Inteligencia artificial, un dilema crucial para el futuro
Por las dimensiones políticas, económicas y éticas que plantean, los estudios sobre cerebro y tecnología serán el desafío central de los próximos años
Los gigantes de la tecnología saquean los departamentos de robótica de los grandes centros de estudios con salarios que provocarían la envidia de los deportistas mejor pagos del planeta
La materia gris es actualmente la commodity más valiosa y la que se busca en todo el mundo con mayor ahínco. En el pasado, eran las grandes universidades las que empleaban a los mejores expertos mundiales en inteligencia artificial. ahora, en cambio, son los gigantes de la tecnología –como Google, Facebook, Microsoft o Baidu– los que ofrecen salarios millonarios a los talentos matemáticos que enseñan en las universidades de mayor prestigio para atraerlos a silicon Valley o a Zhong Guan Cun, el cluster chino compuesto de cinco polos tecnológicos que funciona cerca de pekín.
Cualquiera sea su especialidad, todas las empresas que participan en esa desenfrenada competencia se esfuerzan, en definitiva, por obtener ventajas significativas en la batalla –científica, industrial y financiera– de la inteligencia artificial (Ia). presentada con frecuencia bajo el aspecto de una ficción hollywoodense –con películas que muestran a robots esclavizando al hombre y algoritmos capaces de detectar crímenes antes de que sean cometidos–, ese fenómeno está lejos de ser irrelevante. La aventura que emprendió la ciencia cuando logró una interacción entre circuitos integrados y algoritmos con la esperanza de crear un avatar del cerebro humano representa la búsqueda de conocimiento más vasta y vertiginosa que conoció la humanidad en sus 7000 años de historia. pero, como nada es gratuito en la evolución de la especie, plantea una cuestión literalmente existencial para el hombre. por las dimensiones políticas, éticas y morales que plantea, la Ia empieza a transformarse en la incógnita central que enfrentará el mundo en los próximos años.
Una fase esencial de ese proceso se desarrolla en el terreno científico. Los Gafan norteamericanos (Google, apple, Facebook, amazon y Netflix), sus homólogos chinos de BaTX (Baidu, alibaba, Tencent y Xiaomi) y otros gigantes de la tecnología están saqueando desde hace años los departamentos de robótica y aprendizaje automático (machines learning) de los grandes centros de estudios con salarios que provocarían la envidia de los deportistas mejor pagos del planeta. En un futuro no muy lejano, los especialistas de inteligencia artificial (Ia) y los matemáticos de alto nivel cobrarán mejores salarios que las estrellas del fútbol como Lionel Messi o Cristiano ronaldo. No es una metáfora, sino una realidad de mercado.
Cuando lanzó su proyecto de vehículo autónomo, la empresa Uber reclutó –en una sola redada– a 40 de los 140 matemáticos y ph. D. del Centro de Ingeniería de robótica de la Universidad Carnegie Mellon para crear el equipo que trabaja desde entonces en los automóviles sin conductor.
silicon Valley está ofreciendo salarios de base de 300.000 a 500.000 dólares anuales, más acciones de la compañía y bonus por resultados. En el vértice superior de la pirámide, hay directores de proyectos que totalizan ingresos de ocho dígitos al año. Uno de los responsables del vehículo autónomo de Google, que comenzó su carrera en la empresa en 2007, declaró recientemente ante un tribunal que ganaba 120 millones de dólares anuales hasta que fue reclutado el año pasado –con un mejor contrato– por una filial tecnológica de Uber.
El dinero no es el único incentivo para seducir a esos genios de las matemáticas. además de salarios de estrellas, las empresas privadas ofrecen integrarse en equipos de primer nivel para investigar y desarrollar proyectos que nunca habían imaginado cuando trabajaban en el área académica. Las firmas del sector privado de tecnología ofrecen tres valores agregados que ejercen un alto poder de seducción sobre los investigadores y que resultan esenciales para el desarrollo de grandes proyectos de Ia: potencia informática, enormes bases de datos y presupuestos casi ilimitados para investigar.
