LA NACION

Recuerdos en construcci­ón

- Por Constanza Bertolini

Esta semana se cumplieron 47 años del accidente aéreo que terminó con la vida, la carrera y los sueños de nueve bailarines argentinos del Ballet Estable del Teatro Colón. Ellos –Norma Fontenla, José Neglia, Antonio Zambrana, Carlos Santamarin­a, Carlos Schiaffino, Margarita Fernández, Martha Raspanti, Rubén Estanga y Sara Bochkovsky– viajaban a Trelew cuando, por un desperfect­o técnico, el avión que los transporta­ba cayó en el Río de la Plata, cerca del Muelle de Pescadores.

Detalles más, detalles menos, cada 10 de octubre se evoca esta tragedia junto a la escultura en su honor, “la fuente de los bailarines”, como la llaman comúnmente los vecinos, en la plaza frente al teatro y Tribunales. El miércoles no éramos tantos allí; sobre todo, faltaban los más jóvenes, aquellos que –como me había dicho unas semanas antes Beatriz Durante, presidenta del Consejo Argentino de la Danza, cuando me pidió que participar­a del modesto acto con algunas palabras– “tienen que mantener encendida la memoria”.

Pensé en voz alta sobre la diferencia entre tener memoria y tener recuerdos. Y dije que, si bien ya nadie nunca más borrará el hecho histórico que desde 1971 empaña el almanaque, lo que hará que la magia de esos hombres y mujeres, de esos artistas, perdure son los recuerdos que cada uno haya construido. O que construya.

Yo no había nacido cuando el accidente ocurrió y el país se vistió de luto, y difícilmen­te entonces podría haberlos visto bailar; sin embargo, los tengo muy presentes. Tendría 8 o 9 años cuando me tocó responder frente a un tribunal en la academia de danzas de barrio a la que iba “¿Qué pasó el 10 de octubre de 1971?”. Llevaba el pelo tirante, con el recogido reglamenta­rio y, aunque era un examen teórico, con bolillero y todo, tenía puesta la malla negra, las medias rosas y una pollerita lánguida. Supe responder bien y también a la siguiente ficha: “¿Quién fue la primera bailarina que bailó descalza?”. Isadora Duncan, dije. Al final me bajaron un punto porque descuidé mantener la postura.

Como si fuera hoy puedo sentir el bamboleo de mis piernas en el aire, sentada en el piso de la cazuela de pie del Colón, desde donde solía ver ballet: tal vez por la sensación de abismo, con la mirada clavada en el pasillo de la platea, desde la altura solía pensar en los nueve nombres que sabía repetir sin trastabill­ar.

De grande, y con estos otros ojos para la danza que me dio el periodismo, me emocioné como pocas veces en una entrevista con Sergio Neglia. Fue en 2011, cuando el hijo de quien fue una reconocida figura –José Neglia formó con Norma Fontenla una emblemátic­a pareja de los 60 en el Colón– me contó la historia de aquel día. Sergio tenía 7 años el 10 de octubre de 1971 cuando, por la tarde, esperaba frente al televisor que comenzara un nuevo capítulo de El Hombre Araña.

Pero lo que apareció en la pantalla, en cambio, fue la imagen de su papá, con la malla blanca, y enseguida la noticia de último momento que comunicaba la catástrofe. Ese mismo domingo, a la mañana, en la que ahora sabemos que fue su última función, Neglia había sacado al pequeño del brazo entre el público para subirlo al escenario y que saludaran juntos (el mismo gesto que Sergio, también bailarín, repetiría con sus hijos). “Luego fuimos a casa, preparamos las cosas. Pero él no quería ir a Trelew, quería quedarse con nosotros”, rememoraba. En esa charla supe más del hombre: a José le gustaba la pesca, tenía alma de aventurero, solía preparar la cena y quedarse pintando hasta tarde en la madrugada. Cuando Sergio hablaba y levantaba las cejas, el parecido era inobjetabl­e. Dos días después de nuestro encuentro lo confirmé en el Colón: bailaba con los ojos y era imposible no sobreimpri­mir mentalment­e esa imagen con las fotos en blanco y negro que conocemos de su padre. Enseguida supe que no lo olvidaría.

De hecho, hace unos días, le contaba esta historia a una compañera en la Redacción mientras chequeábam­os un registro de video de El niño

brujo para acompañar una entrevista en la que Iñaki Urlezaga evocaba a Neglia y Fontenla. En la Rotonda del teatro, tal vez la sala de trabajo más significat­iva para los bailarines, está colgado un cuadro de ambos. Iñaki, que tampoco tiene edad para haberlos conocido, mira la pintura y se le llena la boca con palabras; sus maestros le hablaron sobre esa pareja extraordin­aria y ahora esas historias están impregnada­s de su propia historia. Me las transmite.

Son los recuerdos que llevamos en la piel lo que los mantienen vivos.

Neglia tenía alma de aventurero, solía preparar la cena y quedarse pintando hasta tarde en la madrugada

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