Etiopía, el destino de vacaciones familiares menos pensado
Hemos viajado mucho. Mis papás, Lucas y Cecilia, y mi hermano mayor, Marcos, incluso más que yo. Pero puedo decir que, aún con 16 años, recorrí un octavo del mundo. Tenía 10 cuando papá empezó a decir “Etiopía” en el almuerzo. En marzo último, salió en el diario que Ethiopian Airlines había hecho su primer vuelo a Buenos Aires el 8 de marzo (Día de la Mujer) con una tripulación solo femenina. Ni bien papá me la mostró, le dije “¿vamos?”. Su cara se llenó de gozo.
Así fue que sacó el paquete y los pasajes para la segunda quincena de julio. Pero la aventura comenzó acá, en Argentina, yendo a vacunarnos contra la fiebre amarilla. Tenía ganas de gritarle al mundo adónde estaba por viajar, pero siempre pensé que un plan sale mejor mientras menos personas lo sepan.
12 de julio, 20 horas. Partida de Ezeiza. “Estamos completamente locos”, pensaba. En San Pablo se bajó mucha gente y subió poca. Demasiadas horas sentados para llegar un día después a la capital, Adís Abeba. Al salir del aeropuerto (con el guía) rumbo al Intercontinental, vimos la primera característica de este pueblo que sufrió la invasión italiana el siglo pasado: los rasgos; no tienen nariz ancha y labios grandes como otros africanos.
Muchos nos miraban detenidamente. A pesar de nuestra tez bronceada, les parecíamos blancos. Era mi primera vez en África y debo admitir que estaba asustada, aunque eso solo duró un día.
A la mañana siguiente, tomamos un vuelo a Bahir Dar. El guía, cuyo nombre nunca supe escribir pero que se pronunciaba algo así como Luguld, viajaba con nosotros. Es una ciudad increíblemente verde. El hotel era un complejo de cabañas de piedra y madera con vista al lago Tana. Salimos en un bote a la península del monasterio Ura Kidane Mehret, considerado el más hermoso en la región. Es de forma circular y sobre el techo, igual que otras iglesias ortodoxas, tiene una cruz y huevos de avestruz. Según la cantidad, simbolizan algo distinto. Si son siete representan los sacramentos; si son doce, los apóstoles. Debajo de la cruz, un plato con pequeñas campanas. Dicen que, cuando el viento sopla, el sonido representa el grito de los niños asesinados por Herodes.
Luego nos dirigimos a las cataratas del Nilo Azul. Una hora en auto por ruta de tierra, un viaje de no más de diez minutos en un bote oxidado por el río y una caminata de veinte minutos.
Al día siguiente llegamos a la ciudad de Gondar en auto. La vista, en el camino, era impresionante. El verde alcanzaba cada punto de la tierra ya que era época de lluvias. Todo el país está sobre una meseta, eso explica a sus buenos maratonistas, ya que su respiración es diferente a causa de la altura.
Conocimos al mejor guía de todos. Nos mostró el castillo de Fasílides, antiguo emperador etíope. Se encargó de contarnos también la historia de aquellas tierras de tantas capitales y tantos gobernantes, buenos y malos. Nos dijo que en Etiopía no tienen apellidos: los hombres usan el nombre que les dan los padres, el nombre del padre y el nombre del abuelo; y las mujeres, el de la madre y el de la abuela. Además tienen un nombre santo que les da el sacerdote en el bautismo y que usan solo en la iglesia.
La mañana siguiente fuimos rumbo a las Montañas Simien. Una caminata de más o menos una hora que te quita el aliento debido a la altura, pero también debido a la vista. Inigualable. Y en la última ciudad, Lalibela, visitamos las iglesias excavadas en un solo trozo de piedra. Dicen que para llegar a la más famosa debés lanzarte por el precipicio de unos cuantos metros que la rodea... y los ángeles te sostendrán.
Volvimos a la capital para disfrutar de la catedral Siddist Selassie, el museo arqueológico donde se encuentra Lucy, el fósil del primer homínido. Adís Abeba es mucho más moderna y avanzada, pero no dejaba de verse la desigualdad social.
En un trayecto conocí a Yayo. Al ver que éramos turistas, comenzó a hablarme en inglés. -¿España?, me preguntó.
-No, Argentina.
-Ah, Argentina. Ciudad capital: Buenos Aires.
Mis ojos se me salieron de la cara. -Aprendí eso en Geografía, en la escuela -siguió-. Estoy en séptimo grado.
Me preguntó si tenía una remera para darle y le respondí que no, pero que siguiera estudiando para ser un gran ingeniero, como me había contado que quería ser. Y empezó a decirme algunas palabras en español. Que un etíope supiera algo de Argentina era sorprendente. La situación se repitió varias veces a lo largo del viaje. La mayoría de los argentinos no podría ni ubicar Etiopía en un planisferio.