Rockismo vs. poptimismo
En los últimos tiempos un debate bastante caprichoso ha cobrado dimensiones intensas. El rockismo versus el poptimismo: o sea la glorificación de un género que cayó en desgracia comercial con el advenimiento del siglo XXI contra la reivindicación cultural de músicas que hasta no hace mucho tiempo eran consideradas consumos vergonzosos e inconfesables. Obviamente la discusión no está exenta de maniqueísmos, conceptos taxativos, generalizaciones absurdas y muy poca información de estudio para agarrarse. O sea, todo se parece a una gran discusión de café, pero a nivel global.
Para empezar, según una nota del diario El País, un “rockista” (rockero en la Argentina) no es solo alguien que ama el rock and roll, que habla sin parar de Led Zeppelin, que celebra el trabajo de cantautores de voz rasposa que nadie jamás ha escuchado. Un rockero es alguien que reduce el rock and roll a una caricatura, para luego utilizar esa caricatura como un arma para humillar. Rockerismo significa idolatrar la vieja leyenda auténtica (o el héroe underground) mientras se mofa de la última estrella del pop; agasajar el punk mientras apenas se tolera la música disco; alabar al rey del escenario mientras se odia al que hace playback. Esta definición en realidad salió publicada el 31 de octubre de 2004, en el diario The New York Times con la firma de Kalefah Sanneh, y con el título “El rap contra el rockismo”. Allí Sanneh deslizaba esta nada amable definición del perfil del fan del rock, que se resume en un público que quie- re más de lo mismo. En cambio, el poptimista sería como la nueva especie envalentonada con la entronización en los charts mundiales de la música que hasta no hace mucho disfrutaba de manera culposa y que se intentaba esconder. En ese segmento entrarían desde Shakira hasta Rihanna, Katy Perry pasando por Chance, Kanye West y portentos inefables del reggaeton y el trap. En la Argentina, el debate no pasa de costado porque es el país de América del Sur con mayor penetración del rock en las clases populares (aunque esto fue decayendo en las últimas décadas). Además, el país “produjo” artistas geniales que se proyectaron a nivel regional y las salas de ensayo de las grandes ciudades argentinas están atiborradas de chicos tocando alguna variante del rock. Ni hablar de las cualidades de los melómanos argentinos, que incluso conocen más de algunos artistas que los fanáticos de los países de origen de ese músico. El término “rockismo”, además, utilizado en el contexto actual tiene algún componente capcioso porque intenta unir el rock y el machismo, un prolegómeno que no se puede soslayar, pero que tampoco es totalmente justo. Pero el acrónimo parece una mala traducción, nada más. Es cierto que al rock ingresaron mercancías de contrabando (machismo, narcisismo, autodestrucción) que en verdad no son constitutivas de un género que en más de medio siglo de vida activa terminó transformándose en una cultura, “la cultura rock”, que no solo se trata de música sino de literatura, artes plásticas, tecnología y relaciones sociales. Aspectos de la cultura rock incluso transformaron aspectos corporativos e institucionales. Pero hoy parece estancado y reducido a la brutalidad de un guitarrista pisando un pedal de distorsión y transpirando testosterona. El poptimismo, un término galvanizado por Jody Rosen en un ensayo para Slate, aparece hoy envalentonado porque la industria (la misma que abrazó al rock) encontró la forma de vender con solistas de los que hasta puede teorizarse sin caer en el ridículo. El problema que las acusaciones de los poptimistas al rockismo ocultan ciertos vicios: por ejemplo, las letras homofóbicas, racistas y denigrantes del reggaeton, el trap y el rap. O sea: una idea de “machismo” bastante selectiva que se aplica al rock pero no al pop. Esto apenas comienza.