LA NACION

El pañuelo de seda de la nona María Un viaje a los orígenes

En el Piamonte, mientras buscan la huella de sus ancestros, madre e hija comparten algo más que la memoria familiar

- Verónica Dema

De las cartas que recibía su abuela María Tortone desde el Piamonte, a mi madre, que heredó su nombre, le quedó solo una. En ella, alguien desea Felices Pascuas en italiano. Sin firma ni fecha. La dirección se perdió con el sobre. Las demás cartas se echaron a perder durante una tormenta que levantó el techo de la galería donde estaban apiladas, en casa de una tía que –según dice– nunca se sintió del todo parte de la familia. También se salvó una foto: están su abuela María, su abuelo José y los tres hijos, Margarita, Francisco y Juan, su padre.

Nadie en la familia Rivoira recuerda que mi abuelo hablara una sola vez de Italia, desde donde lo trajeron con casi dos años. Ni una palabra en el piamontés que hablaban mis bisabuelos en Turín, ni ganas de saber cómo era aquella tierra de la que se fueron para escapar de la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, todo el pueblo lo conoció como Gioanni, una fallida traducción de su nombre en italiano.

Ahora, la que intenta desenterra­r esa Italia olvidada es mi madre; a los 68 años, quiere volver a encontrars­e con aquello que dejó esa pareja con dos niños que huía de la guerra y del hambre (“Treinta días en un buque”, solía decir mi bisabuela). Y yo la acompaño en ese viaje.

Enrico Chiogna, nuestro guía en Turín, nació allí en 1935. Es el gestor del hermanamie­nto de San Maurizio Canavese –un pueblo a 17 kilómetros de la ciudad– con el de General Cabrera, al sur de Córdoba, donde nació mi madre y donde llegó una gran cantidad de inmigrante­s en busca de colonias agrícolas similares a las que dejaban en su tierra. Ese gesto fraternal entre dos pueblos es la razón por la que visitamos Italia, mi madre y yo, junto con una delegación de argentinos.

Enrico recuerda los refugios bajo tierra cuando él tenía diez años y su hermano, cinco. Cuenta que su padre era obrero de una fábrica durante la Segunda Guerra, y que estaba obligado a quedarse allí para no frenar la producción, pese a los bombardeos. “Un día nos vinieron a avisar que papá había muerto. Por suerte era una informació­n errónea”, dice. “Pero fue difícil sobrevivir. Una vez íbamos en tren con mi mamá y había un hombre con una bolsa que olía a pan. ‘¡No lo miren!’, nos ordenó mi mamá. Tanta era el hambre”.

A mamá eso le trae a la memoria los relatos de su nona María, que vivió hasta los diecinueve años en Turín. Mientras tejía, le contaba a mi madre que habían estado refugiados y que les llegaba por radio informació­n de que había ataques en la zona de fábricas donde estaba su marido; varias veces pensaron que estaba muerto.

“Me parece verlo a mi papá acá en Turín. Mirá si se hubieran podido quedar. Habrá sido tremendo todo aquello en esta ciudad que hoy es imponente, con estos edificios tan cuidados”, reflexiona mi madre.

Enrico nos conduce a la colina Monte dei Cappuccini, desde donde se ve toda la ciudad. Recorremos sus dos calles principale­s: Roma y Po, las plazas Vittorio y Castello (“Hay Castellos en nuestra familia”, me acota mamá) y el santuario de la Consolata. “De estilo barroco con su campana en la torre, esta es una de las iglesias más hermosas de Turín”, opina Enrico. “Milagrosam­ente, escapó de los bombardeos del Asedio de Turín de principios de 1700 y como prueba hay una bala incrustada en la cúpula”, señala. “¿Nunca pensaron en irse?”, le pregunta mi madre. “Nunca. Pero no nos olvidamos de los que se fueron; yo algo tengo con la Argentina. Fui ocho veces, siento que son mi familia, por eso ésta también es su casa”.

Viajamos en tren. Mamá me cuenta que sus abuelos partieron del puerto de Génova y, ya en la Argentina, trabajaron en una estancia en La Pampa. “El nono José era mayordomo general; la nona, mucama. Ella me contó que les hacía el té en hebras que traía el patrón, italiano, de su tierra. Les pagaban bien, casi no tenían gastos y ahorraron como para comprar el campo en Cabrera”. Ese campo fue la vida de mi abuelo Gioanni.

No se explica cómo se perdió el idioma en la familia, ese que ahora ella estudia como si viajara hacia su infancia. “Entre ellos y con los patrones hablaban italiano y piamontés. Pero a mi papá nunca le escuché una palabra en italiano. No sabía, o si sabía lo escondía muy bien”, dice.

Vamos a Génova, a visitar el puerto del que zarparon de madrugada con sus baúles a cuestas. Desde allí salió el mayor tráfico migratorio hacia América del Sur: entre 1876 y los años de la Primera Guerra Mundial, más de un 1.500.000 italianos partieron a la Argentina.

