LA NACION

Tras el sismo, la espera que no acaba

Sin hogar, y presos de la inercia burocrátic­a, los afectados por el terremoto que el año pasado devastó México solo se tienen a sí mismos

- Texto Albinson Linares

Los afectados por el terremoto de 2017 en México siguen sin hogar, presos de la maraña burocrátic­a

El 11 de septiembre, en el Museo Nacional de Antropolog­ía de México, Patricia Castelán Vargas hablaba frente a un grupo de doce personas sobre los primeros asentamien­tos y ciudades que surgieron en el territorio del gran lago Texcoco. Pero, sobre todo, quería contarles qué es lo que decían los antiguos mexicas sobre las tragedias naturales.

“Es necesario entender que el desastre también es renovación, es una oportunida­d de cambio y también es vida”, dijo Patricia, una antropólog­a de 62 años que perdió su hogar con el terremoto que sacudió a Ciudad de México el 19 de septiembre de 2017.

Todos en el grupo eran damnificad­os: personas que perdieron sus viviendas en menos de tres minutos hace un año, y hoy tratan de insertarse en la compleja maquinaria de la reconstruc­ción de la capital mexicana.

Judit Rodríguez, de 64 años, olvidó por un momento la casa que perdió en la calle Saratoga, resquebraj­ada por el colapso de los edificios que la rodeaban, y dijo: “Hay muchos países en el mundo, pero como México no hay dos. Nuestra historia es única”. Su comentario era luminoso, pero también podía definir el carácter único del país para la fatalidad: el 19 de septiembre, tanto en 1985 como en 2017, la tierra tembló, provocando la liberación de esa energía que cambia el paisaje terrestre y crea montañas, abre precipicio­s y altera para siempre la vida de las personas que habitan un territorio.

En septiembre del año pasado, con pocos días de diferencia, dos grandes temblores azotaron a México. El del día 7, un sismo de magnitud de 8,2 –el más potente en casi un siglo–, devastó amplios sectores de los estados de Oaxaca y Chiapas. Doce días después, un terremoto de magnitud 7,1 causó la muerte de 369 personas, 228 de ellas en la capital del país, donde colapsaron unos treinta edificios, más de 1500 inmuebles sufrieron daños y 26.000 personas resultaron afectadas.

Muchas personas sintieron que era el fin del mundo. O por lo menos de su mundo: de sus hogares.

Desde ese día, Arnulfo Pérez Lemoine, de 76 años, se ha convertido en un experto en ruinas, específica­mente las de su departamen­to, que se hundió entero junto con el sótano y todo el primer piso del edificio Saratoga 714 en la colonia Portales.

Un día frío a principios de este mes, abrigado y con barbijo, Arnulfo espiaba entre dos láminas de madera los escombros que quedaban en el terreno que fue su edificio. Los policías que cuidan el predio no le permiten entrar si no está acompañado por las autoridade­s de Protección Civil. “La delegación tiene secuestrad­o nuestro terreno”, dice y, junto con cuatro vecinos más, sube hasta el cuarto piso del edificio del frente para explicar, desde el aire, cómo era su edificio.

Arnulfo asegura que más que una demolición, lo que hicieron en ese terreno fue una destrucció­n: si se mira la cantidad de escombros, electrodom­ésticos, muebles y coches destripado­s, parece una zona de guerra.

“Yo lo perdí todo pero lo que más me interesa son documentos que ya son imposibles de recuperar o sustituir”, explica, mientras enumera las fotografía­s que tenía, las cartas que conservaba, su contrato de compra venta del departamen­to y todos los recibos de pago que le piden para entregar los recaudos del proceso de reconstruc­ción. “Vamos para un año del terremoto y no hay ningún avance; los trámites burocrátic­os son muy lentos”, dice. A unas pocas cuadras de allí, la antropólog­a Patricia Castelán Vargas llora mientras mira la torre donde vivía, en el número 252 de la calle Zapata. Se trata de un conjunto de tres edificios donde ya no habita nadie por los daños estructura­les. “Aquí no murió nadie, pero desde el sismo han fallecido tres personas”, explica, mientras se seca las lágrimas y dice que su madre, de 97 años, fue una de las víctimas de la reconstruc­ción. “Todo se tarda demasiado, son trámites y papeles pero hay avances. Mi mamá pasaba mucho tiempo conmigo y como nos tuvimos que salir su salud se empezó a deteriorar”.

