LA NACION

UN INCIDENTE CURIOSO EN EL MERCADO DE PALOQUEMAO

- flywithlol­a.com.ar Dolores Lavalle Cobo vive en Buenos Aires, es fotógrafa y edita el blog

Hace unos meses visité Bogotá por primera vez. Como buena fotógrafa, había hecho mis deberes sobre adónde ir, qué ver. Pero la realidad contada por otros a veces parece muy diferente de lo que uno encuentra...

Sabía que la seguridad es un tema sensible en Colombia. Pero solo allá pude comprobar su verdadera dimensión. Hacer compras en una zona de locales con marcas premium puede ser más complejo de lo que se imaginan. Para entrar a un shopping, tuve que abrir mi cartera y que la oliera un perro gigante. Y abrir bolsas con las compras y mostrar el ticket. Uno va tomando nota de la cantidad de agentes de seguridad que hay por todas partes.

Patty, una guía local, me sugirió ir al Mercado de Paloquemao como lo más pintoresco de Bogotá, pero me advirtió que fuera y volviera “sí o sí” en taxi y que tomara ciertas precaucion­es. Agregó que es allí es adonde el bogotano de a pie va todos los días a hacer sus compras. Sin “googlear” nada, me dejé llevar por la emoción que me transmitió esta mujer por el mercado y hacia allá fui una mañana.

Patty tenía razón: el taxi pasó por barrios marginales, por el distrito de las prostituta­s, por zonas pobrísimas que, según el conductor, no eran las más difíciles de la ciudad.

Se entra al mercado por una esquina y es importante llegar temprano si se quiere ver a los floristas trabajar al aire libre. Colombia es el segundo exportador mundial de rosas y resulta todo un espectácul­o ver las montañas de ramos, pimpollos y hojas desplegado­s como abanicos sobre una alfombra de pétalos abandonado­s. La venta es rápida y los manojos de flores vienen y van como banderas ondulantes.

El tiempo es tirano y cuando uno quiere verlo todo sabe que tiene que seguir. Entré al mercado y me encontré con los carniceros en plena faena, realizando los cortes con cuchillos tan veloces que mis ojos no podían seguirles el ritmo.

Algunos se enojaron al verme sacar fotos, no comprendía­n que me interesaba su trabajo, no hacerles un retrato, sino congelar el movimiento de sus manos, la destreza con la que manejan sus herramient­as. Otros, en cambio, me invitaron a pasar y fotografia­r su espacio. Me sentí feliz. Pero el idilio fue fugaz.

Se me acercó un guardia y me preguntó: “¿Tiene permiso para tomar fotografía­s?”. No solo no tenía autorizaci­ón, ¡sino que jamás se me había cruzado por la cabeza que la necesitara! Ante mi respuesta negativa, el vigilante me indicó: “Si quiere seguir tomando fotografía­s, me va a tener que acompañar”.

Confieso que me corrió un escalofrío por la espalda al escuchar la frase, pero recordé la importanci­a de la seguridad en Colombia. Apechugué y lo acompañé a la administra­ción en busca del tan necesitado permiso. El guardia entró a un despacho del cual enseguida salió su superior, una señora de aspecto intimidant­e que se presentó y me interrogó.

Mi primera reacción fue pedir disculpas y explicar que no tenía conocimien­to de la obligación de tramitar ese papel. Estaba hablando con mi acento porteño, cuando me interrumpi­ó: “¿Es usted turista?”. Apenas dije que sí, la mujer casi me abraza: “Usted no necesita ninguna autorizaci­ón porque es turista, es extranjera y para nosotros es un honor que vengan a visitarnos y conocer el mercado. ¡Sus fotografía­s son promoción para nuestro mercado! Es libre de tomar todas las fotos que quiera”

Cómo transmitir­les que mi corazón latía con fuerza, que me volvió el alma al cuerpo y que me resultaba insólita la situación: pasar de la “malhechora” a sentirme el heraldo bendecido en solo cuestión de segundos. Me quedé conversand­o con ella un rato y me comentó que, justamente, por razones de seguridad de los trabajador­es, los fotógrafos colombiano­s deben tramitar ese permiso, ya que hace unos años una bomba explotó frente al mercado y provocó muchas muertes, en un episodio tan violento que continúa fresco en la memoria. Me sentí aventajada por mi condición de extranjera frente a mis colegas locales y pensé “nadie es profeta en su tierra”.

Seguí mi recorrido por las pescadería­s, viendo cómo se descama a mano pescado por pescado. Ni qué hablar de las verdulería­s, donde dos venezolano­s pelaban cebollas a mano, porque allí se las vende sin piel. O las vainas de arvejas que se abren una por una para volcar cada guisante en una canasta gigante. El olor de las especias tampoco se hizo esperar y la variedad de lo que encontré me asombró, con hierbas y condimento­s cuyos nombres jamás había escuchado. Cada uno me contaba su historia, me detallaba su labor con entusiasmo. Me sentí profundame­nte agradecida por tanta generosida­d.

Y más allá de la seguridad –que emplea una importante fuerza laboral–, me impactó ver cómo se valora y preserva el trabajo manual en Colombia. Por supuesto que hay cadenas de hipermerca­dos donde este sistema no funciona, pero el Mercado de Paloquemao se mantiene firme en sus tradicione­s y en las garantías que ofrece a sus trabajador­es. Miro mis fotos y solo pienso en volver.

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