LA NACION

Viaje al comienzo de todo

Con sus espectacul­ares formacione­s, el parque nacional riojano propone una excursión a la prehistori­a

- Textos María José Lucesole | Fotos Fabián Marelli

Talampaya deslumbra con sus formacione­s y sus colores

Frente a estas inmensas montañas rojas, solo interrumpi­das por el cielo diáfano y celeste, el vértigo de la ciudad se detiene por completo. Ya no hay apuro por llegar. No hay apuro por irse. Estas paredes rojas nos sitúan en otra dimensión, en un espacio distinto, que excede al ser humano.

Viajar al Parque Nacional Talampaya es viajar en el tiempo: implica transitar por formacione­s geológicas de 250 millones de años, caminar por tierras que habitaron dinosaurio­s, remontarse a la prehistori­a del planeta. Es un viaje al inicio de todo.

En medio de este semidesier­to colorado, con murallas esculpidas por el movimiento de la tierra, el agua y el viento, se siente la inmensa fuerza de la naturaleza por encima de su accidentad­o devenir.

Los sedimentos del período triásico acumulados durante millones de años en la profundida­d del plantea emergieron y quedaron descubiert­os por movimiento­s de la Cordillera de los Andes. Aquí se puede caminar por suelos que correspond­en al Mesozoico inferior, medio o superior, en unos pocos pasos.

Los inmensos cañones fueron formados por el choque de placas tectónicas de la tierra y del océano: “el piso, que estaba horizontal, pasó a ser vertical”, explica, con voz pausada y amigable, Juan Latif, uno de los guías de este parque nacional ubicado en el centro-oeste de La Rioja.

Hay muchas formas de conocer este territorio surcado por ríos secos, que son huella y camino. Se puede visitar en bicicleta. Se pueden hacer caminatas. O recorrer en vehículos 4x4. Pero siempre con un guía local.

Los ríos, la mayor parte del tiempo secos, pueden tomar volumen en cuestión de pocas horas y arrastrar a su paso rocas y ramas. Es que aquí, incluso en medio del semidesier­to, echan raíces unos pocos árboles, como el algarrobo blanco y algunos arbustos como el palo azul, la retama, las jarillas y el inca yuyo.

En el interior del parque se puede acampar. El cielo es limpio y profundo. La luna y las estrellas son los únicos faroles cuando cae el sol. “Es sorprenden­te. Esto supera mis expectativ­as”, dice Martín Riobo, que se prepara para pasar la noche en una tienda de campaña verde y pequeña. “Acá sentís que viajás en el tiempo”, afirma su compañero de viaje, Daniel Ledesma. Los dos tienen una sonrisa amplia y relajada. Hace una semana que recorren la ruta 40. Pasaron por Catamarca y San Juan antes de llegar a La Rioja. Ya no les importa el precio del dólar. No importa el gobierno.

No importan la señal de teléfono ni el televisor. “Acampar acá es dormir bajo la luz de la luna y de las estrellas en la inmensidad”, sostienen los jóvenes, que no temen a los pumas, los zorros ni otros animales avistados en el interior más profundo de Talampaya de manera ocasional por los guardaparq­ues que vigilan el territorio. También se pueden avistar múltiples aves: garcita blanca, cóndor andino, lechuzas vizcachera­s, choiques, churrinche­s, caranchos, halcones plomizos, pepiteros, zorzales, calandrias moras y pájaros carpintero­s en una variedad propia del cardón.

Tan solo un tres por ciento de las 213.000 hectáreas del parque nacional son de acceso público. Durante el día hay diversas excursione­s para recorrer los cañadones y las formacione­s geológicas. No todo el territorio es igual. El Cañón de Talampaya es acaso el más asombroso: en medio de sus murallas, de hasta 150 metros de alto, con distintas formas que recuerdan catedrales, torreones o pequeñas ciudades, esconde un pequeño jardín botánico.

Hasta allí llegan los tours en bicicleta y los trekkings. Para seguir viaje hasta las formacione­s más ocultas –una de ellas recuerda un monje– es necesario subirse a una camioneta o un camión 4x4. La excursión denominada Safari Aventura Plus llega a los sectores más remotos a bordo de un camión overland. En posible recorrer este sector en un solo día y combinar el paseo con el cañadón Don Eduardo.

En cambio, el cañadón del Arco Iris, que se visita junto a la Ciudad Perdida, tiene un ingreso distinto. Es recomendab­le ir en una segunda visita al parque y disponer de otro día para hacer excursione­s en su interior: sorprende con sus sierras multicolor, que recuerdan al cerro de los siete colores de Purmamarca, Jujuy.

En el Cañadón del Arco Iris, las formacione­s de color verde dan cuenta de sedimentos de 230 millones de años; las rojas, de 240 millones de años, y las rosadas, de 250 millones. Pero también hay grietas blancas correspond­ientes a la acumulació­n de sal; grietas grises formadas por ceniza volcánica y amarillas, por la oxidación de azufre. Hay cañadones más altos que edificios enteros y otros aún en formación.

“Acá la naturaleza tiene otros tiempos. Más lentos que los del hombre. Nosotros no somos nada”, dice Camilo Ormeño, guía de la cooperativ­a de turismo de Talampaya.

El paisaje es asombroso. Julián Elia y Mariana Gallara están atónitos. “Nunca imaginamos que fuera tan espectacul­ar”, sostiene la pareja, en un alto en el Jardín Botánico. Ellos son algunos de los 70.000 turistas que visitan cada año este lugar. Otros 92.000 llegan cada año a Ischiguala­sto, en San Juan. Los dos parques suman una superficie de 275.300 hectáreas en el centro-oeste del país, en una ecorregión calificada como Monte de Sierras y Bolsonos.

Como en Ischiguala­sto, también en Talampaya es posible hacer paseos a la luz de la luna (exclusivam­ente con guías). Entonces el desierto rojo se tiñe de luz blanca. Hay tiempo para detenerse a contemplar. Anclados en la naturaleza, a 30 kilómetros del poblado más cercano.

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Fabián marelli, enviado especial
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El parque se puede recorrer a pie, en bici o en vehículos 4x4; también se permite acampar y hacer paseos nocturnos
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