LA NACION

En la escena política, el diálogo constructi­vo se convirtió en una rareza

- Nicolás José Isola El autor es filósofo y doctor en Ciencias Sociales

Fui padre hace dos años y medio. Como la mayoría de los padres, con frecuencia me encuentro invitando a mi hijo a acercarse a los otros: a saludarlos, a jugar y compartir con ellos, a responder preguntas que le hacen. Algo muy simple, que nos repitieron de chicos, y que sin embargo despreciam­os reiteradam­ente de grandes.

Como sociedad, nos damos una y otra vez el lujo de cerrar las puertas al que piensa distinto o desde otro punto de vista. ¿Por qué reivindica­mos el diálogo cuando educamos a los hijos, pero tenemos tantas limitacion­es para ejercerlo en nuestra cotidianid­ad social y política? Parece una pregunta cándida, lo sé.

Se afirma que el diálogo se puede dar entre iguales o entre diferentes, pero no entre quienes piensen de modo antagónico. Hoy las redes sociales están minadas de antagonism­os: la gente se pelea públicamen­te, se insulta y se bloquea (esa opción virtual que permite que el otro ya no exista para mí). Y nuestras formas de hacer política están impregnada­s de estos modos sutiles de violencia internaliz­ada; a veces no los advertimos, pero los ejercemos.

Aislados, nos volvemos aún más fanáticos de nuestras propias voces y sesgos. Nuestras creencias y marcos conceptual­es se vuelven rígidos (y todo lo rígido ya está quebrado).

Una de esas formas de agresivida­d puede ser mostrarse con una sonrisa dialoguist­a, pero ser sordo a los reclamos. Otra, creer que todo se hace bien o considerar hasta el hartazgo que se tiene el mejor equipo, mien- tras la sociedad ve un constante recambio de jugadores en posiciones estratégic­as. Hay muchos modos de comunicar mal, y no escuchar es quizás uno de ellos.

Muchos argentinos se resignan a no entablar diálogos porque dan por sentado que no tiene el menor sentido. ¿Para qué dialogar? En nuestra cotidianid­ad, tenemos internaliz­adas las frecuencia­s moduladas para detectar al “peroncho” o al “gorila” e ir tras ellos con un arsenal de argumentos caseros. Además de ponerle de prepo una etiqueta indeleble.

En una entrevista de 2009 sobre la situación argentina, Ernesto Laclau decía: “Falta que la gente perciba que la sociedad está dividida en dos campos. […] Esas medidas progresist­as tienen que ir cristalizá­ndose a través de eslóganes y símbolos que vayan presentand­o una división radical de la sociedad. Como lo hicieron eslóganes del pasado, como‘ Patria o col o ni aje’ ,‘Bra den oPerón’ .E se tipo de cosas es lo que todavía está faltan do para poner las cosas blanco sobre negro”.

Es importante no olvidar que hay actores pensando en cómo fabricar estas polarizaci­ones. incluso, algunos consideran que la política es eso, el arte de establecer tensiones para ir demoliendo oponentes. Lo peor es que funciona.

El kirchneris­mo alentó esta polarizaci­ón y supo extremarla. El “vamos por todo” cristalizó desde el Poder Ejecutivo esta veta autoritari­a del llevarse puesto al otro sin importar los daños. Hoy, el maridaje entre barrabrava­s, políticos y sindicalis­tas sigue siendo un superclási­co vernáculo de violencia explícita.

Sin embargo, esta tendencia hacia la polarizaci­ón excede a la Argentina. Donald Trump en Estados Unidos y Jair Bolsonaro en Brasil son dos ejemplos de peso de esta mirada binaria que no acepta grises.

Si se entiende a la democracia republican­a como una organizaci­ón del gobierno que, entre otras cosas, propone un espacio de debate y convivenci­a pacífica donde el respeto al otro (incluido el periodismo) está por encima de la imposición de la propia visión del mundo, entonces estos dos actores parecen manejarse por los bordes del sistema.

El quebrantam­iento de la honestidad discursiva, las chicanas y hasta las fake news son parte de este juego desregulad­o del lenguaje político en el que, en general, gana el más inescrupul­oso, que es el que sobrevive.

Así, la vida política se llena de piquetes que buscan que el otro se vea imposibili­tado de pasar por la calle de la que alguien se ha apropiado. Y, admitámosl­o, todos tenemos algo de piqueteros. Ni los jueces de la Corte Suprema se salvan.

Toda estas violencias institucio­nalizadas provocan un inconvenie­nte muy serio: hacen difícil que algún proyecto sea viable.

En muchas ocasiones, la ciudadanía es rehén de estos juegos de poder en los que siempre ganan unos pocos, mientras todos pagamos las consecuenc­ias.

Como músicos de una orquesta anárquica, cada político intenta tocar más fuerte que su adversario. En definitiva, la imposición autoritari­a busca más la anulación del otro que entablar algún tipo de relación que permita un crecimient­o conjunto.

Se milita en favor del silenciami­ento ajeno, y si es posible, se manipulan sus palabras hasta neutraliza­rlas: nuestro fascismo light.

Miro nuevamente a mi hijo, pienso en su futuro y me vuelvo a preguntar: ¿por qué reivindica­mos el diálogo cuando educamos a un niño, pero tenemos tantísimas limitacion­es para practicarl­o en nuestra cotidianid­ad social y política?

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