Un intento de golpe moderno, dentro y fuera del Congreso
Lo que pasó el 24 de octubre dentro y fuera del recinto de los diputados nacionales no debería ser tomado a la ligera. Pablo Sirvén lo calificó como un intento de golpe de Estado técnico, y su descripción no parece exagerada. Porque un grupo de legisladores trató, desde afuera y desde adentro, de impedir que se discutiera el presupuesto, con la falsa excusa de que las fuerzas de seguridad estaban reprimiendo a los manifestantes. Pretendieron evitar la sesión a pura mentira, haciendo uso de las falsas noticias y la manipulación de la realidad. Lo hicieron porque su estrategia había resultado exitosa en diciembre, en oportunidad de discutir el cambio en la movilidad de los aumentos jubilatorios. La intención de voto de Macri empezó a bajar desde ese momento, y los seguidores de Cristina Fernández, en connivencia con el Partido Obrero y otros sectores de la izquierda predemocrática, los cultores del cuanto peor mejor, entendieron que la historia podía volver a repetirse.
Lo que hizo Moreau debería ser incluido en los anales de la propaganda K. En medio de la sesión, agitando una foto que mostraba a cámara, denunció que en ese instante habían descubierto a un supuesto sargento de la Policía de la Ciudad, Héctor Olivera, infiltrado entre los manifestantes. Y acto seguido gritó que eso era la prueba de que el Gobierno estaba detrás de los actos de provocación para alentar la represión de quienes estaban reclamando. Lo hizo con tanta energía y convicción que cualquiera que lo hubiese escuchado sin estar avisado habría exigido, como lo estaba exigiendo Moreau, que se interrumpiera de inmediato la sesión. Pero al final no solo resultó que se trataba de una imagen tomada por un reportero gráfico el año pasado. Horas después, la comunidad de inteligencia y seguridad que trabaja para evitar que durante las jornadas del G-20 se produzcan desmanes, a través de un programa de reconocimiento facial, determinó que ese no era ningún sargento Olivera, sino José Antonio Sabugo, un artesano anarquista de 29 años.
Sabugo había sido detenido el 1º de noviembre del año pasado, en una marcha por Santiago Maldonado. A Sabugo le encontraron en la mochila una gomera, un nunchaku y otros elementos contundentes, pero ningún antecedente que lo pudiera vincular con una fuerza de seguridad. Sin embargo, Moreau no se detuvo a pedir disculpas, sino que siguió su actividad política como si nada, participando de un homenaje a Raúl Alfonsín, en una clara apropiación indebida de la memoria de un líder que hasta el último día de su vida despreció la mentira y defendió la verdad, aunque la verdad no le diera la razón.
Si se sigue con atención el comportamiento de Cristina Fernández desde diciembre de 2015, cuando dejó de ser presidenta, se comprobará que tanto ella como sus seguidores se radicalizaron cada vez más, pasando por encima no solo del protocolo, sino de las cuestiones básicas que marca la ley. No haber entregado los atributos del mando al presidente electo que le ganó en las urnas al candidato de su fuerza política fue solo el principio. La constante es que tanto ella como sus partidarios, como si fueran adolescentes eternos, desconocen todo principio de autoridad. Y al mismo tiempo trabajan para socavar las mismas instituciones de las que hicieron uso y abuso cuando les tocó gobernar.
Para ello, recurren a la mentira constante, sea por la vía de la manipulación de la realidad o por la omisión de datos para presentar determinado tema. Parece una broma, pero la mayoría de los dirigentes de Unidad Ciudadana, incluidos los chicos grandes de la Cámpora, todavía siguen sosteniendo que a Santiago Maldonado lo hicieron desaparecer los gendarmes de la Patagonia, cuando los jueces, avalados por más de 50 peritos, la mayoría de ellos pertenecientes a la querella, determinaron que el artesano se ahogó. Buscando antecedentes sobre quienes tenían la costumbre de mandar a pegar afiches con mentiras burdas y de manera anónima, me encontré con el thriller de Los caminos de Santiago. El film se presenta en decenas de universidades de manera simultánea y también en el Malba. Cuando uno se detiene a mirar las primeras imágenes, es imposible no sentir empatía por la lucha y la persecución histórica contra los pueblos originarios. El problema que tiene la película no es estético ni de impacto. El problema es que parte de una mentira. Y apenas comienza el resumen, se lo puede ver, en primerísimo plano, como un retrato vivo de las víctimas, a Matías Santana, el mapuche denunciado por falso testimonio.
Ese desapego por los datos de la realidad, que en este y otros casos, como el de la falsa acusación de apropiadora de bebés arrancados a las víctimas de la dictadura contra la fallecida dueña de Clarín, Ernestina Herrera de Noble, incluyen la extorsión moral. Se trata de una receta archiconocida con resultados garantizados en muchos estudiantes secundarios y universitarios naturalmente rebeldes y contestatarios. El problema, una vez más, son los datos. O para ponerlo de otra manera: cómo y quiénes cuentan la historia.
El kirchnerismo venía mintiendo desde principio de los años 90 en Santa Cruz, pero el pánico social a que Carlos Menem volviera a transformarse en presidente pudo más: hizo que Néstor Kirchner se encaramara en el poder, como una suerte de Jair Bolsonaro con discurso de centroizquierda y uso sistemático de la mentira. La primera mentira de su gestión fue la manipulación de las cifras del Indec, y después no se detuvo más. El problema que tiene la mentira política es que, para ser impuesta, necesita dirigentes autoritarios que la defiendan y ataquen a quienes la ponen en evidencia. Guillermo Moreno no nació de un repollo. Es un producto del laboratorio político del proyecto. Y el exministro Axel Kicillof puede ser un poco más digerible, pero no tiene manera de explicar, después de tantos años, por qué decidió excluir el índice de la pobreza de las estadísticas oficiales.
El otro problema de la mentira sistemática como herramienta política es que cada vez necesita más violencia para continuar con la farsa. La pegatina de afiches por parte de expertos en operaciones sucias que pretendían hacerles un favor a Cristina Fernández, Máximo Kirchner, Hugo y Pablo Moyano y Daniel Scioli –todos a la vez– era moneda corriente en Santa Cruz, y también proliferó a partir de la guerra que los Kirchner iniciaron contra el Grupo Clarín y el resto del periodismo crítico. No solo son ataques cobardes: constituyen una violación de la ley. Estas prácticas no sorprenden a Mariana Zuvic ni al senador Eduardo Costa. Ambos todavía responsabilizan a Máximo Kirchner por el incendio producido en la sucursal de Caleta Olivia del supermercado Hipertehuelche. “Las pegatinas son un juego de niños comparadas con lo que son capaces de hacer si te animás a denunciar sus métodos de apriete”, me dijo Costa. Como el Gobierno no da pie con bola en materia económica, y la devaluación sigue haciendo estragos en la mayoría de las familias argentinas, muy pocos se detienen a analizar la cantidad y gravedad de los delitos que vienen cometiendo dirigentes con responsabilidad institucional. Peor: se naturalizan y hasta se celebran. Pero lo que sucedió el miércoles de la semana pasada es grave. No debería ser recordado como una anécdota más.
El kirchnerismo venía mintiendo desde comienzos de los años 90 en Santa Cruz