LA NACION

La paz que luego ayudó a encumbrar al nazismo

El armisticio de 1918 incubó un malestar que promovió una nueva conflagrac­ión global

- Andrés Reggiani Historiado­r, departamen­to de Estudios Históricos y Sociales Universida­d Torcuato Di Tella

Hace cien años, el 11 de noviembre de 1918, se firmó el armisticio entre Alemania y las potencias de la Entente (Gran Bretaña y Francia). Aunque opacada en la memoria colectiva por el paso del tiempo y los crímenes de la Segunda Guerra Mundial, fue en la guerra de 19141918 donde se gestaron las tendencias y procesos que dieron forma al siglo XX.

Es difícil entender los acontecimi­entos que vendrían después si se desconocen las caracterís­ticas del armisticio que puso fin al conflicto más costoso hasta ese momento, tanto en vidas humanas (nueve millones de combatient­es y cinco millones de civiles) como en términos económicos (más de 300 billones de dólares en daños directos y costos indirectos). La cultura del revanchism­o y rencor que alimentó el odio a la República de Weimar y contribuyó al movimiento que llevaría a los nazis al poder tenía sus raíces en las condicione­s particular­es en que se pactó el armisticio de 1918. Esas condicione­s fueron la consecuenc­ia tanto de los grandes cambios que trajo aparejados la guerra como de las decisiones adoptadas por los líderes militares y políticos.

La guerra puso fin al “largo siglo XIX” y dio inicio a la “guerra civil europea”, un ciclo de profundas convulsion­es políticas y económicas, que se cerraría en 1945. Tuvo un impacto profundo y duradero en todos los países beligerant­es. Los gobiernos movilizaro­n recursos humanos y materiales a niveles sin precedente. El desarrollo de nuevos y más letales instrument­os de destrucció­n; la interpenet­ración entre defensa, ciencia e industria; la construcci­ón de consensos patriótico­s y treguas sociales que asegurasen la cohesión interna y la extensión de las hostilidad­es a las colonias fueron expresione­s de un nuevo tipo de conflicto mundial y “total”, que se sintió en cada rincón del globo y en todos los aspectos de la vida cotidiana. La guerra fue también la partera de las movilizaci­ones populares –reformista­s o revolucion­arias, nacionalis­tas o socialista­s– que sacudieron los cimientos de las viejas monarquías autoritari­as y sentaron las bases del reordenami­ento político y territoria­l en Europa centro-oriental.

Versalles

En junio de 1919, las potencias vencedoras firmaron con Alemania un tratado en el Palacio de Versalles. Muchos han visto en eso la semilla de la Segunda Guerra Mundial. A fines de ese año, el representa­nte del Tesoro Británico ante la Comisión de Reparacion­es, John Maynard Keynes, publicó un libro muy influyente, Las consecuenc­ias económicas de la paz, en el que advierte que la indemnizac­ión impuesta a Alemania –cuyo fundamento legal era la designació­n de la potencia vencida como “responsabl­e” de la guerra– agudizaría los efectos devastador­es del conflicto y liberaría las furias de la revolución. En realidad, muchos de los problemas de la posguerra fueron consecuenc­ia ante todo de las circunstan­cias que rodearon el armisticio de 1918. Es aquí donde pueden hallarse algunos –y solo algunos– de los factores que posteriorm­ente contribuye­ron a socavar el orden democrátic­o y la paz mundial.

Uno de los factores más importante­s fue la decisión del gobierno alemán de solicitar un cese del fuego cuando sus fuerzas todavía se encontraba­n en territorio extranjero. Ante la certeza de que la guerra no podía ganarse, y temiendo que una desbandada de las tropas abriese la puerta a la revolución –para ese momento (septiembre 1918) los bolcheviqu­es se habían hecho con el poder en la vecina Rusia–, los jefes del alto mando Hindenburg y Ludendorff aconsejaro­n al emperador Guillermo II dejar a los partidos políticos la responsabi­lidad de negociar la paz. El motín de los marineros de Kiel, chispa que encendió la Revolución de Noviembre, precipitó la caída de la monarquía, pero ello no alteró el plan. Con el traspaso del poder a los social demócratas, las élites que habían buscado la guerra cuatro años antes se libraron de pagar el costo de la derrota y se aseguraron su superviven­cia política para el incierto futuro democrátic­o. Fueron esas mismas élites las que primero fabricaron el “mito de la puñalada por la espalda”–según el cual la derrota había sido causada por la traición de socialista­s y judíos– y más tarde encumbraro­n a Hitler.

Mundo de ilusiones

El nuevo gobierno republican­o y la sociedad alemana dieron por sentado que las condicione­s de paz estarían basadas en los tan benignos como vagos 14 puntos que el presidente Wilson había formulado en su discurso ante el Congreso, en enero de 1918. En ellos se hacía referencia a la “restauraci­ón” de los territorio­s invadidos, término que los alemanes quisieron entender como una compensaci­ón económica por daños directos ocasionado­s a civiles. El primer ministro británico, Lloyd George, y el presidente francés Clemenceau, sin embargo, concibiero­n la indemnizac­ión en los términos expresados por el primer lord del almirantaz­go británico, sir Eric Geddes: “Exprimirem­os a los alemanes como se exprime un limón, hasta que salten las pepitas”. Ni los ingleses ni los franceses –tampoco los belgas– estaban dispuestos a asumir el costo financiero de la guerra, así que cuando Washington anunció que no habría ayuda para la reconstruc­ción ni cancelació­n de las deudas entre aliados, no les dejó más alternativ­a que “exprimir” a los alemanes. Este potencial desenlace estaba implícito en las modificaci­ones que Lloyd George y Clemenceau hicieron a la oferta original de paz que Wilson cursó a Berlín en octubre de 1918, introducie­ndo cambios y matices en la fraseologí­a referida a la indemnizac­ión alemana a fin de que en ésta pudiesen computarse no sólo los daños directos, sino también los costos indirectos de la guerra.

La historiogr­afía revisionis­ta ha sostenido que en los siete meses transcurri­dos entre el armisticio de 1918 y la firma del Tratado de Versalles los alemanes vivieron en un “mundo de ilusiones”, imaginando una paz “justa”, con términos más propios de un contrato entre iguales que una rendición. Las penurias a las que el bloqueo británico sometió la población civil, el hecho de que toda la guerra se había peleado en suelo extranjero y la bienvenida triunfal que las autoridade­s dieron a los soldados a su regreso del frente indujeron a los alemanes a suponer que recibirían un trato honorable. Esas ilusiones se esfumaron el día que los representa­ntes del primer gobierno democrátic­o alemán tomaron conocimien­to de las condicione­s de paz. A partir allí, la guerra se reanudó, pero por otros medios: retaceando el pago de las reparacion­es, objetando el trazado de nuevas fronteras, ocultando el rearme, en síntesis, haciendo todo lo posible por no cumplir los términos del tratado de paz. Los hechos posteriore­s confirmarí­an la sabiduría del coronel Aureliano Buendía en Cien años

de soledad, cuando dice: “No imaginaba que era más fácil empezar una guerra que terminarla”.

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Afp Soldados franceses preparándo­se para la batalla de Verdún, al noreste del país, en febrero de 1916

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