El diario secreto de Emilio Miró
Reticente a las imprecisiones de los biógrafos, dados muchas veces a la exaltación excesiva por rutinaria complacencia o falta de carácter, Emilio Miró quiso dejarles las cosas claras a los improbables arqueólogos que en el futuro desearan exhumar su historia. Cuando supo que transitaba sus últimas horas, dejó minuciosamente escrito el aviso fúnebre que habría de avisarles a sus vecinos la hora de su muerte. Las dos frases breves con que eligió comenzar esa participación social fueron doblemente lapidarias: clausuraba su vida y, sobre todo, cancelaba toda discusión sobre su paso discreto por el mundo:
“Hijo de Pilar y Emilio. Ha dejado este mundo sin haber aportado nada de interés”.
El categórico adiós de Emilio Miró despertó la curiosidad de toda España. Si se salvan la imaginación y el cinismo de los humoristas o los hombres de ingenio, capaces de menospreciarse a sí mismos con una mal disimulada vanidad, no hay quien se niegue a que en la despedida postrera se ensalcen sus dones, con esa desmesura que es tan habitual entre los grandes necrólogos. Nadie quiere, ni durante la misa de difuntos ni en la letra inalterable de los periódicos reservados a la posteridad, escuchar la verdad.
La historia está contada fantásticamente por Oriol Querol Ferré en el hilo de una red social que es la comprobación de que la literatura empieza a encontrar nuevas formas narrativas y de que, en medio de los abundantes desperdicios de la escritura digital, puede el lector solazarse con pequeñas gemas. En esa serie de piezas breves, el periodista catalán recuerda el día en que, mientras curioseaba naderías en los encantes de Barcelona, uno de esos mercados de antigüedades adonde vamos a reencontrarnos con los fantasmas de un pasado que nos es ajeno, le llamó de pronto la atención un lote en el que se amontonaban los objetos que habían marcado una vida: cuadros, discos, libros, películas, papeles sueltos, un ventilador de mesa, elementos de un laboratorio químico, archivos de diarios ordenados con el escrúpulo reservado a las hemerotecas, un sombrero de copa y otro montón de chucherías, en verdad nada muy distinto del resto de las colecciones que se apilan en esos cementerios. En medio del revoltijo, había un gran cantidad de papeles, anotados a mano muchos de ellos y otros mecanografiados. Al sabueso de infalible olfato lo tentó abismarse en esa niebla de palabras, aunque ni en el mejor de sus sueños imaginaba adónde lo conduciría. Era el diario privado de Emilio Miró.
Lo que siguió fue una pesquisa en esas anotaciones íntimas. Querol recordó los datos que dos deudos del difunto habían ofrecido durante una entrevista concedida a la Televisión Española cuando el caso cobró notoriedad: hombre culto y químico de profesión, cargaba con una malformación física (una joroba) que acentuaba su naturaleza algo huraña. Convertido súbitamente en el biógrafo de un hombre gris y nada memorable, según propia confesión, Querol creyó seguir las variaciones del ánimo de su criatura, que a medida que él se adentraba en esos textos iba lentamente aislándose del mundo, replegándose sobre sí, dejando en esas memorias secretas débiles aunque incontrastables señales de un espíritu cada día más atormentado. Junto a ese carácter lúgubre, que se acentuaba con el paso de los años, crecían en el diario las preguntas sobre Dios. Emilio Miró había sido educado en un colegio de curas en la década del 50. Dos piezas de la colección revelaban ese pasado religioso: el primero era la libreta que registra su paso por el Colegio Jesús, María y José, donde recibió castigo de los curas; el otro testimonio era una tarjeta con la que, en un estilo ceremonial propio de ese tiempo ya remoto, invitaba a que se visitara su pesebre. Esa fe, sin embargo, habría tenido momentos de flaqueza hacia el final de sus días, cuando sin ceder al agnosticismo, según consta, se permitió interrogarse sobre Dios.
El diario tenía como destinataria a la mujer de la que Emilio Miró había estado enamorado cuando tenía veinte años. Fue un amor secreto y no correspondido. Era una prima suya, que muchos años después viajó a Cataluña para presentarle a su marido. Querol quiso cerrar la historia con un gesto propio del romanticismo: le llevó personalmente las memorias, que ella leyó conmovida y encuadernó para preservarlas del desgaste y del olvido.
Emilio Miró murió solo, apenas con tiempo suficiente para escribir el aviso fúnebre que anotició a
PLAYLIST
Mientras escribí este texto, escuché: Catalonian Fire, Tete Montoliu Trio;
Piano in The Fore-Ground, Duke Ellington;
Bill Evans Trio At Shelly’s Manne-Hole
Quiso dejarles las cosas claras a los improbables arqueólogos que desearan exhumar su historia