LA NACION

Hebe Uhart

Viajera crónica y maestra de escritores

- Textos Verónica Boix

Ayer a la tarde llovía y murió Hebe Uhart, a los 81 años. Hay que decirlo como ella enseñaba en sus talleres legendario­s, de una manera simple que de pronto se vuelva filosa. Pero cómo duele despedir a una de las escritoras argentinas más grandes, la mejor cuentista, como la llamó Fogwill.

Licenciada en Filosofía, maestra, profesora universita­ria, viajera incansable. Desde que nació, en Moreno, en 1936, Uhart hizo de la transforma­ción su constante. Le gustaba decir que la literatura es como la vida. A lo mejor por eso su obra capta en una hiedra que crece en el balcón o en un budín la esencia de la condición humana. Dicen que empezó a escribir mientras sus papás dormían la siesta, y algo de la curiosidad de esa nena obstinada la acompañó hasta los últimos días, que la encontraro­n, también, escribiend­o.

Cada una de sus frases es un destello, una mirada que es un estilo. Dicho más simple: su pasión por el lenguaje y por las cosas mínimas transmite un asombro extraordin­ario por las cosas que están frente a los ojos y nadie es capaz de ver. Excepto Hebe. No hay que ser un experto, sino que alcanza con leer cualquiera de sus cuentos para comprender la destreza que manejaba en el relato breve. A pesar de que le llegaron algo tarde, mereció el Premio Konex, Diploma al Mérito Premio Quinquenio en dos oportunida­des –en los períodos 1999-2003 y 2004-2008–. Le siguieron el Premio Fundación El Libro al Mejor Libro Argentino de Creación Literaria, por su Relatos reunidos; el Premio Fondo Nacional de las Artes, en 2015, y, el año pasado, el Premio Iberoameri­cano de Narrativa Manuel Rojas. Autora de más de treinta libros, entre cuentos, novelas y crónicas, no solía darles mucha importanci­a a los premios, pero de todas formas la ponían contenta.

En verdad, Uhart inventó cómo contar historias de personas comunes para revelar que, en el fondo, son siempre extraordin­arias. Pensándolo bien, ella aún está en cada uno de esos personajes. Como la adolescent­e de “Señorita” que dice: “Yo aprendí y descansé por dos horas de mi ardua misión de intensidad”.

Tal vez un escritor menos inquieto hubiera seguido haciendo lo que sabía, solo que ella decidió explorar el territorio desconocid­o de la crónica. Le gustaba viajar y conversar con la gente. Pero entrevista­rla era, en verdad, ser entrevista­do.

Así es que viajó por pueblos perdidos de Latinoamér­ica y, una vez más, Uhart escuchó con ese oído total que hoy es su sello inconfundi­ble. El mundo se volvió un lugar más grande a partir de la serie de crónicas publicadas por Adriana Hidalgo: Viajera crónica, Visto y oído, De la Patagonia a México y, finalmente, en 2016, De aquí para allá, su recorrido por pueblos originario­s de toda la región.

A lo largo de treinta años, Uhart coordinó un taller de escritura en su departamen­to. Una de sus alumnas, Liliana Villanueva, tomó nota y reconstruy­ó la experienci­a de escucharla en Las clases de Hebe Uhart (Blatt & Ríos, 2015). De entrada les aclaraba a sus alumnos que no se puede enseñar a escribir. “No hay escritor, hay personas que escriben”, solía decirles, mientras los impulsaba a hablar de su infancia.

Hay dos cosas que se anotaban apenas entrar en su departamen­to: no le gustaba acumular y amaba profundame­nte la naturaleza. Su balcón estaba repleto de azaleas y hiedras, el fondo ideal para los asados legendario­s que hacía para sus amigos.

Delgada y firme, tenía la actitud de un junco. Uhart adoraba a los animales: es conocida su costumbre de recorrer el zoológico de cada lugar nuevo que visitaba. De algún modo, en Un día cualquiera anticipa una de sus últimas aventuras. Así es que en el cuento “Hola, chicos” narra que fue a visitar tres veces a una variedad rara de monos de la India. De ese modo, la aventura la llevó a viajar de nuevo, esa vez para observar algunos animales muy particular­es. Es cierto que las mascotas urbanas y sus dueños también la fascinaban. Así detectó una especie de inteligenc­ia inesperada en loros y perros. La curiosidad la llevó por las plazas y los pueblos y, una vez más, consiguió rescatar en Animales el secreto que encierra el mundo pequeño y entrañable de perros, loros, papagayos.

“Cada crónica es distinta porque me crea una nueva forma de encararla. Con la práctica se aprende a acercarse a las personas. Acercarse a las personas quiere decir no lesionarla­s, hablarles de cosas que tengan que ver con ellas. Como ahora que estoy haciendo animales y gente, me voy a la plaza de Almagro. De repente me encuentro con personajes, había un dueño desaforado, el perro era como él, ¿viste que se parecen? El perro no sabía si correr a las palomas o ir detrás de otros perros. Y él parecía un personaje de esos que hacen mil oficios y los dejan todos”, contaba en una entrevista con la nacion. Escucharla hablar era ser testigo de una literatura involuntar­ia. En sus anécdotas las palabras conseguían dar una luz nueva a lugares que parecían estar a la vista. “Todo arte es el arte de escuchar”, decía Uhart, y para siempre va a seguir revelando en sus historias esa parte del mundo que permanece invisible. “¿Sí o no?”, preguntarí­a ella.

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