LA NACION

Despertar a la felicidad al otro lado del océano

- Por Víctor Hugo Ghitta

Su hermana lo llama desde España esta mañana. El timbre del teléfono lo despierta de laspesadum­bresdeunsu­eñooscuro.Cómo estás, guapo. Escucha la voz de su hermana, que es la voz de la infancia, con la felicidad que da regresar a los momentos más entrañable­s del pasado, o mejor al recuerdo que tenemos de ellos, que es el modo en que la memoria se las ingenia para embellecer sucesos de nuestras vidas que no lograron conmoverno­s antes como lo hacen muchos años después. En el fondo, lo que los hace más bellos es que los recordamos sabiendo que entonces éramos muy jóvenes y soñábamos el futuro.

–Que estoy muy bien, venga –él juega con el lenguaje, bromea, es su modo de acercarse a ella.

Su hermana tenía 22 años cuando se fue a la tierra de sus abuelos a perseguir las mismas ensoñacion­es que su abuelo había intentado alcanzar viniéndose a Buenos Aires con una novia gallega amarrada al brazo. Cuando llegó al aeropuerto de Barajas, su hermana estaba sola, sin más equipaje que su violonchel­o y el ímpetu invencible con que pensaba llevarse el mundo (el mundo de la música clásica, en principio) por delante. Conoció a un actor español con el que se casó y tuvo dos hijos, uno de los cuales, Joaquín, nació con una alteración neurofisio­lógica.

De seguro que te he despertado, sigues siendo el mismo cabrón perezoso de siempre. Durante años su hermana fatigó consultori­os europeos en busca de novedosos programas de recuperaci­ón, y la dedicación a su hijo fue absoluta. Se entrevistó con especialis­tas y personas que decían haberse recuperado de la enfermedad, y creyó fervorosam­ente en poder rescatar al pequeño de su aislamient­o y su temor a lo imprevisto. Pero ella persistía en una costumbre que había sido desaconsej­ada por los médicos, quienes le habían indicado que la vida del muchachito debía transcurri­r en un ambiente que no lo sometiera a sorpresas. Su hermana acunaba al pequeño con sonatas de Mozart o canciones de Satie, pero cada noche, después de la cena, sometía a su hijo a una terapia de shock haciéndole escuchar las sinfonías de Beethoven. Decía, lo dice hoy todavía con el convencimi­ento de que esa decisión fue la madre de todo lo que vino después, que la música vehemente de Beethoven, con su furia incontenib­le y su invencible vitalidad, era un modo de arrancar a Joaquín de su acuosa vida interior para devolverlo a este mundo.

Cuando el muchachito cumplió los 17 años, un domingo sonó el teléfono en su casa, y escuchó al otro lado del océano el llanto de su hermana y sus risitas breves de felicidad. Un médico le había dicho que su pequeño se había recuperado casi por completo, y su hermana dijo ese día que para ella su vida estaba hecha y que todo lo que viniera en adelante sería un regalo de Dios, los días que conseguirí­a arrebatarl­e a la muerte.

–Dormido y con resaca, por qué carajos venís a joderme a estas horas, cabrona.

Lo que vino después es la dicha de un hombre nuevo, lleno de promesas y de deseo, cuyo pasado es un enigma todavía. Joaquín nunca supo decir dónde había estado esos primeros diecisiete años, como tampoco han podido explicar la muerte quienes dicen haber regresado de ella. Luces, sonidos, la memoria fugaz de una escena familiar perdida, como si los hechos ocurridos en el presente solo hubieran sucedido para disolverse en el olvido.

–Que te tengo la noticia del año. Que Joaquín va a ser padre, va a tener un niño.

Escucha de nuevo el mismo sonido de tantos años atrás, la risa adolescent­e que se confunde con el llanto, y siente que su hermana espantó el dolor de su vida para siempre.

–Te felicito, cabrona, serás la abuela más hermosa de España.

Se ríen como bobos, como se reían a hurtadilla­s cuando espiaban a sus padres mientras se besaban en el cuarto de estar bailando una canción de Duke Ellington o Cole Porter.

–Quisiera contarle a mamá, cómo está ella. Hay una mueca de tristeza que no coincide con la felicidad del momento, algo fuera de lugar.

–Mamá está bien, en su mundo. Este fin de semana iré a visitarla al neuropsiqu­iátrico.

Siguen hablando un momento, se despiden con la promesa de escribirse. El fin de semana él irá a visitar a su madre, le contará que su nieto será padre, y quizá la despierte de ese sueño donde ella prefirió refugiarse del mundo, aislada y sola, el día en que descubrió que el desamor y el engaño podían ser una forma de la locura.

Cada noche sometía a su hijo a una terapia de shock haciéndole escuchar las sinfonías de Beethoven

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