LA NACION

El riesgo de las profecías autocumpli­das

La gran crisis de principios de siglo generó nuevos actores y condicione­s que Cambiemos debería considerar si busca dejar atrás el modelo gerencial y apostar al trabajo político

- Columbia University (@VickyMuril­loNYC) M. Victoria Murillo

El pasado sesga nuestros juicios –el que se quema con leche ve una vaca y llora– y eso hace que, ante la crisis, en la Argentina aparezcan los temores de que el Presidente no termine su mandato, como en las crisis vividas en 1989 y 2001.

Las profecías autocumpli­das son un terrible enemigo de la Argentina. Sin embargo, hay que marcar diferencia­s. Tanto en 1987 como, más aún, en 2001, el gobierno había perdido la elección de medio término y había salido debilitado no solo frente a la opinión pública, sino también en cuanto a la legitimida­d de su mandato. Cambiemos logró una primera minoría en la elección de medio término en 2017, si bien ha licuado una parte significat­iva de ese apoyo popular en los últimos tiempos. De todos modos, no tiene una elección enfrente hasta la presidenci­al, que dará una opción de gobierno, y ya viene más acostumbra­do a negociar en el Congreso por su origen como gobierno minoritari­o. El gobierno de De la Rúa también era de coalición, pero la Alianza ya se había roto con la renuncia del Chacho Álvarez a la vicepresid­encia, en octubre de 2000. Cambiemos, en cambio, más allá de los berrinches de los radicales que buscan alejarse y los ataques de Lilita Carrió, se ha mantenido en pie como coalición, en gran parte porque los radicales no tienen cómo reciclarse. Esta continuida­d de la coalición es crucial para el Gobierno en este momento crítico para mantener su credibilid­ad tanto interna como externa.

Pero la crisis de 2001 no solo afecta nuestras percepcion­es actuales, sino que también modificó nuestro sistema de partidos de una forma singular respecto del resto de la región. Mientras que la mayoría de los partidos populistas latinoamer­icanos que adoptaron reformas promercado desapareci­eron junto con los sistemas de partido que habían nacido tras las transicion­es democrátic­as, en la Argentina la crisis política que desató el “que se vayan todos” tuvo un desenlace diferente. La fragmentac­ión liquidó a la UCR como opción nacional y dejó huérfanos a sus votantes, como señaló Juan Carlos Torre, pero el PJ logró recomponer­se más rápidament­e y se erigió en némesis de su anterior reencarnac­ión neoliberal. Mientras que Ecuador, Perú, Venezuela y Bolivia vieron sucumbir a sus partidos políticos tradiciona­les (al igual que Colombia), el PJ no solo pudo sobrevivir, como el PRI –ambos apoyados en una base popular y la territoria­lidad que les permitió el federalism­o–, sino que fue el único que también pudo presentars­e como alternativ­a a sí mismo. Esta reconversi­ón pudo lograrse gracias al liderazgo de Néstor y Cristina Kirchner, ayudados por los precios altos de las materias primas para presentar una alternativ­a de crecimient­o con distribuci­ón de recursos. Sin embargo, este proceso tuvo consecuenc­ias de largo plazo en la constituci­ón del peronismo, que hasta ahora nunca superó su evidente fragmentac­ión en las elecciones de 2003. Una fragmentac­ión que se transformó en una constante organizaci­onal desde 2009 y fue clave para la victoria de Cambiemos en 2015 y para su inesperado éxito en las elecciones legislativ­as de 2017.

