El ejemplo que educa
Tanto los padres como los maestros parecen haber renunciado a ejercer el principio de autoridad, tan necesario, pero también tan devaluado
Atravesando estos vertiginosos días de corridas cambiarias, denuncias, arrepentimientos y sospechas a todo nivel, los adultos hemos de estar atentos a cómo los más jóvenes procesan estas cuestiones. Aquello que se ventila en los tribunales tiene su correlato en lo cotidiano, en lo que la mayoría de los ciudadanos percibimos en nuestro entorno cercano o incluso protagonizamos a diario, aunque sea a mucha menor escala.
Cuando alzamos el dedo inquisidor para cuestionar con una generalización tan improcedente como injusta dirigida a toda la clase política, a todo el empresariado o a todos los integrantes del Poder Judicial, deberíamos tener presentes nuestras propias conductas impropias y cómo estas impactan ejemplificadoramente en nuestros hijos.
Muchos adultos nos desvivimos para que accedan a una buena educación, formándose con los conocimientos y los valores que deseamos para ellos, pero nos acostumbramos a pasar por alto que de octubre a noviembre, por ejemplo, algunos concurran a clase dormidos, cuando no alcoholizados, tras las fiestas de egresados, contrariando el más elemental sentido de responsabilidad. En países como Chile o Brasil, es precisamente en esos últimos meses cuando los alumnos ponen más empeño, pues se juegan su futuro, ya que una prueba final de aptitud define a qué universidad tendrán derecho a postularse.
Cuando minimizamos que los descubran copiándose, relativizando el episodio por considerarlo solo una conducta adolescente; cuando por no llegar a prepararse en tiempo y forma para un examen nos solicitan ayuda para conseguir un certificado médico que los exima de rendirlo, ¿sopesamos debidamente los efectos de nuestras intervenciones?
Sobran los tristes ejemplos, algunos ligados al contrapunto escuela-familia, una dupla que lejos de enfrentarse debiera potenciarse sinérgicamente. Debemos llamar la atención sobre lo devaluado que se encuentra entre nosotros el principio de autoridad bien entendido. Tanto que padres y maestros parecemos en muchos casos haber abdicado de ejercerla, como si fuera renunciable, a veces en nuestro afán por acercarnos a los jóvenes desde un lugar de paridad que lejos está de ser el mejor a la hora de educarlos y formarlos y que termina confundiéndolos. Es prioritario que entiendan a través de sus mayores qué está bien y qué está mal, para que no equivoquen los caminos.
Es sumamente pernicioso que crean que todo da lo mismo y que todo está permitido; que todo debe ser placentero e inmediato, sin esfuerzo ni frustración, sin castigo para quien se sale del carril. En esta especie de epidemia social, nos estamos contagiando. Un sistema de valores absolutamente alterado se viene metiendo en nuestras casas, en nuestras escuelas, en nuestros televisores, en nuestras vidas, inexorable y peligrosamente.
Le preguntaron al árabe AlKhwarizmi, padre del álgebra, que falleció en 850, sobre el valor del ser humano y respondió: “Si tiene ética su valor es igual a uno. Si además es inteligente, agréguele un cero y su valor será 10. Si es rico, súmele otro cero y será 100, y si además es una bella persona, agréguele otro cero y su valor será 1000. Pero si pierde el uno, que corresponde a su ética, solo le quedarán los ceros y habrá perdido todo su valor”.
Es tarea de los adultos fijar los límites; dialogar, pero sin renunciar a la autoridad ni, menos aún, al ejemplo; corregir; frustrar cuando sea necesario; defender la verdad, la honestidad y la ética tanto como el sentido del deber. Y está claro que para ello la palabra sola no basta. Nuestros hijos nos observan en cada una de nuestras batallas cotidianas. Desde la forma en que conducimos nuestro auto, las prioridades que nos rigen, hasta la atención que les prestamos, y una larga lista de actitudes que describen quiénes somos y qué ejemplo real les estamos dando.
Los argentinos asistimos a un momento histórico. Nuestros hijos, o las personas de una u otra manera a nuestro cargo, bien pueden reprocharnos que esta generación, con sus aciertos y sus errores, haya continuado siendo caldo de cultivo para escandalosos desaguisados. No desaprovechemos la oportunidad de conversar con ellos, de hacernos cargo de la responsabilidad que nos cabe en todo esto, aunque sea para muchos solo algo tangencial o lejano. De esta manera, estaremos contribuyendo a sentar las bases de un futuro distinto para ellos y para nuestro país. Hagámonos cargo y empecemos por darles el mejor de los ejemplos: el nuestro.