LA NACION

Un 3-0, una ampolla y muchas sonrisas en Myanmar

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No disponíamo­s de mucho tiempo para explorar el sudeste asiático. Malasia y Tailandia habían quedado atrás y, desde Bangkok, era momento de elegir el próximo avión. Si bien se imponía la conocida vuelta por Camboya, Vietnam y Laos, de pronto vimos claro el camino: había que visitar Myanmar.

El vuelo de Air Asia aterrizó en Mandalay y comenzamos, con mi amigo sanjuanino, una gira inolvidabl­e. Gobernada casi siempre por una junta militar socialista -que cambió himno y bandera y, en el 89 rebautizó al país como Myanmar-; hacía poco más de una década que Birmania se había abierto al turismo y eran vísperas de democracia en la tierra de la Nobel de la Paz Aung San Suu Kyi.

De mirada que podría parecer fiera, este pueblo lleva en su semblante el peso de la historia. Pero su expresión esconde algo detrás. Basta un solo ademán para ver emerger de cada rostro una enorme sonrisa.

Era noche de domingo en Mandalay y, en las calles, feria y carnaval. Grandes, chicos, familias enteras. Puro pueblo, pura humildad. La gente festejaba, saltaba, gritaba; ¡fiesta! Se acercaban, nos querían saludar. Él, Pedro; yo, Ezequiel. ¡Cómo me aprieta la mano !... Sigue hablando pero no me la suelta, no sé qué dice pero sonríe. Y se acercan los chicos. Un maingalarp­ar que pronunciam­os como mingalava para escuchar al unísono su respuesta: ¡maingalarp­ar!. No creen que hablamos su idioma; por cada saludo, esa mirada brava muta a la alegría.

Todos nos quieren ver, sacarse fotos. Tomen un cigarro local, prueben nuestro té, pueden comer acá. No se vayan, ¡quédense! Pero qué cansancio. Colectivos, aviones y trenes nos habían dejado sin energía. No habían pasado 24 horas y Birmania nos recibía con sonrisa sincera.

Así la recorrimos. Desde la cima de la colina Mandalay conversamo­s con monjes y vimos encenderse la ciudad con la caída del sol; en Amarapura caminamos en el cielo naranja por el puente de madera más largo y, desde Mingún, hicimos retumbar la campana más grande del mundo. Hasta que llegó Bagán, la Ciudad de los Cuatro Mil Templos.

Éramos ya un grupo de ocho, cuatro varones y cuatro mujeres de Argentina, Australia y Estados Unidos, que nos fuimos conociendo en el camino. No exagero si consigno que, como Bagán, no hay otra. Templos, tem- plos, templos por doquier. Desde el llano o desde la cima de cualquiera de ellos, contemplam­os atardecere­s, amaneceres y noches de estrellas.

Desandando el pueblo en bicicleta sin rumbo certero, llegamos al pie de una emblemátic­a pagoda.Cuatro líneas de cal dibujaban un cuadrado en el suelo; arcos con red a un costado y al otro y, sobre el lateral, locales y visitantes alentaban desde una escalinata que hacía de tribuna. Un señor con micrófono relataba cada movimiento del partido.

Cuando el partido terminó, supimos que era nuestra oportunida­d. Nos dimos a entender y, de un momento a otro, la pizarra, en birmano, señalaba que un combinado local se enfrentaba contra Argentina. Des- calzos -como ellos- en esa superficie imposible, volvimos a hablar el mismo idioma. Fue 3-0 para nosotros y un gran abrazo nos reunió luego a todos en el círculo central.

Esa tarde, desde Kalau, comenzamo el trekking hacia el Inlay Lake, tres jornadas pernoctand­o en aldeas, atravesand­o paisajes de montaña y campos de arroz.

A cada paso, algo crecía en la planta de mi pie izquierdo. Aunque Pedro, que era médico, intervino como pudo con su aguja desinfecta­da, el dolor no cesaba y lo que parecía una ampolla fue creciendo en tamaño y oscurecien­do en color. Aguanté como pude la segunda noche, hasta que una moto, a gran velocidad, me devolvió a Kalau. Había llegado la hora de estrenar el seguro médico que había contratado por insistenci­a de mi madre (que acertó, como siempre).

Doce horas me separaban del único hospital en condicione­s, en Yangón. No olvidaré mi trayecto en el asiento 27 de aquél autobús; atormentán­dome con Messi, Tévez y Di María, los birmanos hicieron ameno el recorrido mientras mi ampolla crecía más y más y, ya en la antigua capital del sur, un médico extraordin­ario intervino por segunda vez (ahora, con bisturí) y extirpó la bacteria. Tres días de curaciones, risas y almuerzos con los galenos de la clínica. No habría tiempo para más. Al regreso de Pedro otro vuelo de Air Asia nos regresaría a Bangkok con el corazón más grande.

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 ??  ?? Ezequiel María Dondiz tiene 27 años y vive en Palermo. Abogado, aprovecha cada feria judicial para retomar su pasión: los viajes
Ezequiel María Dondiz tiene 27 años y vive en Palermo. Abogado, aprovecha cada feria judicial para retomar su pasión: los viajes

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