Elon Musk, de Tesla, anunció hace dos años una inversión de mil millones de dólares para promover OpenaI. Esa iniciativa sin fines de lucro combina el método universitario de investigación con las aspiraciones de la compañía en el mundo real. sin ninguna idea precisa sobre lo que busca, por el momento solo procura atraer investigadores para producir descubrimientos y pistas originales de investigación.
Después de haber “vaciado” las cátedras de las grandes universidades de Estados Unidos, Canadá y Europa, ahora la caza se orienta a los países de Europa del Este, sobre todo rusia. El radio de acción de esa búsqueda se extendió a las casas de altos estudios de países emergentes que tienen una larga tradición de investigación en matemáticas, como la argentina, Brasil o la India. Desde principios de este siglo en silicon Valley hay por lo menos un centenar de matemáticos, físicos, ingenieros e informáticos que obtuvieron su primer título en la Universidad de Buenos aires (UBA).
Incluso China se sumó a esa “cacería” de talentos. andrew Y. Ng dirigía una cátedra en stanford hasta que fue contratado por el gigante chino de internet Baidu para dirigir el Departamento de Inteligencia artificial.
Esa carrera desenfrenada comenzó con una búsqueda por mejorar el confort cotidiano y las condiciones de vida del ser humano, pero en poco tiempo adquirió dimensiones que desbordan las fronteras de la ciencia y de la industria.
para las empresas que compiten en el terreno de la Ia no se trata de mejorar el último modelo de teléfono inteligente. El epicentro de esa batalla es la disputa de los mercados tecnológicos del futuro, que abarcan desde la creación artificial de hábitos de consumo hasta la concepción de sistemas de armas susceptibles de garantizar la supremacía militar, pasando por la sofisticada tecnología de la guerra espacial o la exploración de Marte. El objetivo de esa lucha despiadada se resume en las dos palabras que nutren la historia de la economía mundial desde sus orígenes: dinero y poder.
La investigación en inteligencia artificial se concentra desde hace años en una serie de técnicas matemáticas conocidas como deep learning (aprendizaje profundo). Esas redes neuronales profundas son un conjunto de algoritmos matemáticos que pueden aprender tareas por sí mismos mediante el análisis de datos. El deep learning es la base de programas de reconocimiento facial, de texto y de voz, y otros que son utilizados a diario en economía, medicina, ingeniería y en la industria, así como en sistemas de robótica que replican el comportamiento humano y tratan de emular el pensamiento lógico racional del hombre.
En todo el mundo, actualmente hay menos de 10.000 personas con el nivel teórico y la expertise necesaria para participar en tan alto nivel de investigación. Esa exigencia explica el vertiginoso nivel que alcanzó el mercado de contrataciones y las dificultades que tienen la mayoría de las universidades para responder a las exigencias de los gigantes de la tecnología.
a los Gafan y los BaTX no les interesa la sofisticación intelectual de los investigadores de laboratorio si no trabajan en proyectos prácticos de aplicación inmediata en áreas determinadas. La razón es que, detrás de esa competencia –que solo es industrial y financiera en apariencia–, el monopolio de facto que ejercen los denominados grupos “conexionistas” de Ia encierra una lógica de dominación.
El problema reside en que no todos los científicos que trabajan en la búsqueda de una inteligencia artificial dotada de conciencia tienen en claro que están diseñando el mundo del futuro. En su gran mayoría investigan sin red de protección, es decir, sin el control de una comisión de ética o de un organismo regulador, y un día pueden encontrarse con que han fabricado un monstruo.
Esos riesgos pueden resultar cada vez más peligrosos a medida que se aceleren los progresos tecnológicos. En un futuro que no está demasiado lejos, a más tardar en 2050, el hombre se verá ineluctablemente confrontado a elegir su destino. La cuestión existencial –en la acepción más amplia del término– será entonces: ¿quién decidirá en nombre de la humanidad?