 9 y 10. Confirmó que con la carne de los cuerpos se preparó relleno para empanadas, que luego se repartiero­n entre los rehenes y el resto de la unidad penitencia­ria. Admitió, con una mueca de asco, que había comido una de ellas.

Según Iturralde, el martes 2 de abril, cuarto día de motín, Miguel “Chiquito” Acevedo le ofreció dos empanadas. Cuando ya había comido una, le preguntó: “¿Estaban ricas?”. Iturralde le contestó: “Un poco dulces, pero ricas”. Acevedo lo miró y lanzó una carcajada antes de gritarle: “¡Te comiste un rocho!”. Desde entonces, a Acevedo lo llamaron el Panadero.

Héctor Cortés, jefe de registros de internos en 1996, escuchó a varios presos decir que estaban comiendo “carne dulce”. Y luego los escuchó gritar: “¡Nos estamos comiendo a Cepeda!”.

El 10 de abril de 2000 Jorge Pedraza, Juan Murguia, Marcelo Brandán, Miguel Acevedo, Víctor Esquivel y Miguel Ángel Ruiz Dávalos fueron condenados a reclusión perpetua. Ariel Acuña, Héctor Galarza, Leonardo Salazar, Oscar Olivera, Mario Troncoso, Héctor Cóccaro, Jaime Pérez y Carlos Gorosito Ibáñez recibieron 15 años de prisión. Daniel Ocanto y Lucio Bricka, 12 años. Guillermo López Blanco computó los seis meses de pena con el tiempo que pasó en prisión preventiva y Alejandro Ramírez fue absuelto.

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Decenas de facas, palos e incluso mazos usados en las sangrienta­s peleas
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Archivo

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