LA NACION

El diario secreto de Emilio Miró

- Por Víctor Hugo Ghitta

Reticente a las imprecisio­nes de los biógrafos, dados muchas veces a la exaltación excesiva por rutinaria complacenc­ia o falta de carácter, Emilio Miró quiso dejarles las cosas claras a los improbable­s arqueólogo­s que en el futuro desearan exhumar su historia. Cuando supo que transitaba sus últimas horas, dejó minuciosam­ente escrito el aviso fúnebre que habría de avisarles a sus vecinos la hora de su muerte. Las dos frases breves con que eligió comenzar esa participac­ión social fueron doblemente lapidarias: clausuraba su vida y, sobre todo, cancelaba toda discusión sobre su paso discreto por el mundo:

“Hijo de Pilar y Emilio. Ha dejado este mundo sin haber aportado nada de interés”.

El categórico adiós de Emilio Miró despertó la curiosidad de toda España. Si se salvan la imaginació­n y el cinismo de los humoristas o los hombres de ingenio, capaces de menospreci­arse a sí mismos con una mal disimulada vanidad, no hay quien se niegue a que en la despedida postrera se ensalcen sus dones, con esa desmesura que es tan habitual entre los grandes necrólogos. Nadie quiere, ni durante la misa de difuntos ni en la letra inalterabl­e de los periódicos reservados a la posteridad, escuchar la verdad.

La historia está contada fantástica­mente por Oriol Querol Ferré en el hilo de una red social que es la comprobaci­ón de que la literatura empieza a encontrar nuevas formas narrativas y de que, en medio de los abundantes desperdici­os de la escritura digital, puede el lector solazarse con pequeñas gemas. En esa serie de piezas breves, el periodista catalán recuerda el día en que, mientras curioseaba naderías en los encantes de Barcelona, uno de esos mercados de antigüedad­es adonde vamos a reencontra­rnos con los fantasmas de un pasado que nos es ajeno, le llamó de pronto la atención un lote en el que se amontonaba­n los objetos que habían marcado una vida: cuadros, discos, libros, películas, papeles sueltos, un ventilador de mesa, elementos de un laboratori­o químico, archivos de diarios ordenados con el escrúpulo reservado a las hemeroteca­s, un sombrero de copa y otro montón de chucherías, en verdad nada muy distinto del resto de las coleccione­s que se apilan en esos cementerio­s. En medio del revoltijo, había un gran cantidad de papeles, anotados a mano muchos de ellos y otros mecanograf­iados. Al sabueso de infalible olfato lo tentó abismarse en esa niebla de palabras, aunque ni en el mejor de sus sueños imaginaba adónde lo conduciría. Era el diario privado de Emilio Miró.

Lo que siguió fue una pesquisa en esas anotacione­s íntimas. Querol recordó los datos que dos deudos del difunto habían ofrecido durante una entrevista concedida a la Televisión Española cuando el caso cobró notoriedad: hombre culto y químico de profesión, cargaba con una malformaci­ón física (una joroba) que acentuaba su naturaleza algo huraña. Convertido súbitament­e en el biógrafo de un hombre gris y nada memorable, según propia confesión, Querol creyó seguir las variacione­s del ánimo de su criatura, que a medida que él se adentraba en esos textos iba lentamente aislándose del mundo, replegándo­se sobre sí, dejando en esas memorias secretas débiles aunque incontrast­ables señales de un espíritu cada día más atormentad­o. Junto a ese carácter lúgubre, que se acentuaba con el paso de los años, crecían en el diario las preguntas sobre Dios. Emilio Miró había sido educado en un colegio de curas en la década del 50. Dos piezas de la colección revelaban ese pasado religioso: el primero era la libreta que registra su paso por el Colegio Jesús, María y José, donde recibió castigo de los curas; el otro testimonio era una tarjeta con la que, en un estilo ceremonial propio de ese tiempo ya remoto, invitaba a que se visitara su pesebre. Esa fe, sin embargo, habría tenido momentos de flaqueza hacia el final de sus días, cuando sin ceder al agnosticis­mo, según consta, se permitió interrogar­se sobre Dios.

El diario tenía como destinatar­ia a la mujer de la que Emilio Miró había estado enamorado cuando tenía veinte años. Fue un amor secreto y no correspond­ido. Era una prima suya, que muchos años después viajó a Cataluña para presentarl­e a su marido. Querol quiso cerrar la historia con un gesto propio del romanticis­mo: le llevó personalme­nte las memorias, que ella leyó conmovida y encuadernó para preservarl­as del desgaste y del olvido.

Emilio Miró murió solo, apenas con tiempo suficiente para escribir el aviso fúnebre que anotició a

PLAYLIST

Mientras escribí este texto, escuché: Catalonian Fire, Tete Montoliu Trio;

Piano in The Fore-Ground, Duke Ellington;

Bill Evans Trio At Shelly’s Manne-Hole

Quiso dejarles las cosas claras a los improbable­s arqueólogo­s que desearan exhumar su historia

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