LA NACION

EL BARRIO LAS LETRAS Y OTRAS BONITAS PÁGINAS DE LA CAPITAL

españa. El triángulo delimitado por la Calle de Alcalá, la de Atocha y el Paseo del Prado es un delicioso circuito entre grandes obras y pequeñas anécdotas de Cervantes, Lope de Vega y otras plumas del Siglo de Oro

- Pierre dumas PARA LA NACION

La recordada movida madrileña, en los años 80, está lejos de haber sido la única en la historia de esta ciudad. Unos cuantos siglos antes, la capital española –capital entonces de un imperio que cruzaba el Atlántico y se imponía en el Nuevo Mundo con el Evangelio y con la espada, pero también con el idioma– fue el epicentro de una movida literaria que hoy se estudia con un nombre pomposo: el Siglo de Oro.

Por entonces no era un movimiento de manuales de literatura: era una movida hecha por hombres de carne y hueso, escritores geniales, pero también maestros en la rivalidad a toda prueba. Aquella historia se puede reconstrui­r paseando por el Barrio de las Huertas, mejor conocido como Barrio de las Musas o de las Letras. Lo atraviesa la Calle de las Huertas, que antiguamen­te llevaba del centro de las huertas del Prado y hoy exhibe en el pavimento citas de los grandes autores españoles, de Gustavo Adolfo Bécquer a Jacinto Benavente.

Enemigos y vecinos

Quiere la ironía que en la Calle de Cervantes se encuentre la Casa de Lope de Vega: es que los dos eran enemigos poco cordiales. La antigua morada del fénix de los ingenios es un museo que revive hoy la vida tal como era en el Siglo de Oro, huerto incluido.

Menos suerte tuvo la antigua casa de Cervantes: en 1833 fue demolida por su propietari­o y ni el rey Fernando VII pudo convencerl­o de dejarla en pie. Lo que queda es una placa que recuerda al autor del Quijote, y el nombre mismo que se le dio a la calle. Por las dudas, su enemigo literario también tiene una con su nombre, pero para evitar cruces indeseados, las calles de Cervantes y Lope de Vega son paralelas.

En esta última hay otro lugar clave de esta ruta literaria: es el Convento de las Trinitaria­s Descalzas. Como fueron los monjes trinitario­s quienes reunieron el dinero para rescatar a Cervantes de su prisión en Argel, el novelista pediría en señal de agradecimi­ento ser enterrado en esta iglesia. Allí fueron hallados sus restos y se encuentra su tumba.

Y en este mismo convento vivió Marcela de San Félix, hija de Lope de Vega: se cuenta que, a la muerte de su padre, el cortejo fúnebre pasó al pie del monasterio para que, desde una ventana, su hija pudiera darle su último adiós.

Mentideros y teatros

Muy cerca, un nuevo hito: la imprenta de Juan de la Cuesta, donde se imprimió en 1605 la primera edición del Quijote. Allí funciona hoy la Sociedad Cervantina, que exhibe una réplica de la imprenta de tipos móviles utilizada para aquella impresión.

Si Cervantes y Lope de Vega se detestaban, Quevedo y Góngora no les iban muy atrás. El Manco de Lepanto admiraba a Góngora, pero no se puede decir que lo mismo hiciera Quevedo, que en 1620 adquirió en Madrid un piso en la entonces Calle del Niño y echó al inquilino con ganas: era precisamen­te Luis de Góngora. Los dimes y diretes de aquella generación y las anteriores se alimentaba­n sin duda en el Mentidero de Representa­ntes, el significat­ivo nombre que se le daba a una suerte de tertulia de actores, directores y autores de teatro que funcionó desde el siglo XVI hasta el XIX.

Siempre en el Barrio de las Letras, se encuentran el Teatro de la Comedia –sede de la Compañía Nacional de Teatro Clásico y el lugar que hay que conocer si se quiere asistir a una puesta escena de los grandes autores españoles– y el Teatro Español, heredero del Corral del Príncipe, en la Plaza de Santa Ana. Porque eso eran los teatros por aquel entonces: un corral de vecinos, un patio habilitado para una puesta en escena entre las casas de los residentes.

También por eso era habitual el teatro ambulante, que tuvo su mundo propio y una larga vida hasta que los escenarios se hicieron sedentario­s. El Teatro Español tiene un linaje ilustre: aquí estrenaron sus obras de Calderón de la Barca a Tirso de Molina, de Federico García Lorca a Jacinto Benavente. Pero naturalmen­te también tenía su rival: era el Teatro de la Cruz, que estaba ubicado justo enfrente.

Quien hoy mira hacia el teatro es Federico García Lorca, desde la estatua ubicada en la Plaza de Santa Ana (un poco más lejos está también la estatua de Calderón de la Barca). En la Cervecería Alemana, a pocos metros, solían reunirse Lorca, Salvador Dalí y varios escritores de la Generación del 27.

Dejando la plaza, sobre la Calle del Prado se encuentra el Ateneo de Madrid, que vio pasar desde premios Nobel a ministros, de filósofos a presidente­s de gobierno. El primer socio de la institució­n fue el periodista Mariano José de Larra, en 1836: le seguirían muchos otros ilustres, desde el propio Lorca a Miguel de Unamuno a Ramón Menéndez-Pidal.

Su Galería de Retratos –desde allí observa al visitante Larra, pero también Antonio Machado– es un recordator­io de los nombres que signaron la evolución del pensamient­o y la cultura española durante los últimos dos siglos.

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García Lorca, firme en la plaza de santa ana y frente al teatro Español
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