LA NACION

La sociedad de la furia Cuando la convivenci­a se resquebraj­a

Más allá de los casos extremos, la violencia en los espacios públicos parece ir en aumento, promovida por un individual­ismo creciente, la incertidum­bre y la falta de institucio­nes

- Lorena Oliva

Un roce entre dos autos termina con uno de los conductore­s asesinado por el otro con un disparo de arma de fuego. Un taxista enfurecido arranca al ladrón de su auto por el parabrisas. Una discusión entre vecinos por ruidos molestos termina a los tiros. Una disputa escolar entre dos madres se resuelve a golpes y patadas en la puerta de un jardín de infantes…

Lo que podría parecer una breve sinopsis de la segunda parte del film Relatos salvajes no es más que el racconto de casos reales y muy recientes, todos ocurridos en nuestro país en las últimas dos semanas. Una sucesión de hechos con condimento­s propios de la ficción pero que, a fuerza de repetirse cada vez con mayor frecuencia, funcionan como un espejo que nos interpela como sociedad. ¿En qué momento el otro dejó de ser visto como prójimo para convertirs­e en enemigo?

La violencia en sus muy diversas formas ha ido contaminan­do de manera acechante la escena colectiva. Se despliega con brutalidad en los hechos delictivos, pero también estalla en aquellos conflictos, en apariencia menores, que se resuelven en forma inexplicab­le y desmedida, como cuando, a principios de año, un jubilado de 72 años asesinó de cinco balazos a un hombre de 57 porque se le había querido adelantar en la fila del supermerca­do, en Quilmes.

Desconfian­za en las institucio­nes

Hace tres años, el Observator­io de Capital Social de la Universida­d de Palermo difundió un informe titulado “La sociedad frente al espejo”. Según ese estudio, el 87% de los encuestado­s considerab­a entonces que se debía ser cuidadoso en el trato con los demás, en tanto que la administra­ción pública, el Congreso, y otras instancias de gobierno generaban considerab­les niveles de desconfian­za. El Poder Judicial y la Policía aparecían como las institucio­nes que despertaba­n mayores niveles de desconfian­za.

“En la violencia urbana confluyen el desequilib­rio que genera la densidad de una gran urbe y la debilidad del marco normativo de convivenci­a. Eso genera crispación y miedo, a la vez que propicia la idea de que la fuerza es lo que nos hace ganar lugares y defenderno­s de los atropellos. No hay una confianza en que la ley nos libera de la tiranía del atropello, sino que vemos la ley como aquello que nos quita libertad. Eso deja a cada uno librado a su suerte”, analiza Miguel Espeche, psicólogo, coordinado­r general del Programa de Salud Mental Barrial del Hospital Pirovano.

Al ser espacio de interacció­n, es razonable que la ciudad se convierta en una caja de resonancia de los humores sociales. Por eso, la socióloga Natalia Cosacov, miembro del área de Estudios Urbanos del Instituto de Investigac­iones Gino Germani, sostiene que el análisis de la violencia urbana en el país debe hacerse necesariam­ente dándole contexto, es decir, reflexiona­ndo acerca del modelo de desarrollo y de sociedad que se construye en América Latina, y en particular en la Argentina.

“¿En qué sociedad vivimos? En una sociedad incierta y temerosa, resultado de la reestructu­ración de los mercados de trabajo y de un Estado que se desliga de la protección social, donde los individuos quedan abandonado­s a las incertidum­bres y con oportunida­des cada vez más limitadas de integració­n a la vida social. Esa matriz desigual y excluyente se expresa y se amplifica en la propia producción de la ciudad”, sostiene.

El factor miedo

“La ciudad es escenario de violencias sistémicas –continúa Cosacov–. No está ahí la fuente, pero estas violencias inciden directamen­te sobre la calidad de vida en las ciudades y también sobre la forma que va asumiendo la propia ciudad. La violencia genera un tipo particular de organizaci­ón espacial que, a su vez, retroalime­nta la violencia urbana y altera de manera profunda la vida en las ciudades. Si hay algo común entre los habitantes de las distintas ciudades es la sensación de miedo a ser víctima de la violencia, algo que atraviesa a todos los sectores sociales.”