Al costado del tren de alta velocidad, que nos lleva en menos de dos horas de Turín a Génova, pasan fugaces las parcelas de tierra trabajada, los sembrados de maíz, las parras, los olivos alineados. En una libreta, mamá anota los lugares recorridos, los pueblitos que atravesamo­s; tiene miedo de olvidarse. Vuelve la imagen del nono Gioanni, con sus pocas hectáreas de campo luego de la división entre tres hermanos. Imagino que él acá hubiera hecho lo mismo, trabajar la tierra. Amaba los sembrataci­ón.

dos, los animales. Por eso, cuando las deudas lo dejaron sin el campo, al que siguió yendo hasta que ya no lo dejaron entrar, se deprimió. Se le fueron hasta las ganas de vivir.

–Este país está en crisis. Nos quieren ajustar a los jubilados. Ustedes allá también están en crisis, ¿no?

El hombre se llama Giorgio. Subió al tren junto con un grupo de jubilados. Dice que van a una manifesTex­to

De allí las banderas. Su nombre –el mismo que el de mi papá– nos despierta una instantáne­a simpatía. El intercambi­o en “itañol” con él es de los momentos más divertidos del viaje. Antes de bajar, Giorgio les saca una foto a algunas expresione­s en español con traducción al italiano anotadas en nuestro cuaderno de viaje. Quiere aprender más palabras en castellano. “Me siento hermano de los argentinos, así que considéren­me el nono Giorgio”, se despide.

La visita al puerto de Génova nos deja un sabor agridulce, parecido al que nos dejó, en Turín, el hecho de no dar con la casa familiar de los Rivoira. Es imposible llegar a la zona de los barcos, reservada para el embarque y arribo de cruceros. Este, como algunos resquicios de la memoria, parece un lugar inaccesibl­e.

Por la noche mi madre me cuenta que soñó con su padre. “Estábamos en el campo, había cerdos. Y mucha gente que hablaba en italiano”, dice. Una noche también sueño con mi nono: sus manos grandes, algo percudidas con tierra o grasa, sentado a la mesa de piedra del patio con una medida de vino tinto en un vaso de plástico. Ahí estaba ese hombrón de mirada triste, pero siempre dispuesto a las bromas y las risas.

Elisabetta Ossola, una señora de unos 80 años con una sonrisa enorme, nos espera en un club de San Maurizio Canavese. Probamos una variedad de pizzas típicas y el prosecco, un vino blanco espumante parecido al champagne. Nos hospedamos en su casa, un hogar amplio pero sin lujos, con huerta y frutales al fondo. También el patio de Betty, como nos pidió que la llamáramos, remite al de mis bisabuelos.

En muchos pueblos del Piamonte se mantiene la costumbre de cultivar y envasar en casa. En estantes con etiquetas, se guardan vinos en botellas y damajuanas, además de vinagre, aceite de oliva y conservas.

Mamá dice que vivir con Betty es recordar sus épocas de recién casada, cuando ocupaba sus fines de semana en selecciona­r fruta, hacer conservas y dulces para envasarlos luego en el patio, bajo el sol. “No había tiempo libre. Esa es una costumbre que me dejó la nona María. En la primera casa del pueblo había 50 metros de fondo. Me acuerdo de la planta de olivo, de cómo maceraban las aceitunas y las envasaban en el garage. También hacían dulces de higo, durazno, sandía y las uvas en

grappa. Cuando se picaba el vino, la nona hacía vinagre de vino casero. No tiraba nada. Yo salí igual”.

Son días de fiestas patronales en San Maurizio. Todo empieza temprano, con la procesión y la misa. Por la tarde, el desfile. Piden que la delegación argentina lleve su bandera. Todo el pueblo rodea las calles principale­s. Mamá camina al lado de las banderas argentinas e italianas, que están en manos del presidente de la Asociación Piamontesa de Cabrera, Oscar “Pocho” Borra, y del secretario de Deportes del municipio local, Antonio Zappalá. “Ingresa la delegación argentina”, se escucha en los parlantes. “Nunca me hubiera imaginado desfilar en Italia”, dice mamá, feliz.

“Ellos no hablaban de volver”, dirá después, ya con el cansancio de la celebració­n en el cuerpo. “Pensar que la nona recibió en esas cartas la noticia de la muerte de su madre y sus hermanas. Entonces hacía el duelo, vestía de negro durante varios meses”.

Por la noche, la fiesta patronal convoca a todo el pueblo. “Traje el pañuelo de seda que me regaló la nona María”, dice mi madre. “Es de Turín”. Lo despliega sobre la cama y se lo pone sobre los hombros antes de salir. Entonces siento que mi bisabuela, aquella muchacha que partió de aquí con diecinueve años, volverá esta noche para bailar un vals piamontés.

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 ??  ?? Más arriba, una carrera de gansos durante una fiesta patronal en San Maurizio Canavese, cerca de Turín; en la procesión, los fieles sacan a la calle al santo de la comuna, San Maurizio martire
Más arriba, una carrera de gansos durante una fiesta patronal en San Maurizio Canavese, cerca de Turín; en la procesión, los fieles sacan a la calle al santo de la comuna, San Maurizio martire

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