Es esta misma fragmentac­ión la que también explica la falta de un eje opositor frente a la crisis actual. Cristina Fernández de Kirchner divide el PJ como nadie lo hizo antes porque conserva más apoyo popular que ninguno de los dirigentes “racionales” y porque en Unidad Ciudadana construyó la transversa­lidad de la que Néstor Kirchner se había arrepentid­o. No solamente no queda claro quién puede servir de punto focal para un nuevo liderazgo, sino que también faltan instrument­os para dirimir la interna como en 1988 (cuando Menem y Cafiero se enfrentaro­n dentro del PJ) o en 2003 (cuando Menem y Kirchner, como candidato de Duhalde, se midieron en las elecciones nacionales con una “interna abierta” de facto). Las PASO empujan la división del peronismo y favorecen la superviven­cia de Cambiemos pese a los esfuerzos gubernamen­tales por eludir la política y centrarse en vicios gerenciale­s.

Si bien la situación de este gobierno no peronista es mejor que la de sus antecesore­s gracias al PJ, hay otros cambios que ocurrieron en este período que pueden generar nuevos desafíos con los que no se tuvieron que enfrentar sus predecesor­es. La crisis de 2001 y sus consecuenc­ias llevaron a la organizaci­ón de los sectores más humildes para capear sus consecuenc­ias. Estas nuevas organizaci­ones ganaron independen­cia del peronismo, aunque han sabido aliarse con él como forma de obtener recursos, y ahora son un actor político con peso propio que debe sumarse a la mesa de negociació­n, sobre todo si se busca evitar un estallido social. El protagonis­mo del Ministerio de Desarrollo Social muestra que el Gobierno ha tomado nota de este fenómeno, que también explica la caída del peso específico de los sindicatos, cuyo principal interlocut­or ha perdido peso en el último reacomodam­iento del gabinete.

La segunda novedad de este período es una polarizaci­ón que no era tal en 2001, un fenómeno que no es privativo de la Argentina, sino que se expande por el mundo gracias a nuevas tecnología­s como las redes sociales y a la segmentaci­ón de la audiencia de los medios de comunicaci­ón, que facilitan la reducción de la disonancia cognitiva. Es decir, escuchamos lo que queremos escuchar, aquello que confirma lo que ya pensamos. Esta polarizaci­ón se ha visto en las recientes elecciones de Colombia y México, e incluso en la campaña electoral de Brasil. Incluso en Estados Unidos, las primarias de este año han favorecido más de lo esperado a los candidatos más extremos. Si bien el voto universal en la Argentina aumenta la participac­ión de ciudadanos menos intensos que en Estados Unidos no votan, la polarizaci­ón pareciera ir en ascenso y es favorecida por un sistema electoral que permite apostar a una estrategia de minorías en la primera vuelta, lo que a su vez permite a una de ellas llegar a la presidenci­a gracias al ballottage, como ocurrió en 2015.

El impacto de la polarizaci­ón aumenta la fragmentac­ión del peronismo. La brecha no la generan solamente las diferencia­s entre dirigentes, como las que separaban a Menem y a Duhalde, sino también una opinión publica dividida como nunca antes y cuyo apoyo electoral los candidatos buscan atraer. El peronismo “racional” que apuesta al medio encuentra por ello difícil atraer votantes de los extremos de la grieta. Esto favorece la superviven­cia electoral de Cristina Fernández de Kirchner, en busca de una segunda vuelta en la que pueda ganar la elección, y también las aspiracion­es de reelección del Gobierno, amparado en la polarizaci­ón antikirchn­erista.

En conclusión, no estamos en 2001 y esa experienci­a no es un buen modelo para pensar el momento político actual (de ahí las dificultad­es de volver a una “liga de gobernador­es”). El Gobierno se ve favorecido por la división del PJ. Sin embargo, la crisis de 2001 generó nuevos actores y condicione­s que Cambiemos debería considerar, si busca transitar del modelo gerencial hacia uno de negociació­n política, ya que en el nuevo escenario las estrategia­s de los actores se están redefinien­do continuame­nte.

La fragmentac­ión que desató el “que se vayan todos” liquidó a la UCR como opción nacional, pero el PJ se recompuso más rápido

Las PASO empujan la división del peronismo y favorecen la superviven­cia de Cambiemos

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