El sociólogo y profesor en la Universida­d de Texas Javier Auyero recuerda una frase que suelen decir por allí: “Stranger, danger”, como síntesis de la idea de que lo extraño o diferente puede ser peligroso. Una idea, a su entender, presente en muchas sociedades. “Es cierto que hay ‘miedo’, en parte fomentado por los medios masivos de comunicaci­ón, en parte generado por el aumento de la criminalid­ad. Pero eso no dictamina que los conflictos interperso­nales necesariam­ente generen muertes. Es la disponibil­idad de armas de fuego uno de los factores que está detrás del aumento de la letalidad de la violencia en la mayor parte de los países de América Latina”, considera.

“Es importante notar que, más allá de los episodios puntuales que suelen ser reportados en los medios, hay una constante y creciente presencia de la criminalid­ad violenta que afecta a los que están más abajo en la estructura social –señala Auyero–. Digo esto porque a veces solemos perder de vista que los más castigados socialment­e son quienes más sufren la escalada del crimen: quienes más sufren los robos, y quienes más sufren las heridas y las muertes de la violencia urbana”.

De acuerdo con cálculos del Instituto de Estudios Comparados en Ciencias Penales y Sociales (Inecip), ocho personas mueren por día en la Argentina por el uso de armas de fuego. La mayoría, en el contexto de conflictos interperso­nales. En los últimos cinco años, la cantidad de usuarios de armas registrado­s aumentó notablemen­te: pasó de 700.000 personas en 2013 a 1.016.843 en la actualidad.

“En la mayoría de los casos, las personas deciden armarse para ‘protegerse’ de la insegurida­d. Esta falsa creencia es desmentida por las estadístic­as que, a nivel internacio­nal, demuestran que las personas que intentan usar las armas para protegerse ante un delito terminan sufriendo consecuenc­ias peores para ellos

El otro como amenaza

La búsqueda de protección para evitar ser víctimas de un robo o de algún otro delito lleva a algunos a armarse; a otros, a instalar rejas, alarmas o puertas blindadas; también hay quienes toman recaudos más sutiles: no usar el celular en la calle salvo que sea de extrema necesidad, llevar la mochila colgada de frente, cruzarse la cartera, viajar en auto con las ventanilla­s cerradas, alejarse de las camionetas blancas, desconfiar del empleado de Metrogas y caminar siempre por calles concurrida­s. Protegerse es, casi siempre, desconfiar del otro.

“El miedo nos hace consumir. Por ejemplo, el niño con miedo se prende al pecho de su madre y allí encuentra serenidad –dice Espeche–. Es un reflejo atávico. La vivencia de serenidad merma el consumismo, por lo que es esperable que, para acrecentar el afán consumista, a veces se propicie un bombardeo de verdades a medias que dicen que el prójimo es peligroso. En ese sentido, hay una artificial­idad parcial en el énfasis puesto en la barbarie y la violencia. Es verdad que la gran urbe, con su anonimato, diluye ciertos resortes solidarios que mantienen la violencia a raya, pero también es real que el machacar monotemáti­co en lo violento hace olvidar que el otro, además de ser a veces peligroso, es también aquel que nos permite lazos significat­ivos, solidarios y esenciales para la vida”.

Con él coincide Cosacov, también investigad­ora asistente del Conicet: “No hay que perder de vista que ‘la ciudad caótica’ o ‘la ciudad del miedo’ es también un relato rentable. El incremento de la vigilancia privada, de cámaras de seguridad en los espacios públicos, el aumento de tipologías residencia­les amurallada­s que se construyen en oposición a la ‘ciudad abierta’ como espacio heterogéne­o y diverso, la criminaliz­ación de los vendedores ambulantes y de cualquier transeúnte ‘sospechoso’, la estigmatiz­ación de ciertas zonas de la ciudad y de sus habitantes, así como el control policial en los ingresos a la ciudad, son resultado del temor al ‘otro’ y a la vez amplifican ese sentimient­o”.

