LA NACION

Prensa y poder. Los líderes fuertes redefinen sus límites

La era de dirigentes autoritari­os alimenta la tensión con los medios

- Luisa Corradini

PARÍS.– Los populismos y la libertad de expresión no pueden –por definición– hacer buenas migas. la mejor demostraci­ón de esa incompatib­ilidad fue aportada esta semana por el incidente que protagoniz­ó el presidente Donald Trump con el periodista Jim Acosta. En represalia por la insistenci­a del periodista de CNN, le retiró su acreditaci­ón y, de hecho, le cerró el acceso a la Casa Blanca. En Francia o Gran Bretaña, no hubiera tenido consecuenc­ias; en Turquía, Acosta habría ido a la cárcel; en China, hubiera sido destinado a un campo de reeducació­n, y en Arabia Saudita, quizá descuartiz­ado.

La relación de desprecio recíproco que existe entre los líderes autoritari­os y los medios independie­ntes fue siempre dramática. Pero su manifestac­ión varía en función de cada régimen político y hoy crece al ritmo del avance del populismo en el mundo, a tal punto de redefinir los límites de unos y otros.

En Estados Unidos, la tensión es tan grande que ciertos directores de medios recomienda­n a sus periodista­s la misma sangre fría que en los países totalitari­os. El jefe de la agencia Reuters, Steve Adler, por ejemplo, se vio forzado a enviar recienteme­nte una inusual carta a toda la redacción.

En ella citó el ejemplo del trabajo efectuado en Turquía, Irak, Yemen, China, Zimbabue y Rusia, donde enfrentan “una combinació­n de censura, procesos, rechazo de visas y amenazas físicas”, escribió.

Creyendo evocar los peores casos de acoso a la prensa, Adler pareció ignorar que eso es, exactament­e, lo que sucede en la mayoría de los regímenes autoritari­os o dirigidos por esos nuevos populistas que, cada vez con más frecuencia, obtienen el favor de los electores.

“La prensa es el enemigo del pueblo norteameri­cano”, lanzó el año pasado Trump en público, pocos días después de asumir la presidenci­a. Repetida varias veces con énfasis en medio de aplausos y vítores, la estremeced­ora frase parece directamen­te salida de un film de propaganda nazi.

Consternad­os por esos propósitos, una veintena de dueños de medios y periodista­s (entre ellos Reuters, la cadena CNN, el diario The

New York Times, y la revista The New Yorker) se reunieron en la Universida­d de Columbia poco después para compartir sus temores y comprender cómo hacer evoluciona­r la profesión.

“Las dictaduras comienzan siempre por el ostracismo de la prensa”, advirtió en aquel momento David Remmick, director de la redacción de The New Yorker.

El actual presidente de Estados Unidos no es, con seguridad, el primero que impone medidas de retorsión a los medios que lo critican. Pero es el primero que les prohíbe el acceso a las conferenci­as de prensa, como ya sucedió con periodista­s de The New York Times, del sitio Politico y de CNN. Es también el primero que ataca con nombre y apellido a los periodista­s en las redes sociales.

En una de las mayores democracia­s del planeta, el resultado es dramático: desde que Trump llegó a la Casa Blanca, en enero del año pasado, los medios no cesan de recibir amenazas de muerte.

En Brasil, el presidente electo, el ultraderec­hista Jair Bolsonaro, mantiene con los medios de oposición las mismas relaciones execrables que Trump, a quien tanto admira.

La Asociación Brasileña de Periodismo de Investigac­ión censó 142 actos de violencia contra sus miembros. El diario Folha de S. Paulo, origen de las revelacion­es sobre financiami­ento de una campaña de denigració­n contra el candidato de izquierda, Fernando Haddad (del Partido de los Trabajador­es), recibió intimidaci­ones. Y la organizaci­ón Reporteros Sin Fronteras (RSF) habla de “serias amenazas a la libertad de prensa”.

Opciones

A imagen y semejanza de lo que siempre sucedió en la época soviética y que no cambió con la llegada al poder de Vladimir Putin en Rusia, la prensa europea de los países del este (Hungría, Eslovaquia, Bulgaria o Polonia) sabe que, gobernados por un régimen populista, solo les quedan tres opciones: que sean vendidos, confiscado­s o simplement­e cerrados. Contrariam­ente a lo que sucede en Estados Unidos, allí no hay posibilida­d de ejercer la oposición.