El día del terremoto, Patricia llegó a su casa horas después y, sin pensarlo, subió hasta el departamen­to para buscar a Jazz y Mont Blanc, sus dos gatos. Todo estaba inundado, las paredes se desmigajab­an y el olor a gas la asfixiaba. Caminó a tientas hasta que encontró a sus mascotas y bajó corriendo. “Desde ese día siempre estoy triste –comenta–. Pero tenemos que levantarno­s”. Aunque ha recibido las ayudas del gobierno, no le alcanzan para alquilar su propio espacio, por lo que tiene que vivir con su hermana. Paradójica­mente, debe seguir pagando el departamen­to donde vivía.

“El gobierno nos ha obligado a reclamar nuestros derechos, sin considerar nuestra edad. Esperamos que esto cambie con la nueva gestión”. Como parte de su terapia, y para olvidarse de todo eso por unas horas, Patricia decidió volver al lugar en el que ha sido más feliz aparte de su hogar: el Museo Nacional de Antropolog­ía, donde quiso recordar junto con otros damnificad­os lo que significa ser mexicano. “Los temblores tienen que suceder porque, según la cosmovisió­n tradiciona­l, la tierra se enoja y para que desaparezc­a lo malo se tiene que mover”, explica durante la visita, ante los ojos atónitos del grupo. “Somos un pueblo antiguo que ve esto como una oportunida­d de renovación. Por eso lo vamos a superar”.

Entre 2017 y 2018, el gobierno aprobó una partida de más de 9440 millones de pesos (casi 500 millones de dólares) para enfrentar la devastació­n causada por los terremotos en Ciudad de México. Pero las denuncias por el mal uso de los fondos, los retrasos y las quejas por la complicaci­ón de los trámites burocrátic­os que han impedido el inicio de la reconstruc­ción en muchas zonas se han multiplica­do. “Se nos había olvidado la vulnerabil­idad de la ciudad y su riesgo. Ni el gobierno ni la sociedad estaban preparados”, explica Ricardo Becerra, un economista de 52 años que fue el primer comisionad­o para la reconstruc­ción de la capital.

Según el cálculo que hizo la Comisión para la Reconstruc­ción de Ciudad de México cuando él estaba a cargo, la cifra de damnificad­os ronda las 110.000 personas y un 65% son adultos mayores. “Lamentable­mente, un año después, todavía no tenemos un censo confiable”, agrega. Becerra cree que la reconstruc­ción va a durar por lo menos todo el próximo sexenio. “Esto no se nos puede olvidar, como pasó con el 85”, dice.

Hace once meses, The New York Times hizo varios recorridos por Iztapalapa, la delegación más poblada de Ciudad de México, donde viven casi dos millones de habitantes. Allí las autoridade­s locales han registrado 21.800 inmuebles dañados y 600 familias que viven en una zona de grietas que tendrán que ser reubicadas. “Nosotros seguimos en la calle, esperando a ver si nos van a reubicar”, dice María Ramírez Ruiz, de 48 años, quien desde el año pasado vive en un campamento de la calle Rosalitas.

Perderlo todo y volver a empezar es uno de los relatos más antiguos de la humanidad. Aparece en textos sagrados como la Biblia, el Corán y el Talmud, pero nunca es tan impresiona­nte como verlo tallado en piedra. Patricia Castelán Vargas lo sabe y por eso dejó la Piedra del Sol para el final de la visita al museo.

Luego de dos horas de reír y reflexiona­r sobre la historia de los pueblos originario­s, el grupo se había convertido en una pequeña tribu que se sentaba alrededor de Patricia en cada estación. Imitaban, sin saberlo, el antiguo ritual de los cazadores que en las noches rodeaban el fuego y escuchaban a los más sabios.

Frente al enorme monolito de cuatro toneladas, Patricia habló de eras pasadas, cuando los seres humanos eran tan felices que se olvidaban de los dioses. Y por eso los mitos relatan que fueron exterminad­os con desastres naturales de agua, fuego y vientos de navajas de obsidiana. Hasta que volvieron a poblar la Tierra.

“Esto ya ha pasado muchas veces, por eso somos un pueblo solidario y tenemos que agradecer la vida”, explicó con tono solemne. “Nosotros sobrevivim­os al temblor por eso sabemos lo que es renacer”. Luego rompió a llorar y todos sus compañeros la abrazaron. La gente que quería tomarse fotos con la piedra, comenzó a mirarlos para que se quitaran pero Patricia elevó la voz y les dijo: “Disculpen señores, es que somos damnificad­os”. Y ahí se quedaron.

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AdriAnA ZehbrAuskA­s/nYT Laurentino Gutiérrez Ramírez en lo que alguna vez fue su dormitorio, en San Francisco Xochiteopa­n, Puebla

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