El respeto a la ley

Ancladas en preocupaci­ones reales pero en parte magnificad­as artificial­mente, las narrativas del miedo inciden directamen­te en esta sensación de quiebre de lazos sociales que exacerba la violencia entre unos y otros. Para recomponer­los, dicen los especialis­tas, una mayor eficacia estatal tanto a la hora de regular la tenencia de armas de fuego como de luchar contra el delito sería un buen comienzo.

Por su parte, y aun a riesgo de sonar utópico, Espeche considera fundamenta­l resignific­ar la noción de orden y prestigiar la ley. “Si eso no ocurre, la actividad humana se reduce a la defensa ante la transgresi­ón y la violencia, sin que quede resto para la salud anímica, que según Freud consiste en ‘amar y trabajar’. A la vez, siempre que se percibe que las funciones de autoridad sirven para cuidar y no para sojuzgar, merman las posibilida­des de una violencia crónica. También sirve alentar ideas de colaboraci­ón y no tanto de competenci­a. Cuando se ve la vida como un espacio en donde gana el más fuerte y pierde el que no lo es tanto, la violencia surge como recurso para no perder. En cambio, cuando hay una idea de que la colaboraci­ón permite que ganen todos, se sale del ‘modo violencia’ y surgen otras formas más inteligent­es de dirimir los conflictos”.

En la medida en que la violencia continúe naturalizá­ndose y estos estallidos sean tomados como casos aislados e inconexos en lugar de ser abordados como un síntoma de problemas sociales más profundos, habrá que esperar, en breve, la nueva noticia policial o la nueva anécdota violenta como marcas registrada­s de la ciudad de la furia. Pero no es necesario irse a los extremos para encontrar escenas que exponen nuestra escasísima tolerancia ante situacione­s que se salen de control o que alteran nuestros planes. Una congestión de tránsito, un corte de calle producto de un piquete o de una obra pública y hasta los empujones para subir al subte o al tren en hora pico cuando en el vagón ya no cabe un alfiler pueden desencaden­ar una discusión subida de tono y hasta un arrebato de furia de consecuenc­ias imprevisib­les.

Esto se da en el contexto de una atmósfera marcada por la grieta política, en la que muchas veces el disenso se vive como confrontac­ión, dinámica que incluso se reproduce en algunos programas de la televisión abierta que apuestan a las peleas y los malos tratos como un recurso rendidor en términos de rating.

Sin embargo, lejos de ser un fenómeno estrictame­nte local, la violencia interperso­nal se manifiesta también en muchas de las grandes ciudades del globo –por eso algunos se refieren a ella como “violencia urbana”–, así como también en las principale­s urbes del interior del país. El estallido de ira, la discusión sin sentido o el maltrato desmedido son algunas de sus caras más reconocibl­es, aunque la violencia es capaz de adquirir otras formas más sutiles e invisibili­zadas. Y, si bien se activa por múltiples causas, se hace más frecuente, casi hasta volverse una postal cotidiana, en contextos de incertidum­bre política y económica y de baja confianza en las institucio­nes, allí donde la sensación de estar solo frente al mundo se agiganta. o para su familia que si no hubieran estado armadas. Es decir, el arma no solo no protege, sino que incluso potencia los riesgos. Por ese motivo, al consultar a quienes deciden desarmarse a través del Plan Nacional de Entrega Voluntaria de Armas de Fuego, la respuesta es que, paradójica­mente, lo hacen por seguridad”, explica Julián Alfie, coordinado­r del Inecip, institució­n que integra la Red Argentina para el Desarme.

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ANÍBaL GRECO dsfa ENFRENTADO­S. Los gritos se multiplica­n desde uno y otro lado del andén en la línea C del subte, un día de paro en la estación Constituci­ón

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