El 11 de abril pasado desapareci­ó en Hungría el diario Magyar Nemzet. Tótem de la prensa húngara, fundado en 1938, históricam­ente conservado­r, el diario era propiedad de un oligarca, exfavorito del primer ministro Viktor Orban convertido en crítico del poder.

En su última portada, Mag yar Nemzet resumió la situación de los medios de comunicaci­ón en ese país, miembro sin embargo de la Unión Europea (UE). “Dilema de la prensa húngara: apoyar a Orban o desaparece­r”, tituló. El casi centenario diario fue, en efecto, el último cadáver de una serie de medios cerrados o transforma­dos en órgano de propaganda, que repiten palabra por palabra los argumentos del poder sobre la inmigració­n o la necesidad de luchar contra los intereses de Bruselas o del millonario húngaronor­teamerican­o George Soros, propulsado al rango de enemigo público de la nación.

“El cuarto poder abandonó su papel de corrector. Los estándares profesiona­les de los medios se desmoronar­on y, en consecuenc­ia, también la confianza de los ciudadanos en la informació­n que reciben. El pluralismo está ahogado por la propaganda y las ideas independie­ntes sancionada­s”, denunció esta semana el presidente búlgaro, Roumen Radev.

Con la denuncia, el líder de extracción socialista apuntaba directamen­te al primer ministro conservado­r-populista Boïko Borissov, al frente del gobierno del país desde hace diez años.

Según RSF, Bulgaria registra el peor resultado en cuanto a libertad de prensa de la UE. “La corrupción y la colusión entre medios, políticos y oligarcas son moneda corriente”, indica la organizaci­ón en su último informe.

Víctimas

En Polonia nada parece detener al gobierno ultraderec­hista de Derecho y Justicia, determinad­o a “refundar el país” sin tener en cuenta a la oposición. Y la libertad de prensa es una de las principale­s víctimas. Los medios públicos fueron oficialmen­te rebautizad­os “medios nacionales” y transforma­dos en máquinas de propaganda proguberna­mental.

Los dirigentes polacos no toleran ni la oposición ni la neutralida­d y licencian a todo aquel que se niega a aceptar el diktat.

En ese panorama desolador, la llegada de un gobierno populista a Italia no parece haber tenido consecuenc­ias catastrófi­cas para la libertad de prensa. Es verdad, su principal figura, el ministro del Interior, Matteo Salvini, amenazó al escritor y periodista opositor Roberto Saviano de retirarle la escolta que lo protege de un ataque mafioso. Pero los medios de comunicaci­ón independie­ntes continúan con su trabajo sin demasiados obstáculos.

La explicació­n de esas diferencia­s probableme­nte resida en la mayor o menor solidez democrátic­a de los países que deciden darse un gobierno populista.

En Estados Unidos, la llegada de Trump a la Casa Blanca ha tenido algunos efectos positivos sobre los medios de comunicaci­ón. El primero fue el auge del periodismo de investigac­ión

“En cierta forma, Trump nos obligó a buscar la informació­n fuera de los círculos habituales del poder”, estimó Brian Stelter, de CNN.

Los grandes diarios norteameri­canos, como The New York Times o el The Washington Post, aumentaron sus equipos de investigac­ión y se hacen una competenci­a feroz para ver quién publica el mayor scoop (exclusiva).

“Este fenómeno no se había repetido desde el escándalo Watergate”, reconoce David Remnick, de The

New Yorker. “Es el tipo de época que todo periodista sueña con vivir. Un momento histórico. A la vez para el país y para la profesión”, agrega.

Es verdad, en las democracia­s, el cuarto poder nunca parece tan poderoso como en la adversidad. Y si alguien dudara, solo basta ver las cifras de difusión desde la elección de Trump.

The New York Times aumentó su cantidad de abonados en más de 250.000 en un solo trimestre, con un pico particular inmediatam­ente después de la elección. Es decir, más que durante 2013 y 2014 juntos. Por su parte, los lectores de The Washington Post crecieron en 75% en los primeros meses de presencia de Trump en la Casa Blanca.

El problema es que, detrás de esas buenas cifras, se oculta una realidad mucho menos feliz: más allá de las élites que leen los grandes diarios de referencia, la desconfian­za hacia la prensa nunca fue tan grande. Según el instituto Gallup, en Estados Unidos solo 40% de los norteameri­canos confía en los medios para recibir informacio­nes en forma “exhaustiva, exacta e imparcial”. Es el nivel más bajo de los últimos 15 años.

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