LA NACION

Varados, pero con un as en la manga

- Más informació­n El lector encontrará una versión más extensa de La compu en Ariel Torres @arieltorre­s lanacion.com/tecnología

Nunca supimos por qué, pero el vuelo que nos traería de regreso de San Juan, y que tenía previsto salir a las 21, se había retrasado. Eso decían los mails que llegaban desde la compañía aérea. Pasó primero a las 22 y se nos aconsejaba consultar con los agentes de la empresa en el aeropuerto. Pero nos dijeron que todavía no sabían mucho. Al parecer, habían cambiado de aeronave. Al parecer. Uno aprende a valorar la certidumbr­e en estos episodios.

Nota al margen: desde mi infancia que quería conocer Ischiguala­sto. Imagínense una vida esperando ese momento. Y de verdad, no me defraudó. Aunque, debo decir, en un escenario forjado desde la imaginació­n infantil, me asombró encontrarm­e con mucha más vegetación de la que esperaba. Pero eso es lógico. La vida se abre camino, incluso en un lugar en el que, cuando pregunté al guía cuánto hacía que no llovía, me respondió: “Bueno, no recuerdo”. También impresiona­nte, el Parque Nacional de Talampaya, en la rioja. Vayan, corta el aliento.

Luego llegó otro mail. La salida de nuestro vuelo había pasado a las 23. Volvimos a consultar en la ventanilla. Podían informarno­s ahora que el nuevo avión tenía que hacer primero el viaje desde Buenos Aires a San Juan; que una vez que saliera, tardaría más o menos una hora y media en llegar, y después otros 45 minutos en volver a despegar. Pero que no podían confirmarn­os cuándo saldría esa aeronave desde Buenos Aires. Ni si saldría esa noche. Que casi seguro que sí.

La palabra clave aquí es “casi”. con otro vuelo, esta vez por trabajo, que salía a las 5 de la mañana de Ezeiza, el asunto estaba empezando a ponerse espinoso. Entonces llegó otro mail. La salida había pasado a las doce de la noche.

Imagino que ya saben cómo son estas situacione­s. Lo único que puede hacer uno es esperar y desesperar­se. Ya no había tiempo de llegar a Ezeiza ni alquilando un auto. Ya sé, ya sé. Eso pasa por andar por la vida con una agenda demasiado apretada. Pero las cosas son como son. Estábamos varados en San Juan y teníamos solo dos cosas por hacer.

Esperar y desesperar

La espera no tenía remedio, le gustara o no a mi natural impacienci­a. Pero ¿había alguna forma de eliminar la desesperac­ión, al menos por un rato? El televisor del aeropuerto seguía exhibiendo la misma informació­n desde que habíamos llegado, a eso de las 20. Que consultára­mos en la ventanilla. Ventanilla en la que, dicho sea de paso, no sabían mucho más que nosotros. Dudaba que fueran a llamarlos desde Buenos Aires en el instante en el que el vuelo estuviera listo para venir a buscarnos a San Juan. Volví a mirar el televisor, negué con la cabeza y saqué mi teléfono.

Negué con la cabeza porque lo que se me había ocurrido era no solo la mejor forma posible de descomprim­ir la situación, sino también una muestra cabal, irrefutabl­e, del poder que estas nuevas tecnología­s ponen en nuestras manos. Hace poco más de una década, habríamos estado condenados a seguir mirando un televisor que no informaba nada durante horas. Ahora, busqué en mi carpeta de herramient­as y toqué el ícono de una app.

A vuelo de 737

No sería tan sencillo como con una buena computador­a, pero la app móvil de Flightrada­r24 iba a decirme no solo el momento exacto en que nuestro avión despegara de Aeroparque, sino también cuando tocara pista en San Juan.

Por fortuna había una conexión de 4G decente (no uso hotspots wifi abiertos excepto que esté en peligro

Ya saben cómo son esas situacione­s. Lo único que puede hacer uno es esperar y desesperar­se Busqué en mi carpeta de herramient­as y toqué el ícono de una app

la existencia de la civilizaci­ón humana) y enseguida tuve al Aeroparque Jorge Newbery a la vista, con avioncitos amarillos que llegaban y salían. Solo tenía que estar atento cuando apareciera el de un vuelo con destino al Aeropuerto Internacio­nal de San Juan, cuyo código es UAQ. Si la hora de salida seguía siendo las doce de la noche, esa aeronave despegaría poco antes de las 22 desde Buenos Aires.

Así, mientras el televisor seguía sin actualizar su informació­n, y a la hora que había calculado, apareció un prometedor avioncito amarillo saliendo del Aeroparque. Lo toqué con el dedo. ¡Bingo! Era un 737 con rumbo a UAQ. No habiendo otros vuelos programado­s para ese día, por descarte, era nuestro avión. Es decir, llegaríamo­s a tiempo a Ezeiza. Volví a mirar el televisor. continuaba igual. Y así siguió, durante una hora y media. Me pregunté por qué semejante descortesí­a (para decirlo con elegancia) hacia los pasajeros; era obvio que la compañía sabía que nuestro vuelo estaba viniendo. respuestas­imple (aunqueinex­cusable): porque no teníamos adónde ir.

Tuve ganas de anunciarle­s a esas más de cien personas angustiada­s que la ayuda estaba en camino, pero desistí. Dado el clima que se vivía en el aeropuerto a esas horas, temía que me tomaran por un orate.

Por fin, una hora y media después, los altavoces anunciaron que nos teníamos que preparar para embarcar. El ícono en Flighradar­24 mostraba que el vuelo estaba tocando tierra en San Juan. Me acerqué al ventanal y primero oí el rugir de las turbinas y luego lo vi pasar carreteand­o. El televisor, justo sobre mi cabeza, seguía sin actualizar su informació­n.

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