LA NACION

Schopenhau­er La vigencia de un filósofo implacable

A 200 años de El mundo como voluntad y representa­ción, una obra que influyó en grandes pensadores y artistas, la indagación en el sufrimient­o y sus vías de escape que hizo el filósofo alemán despierta hoy un interés renovado

- Pablo Gianera

A 200 años de El mundo como voluntad y representa­ción, la indagación en el sufrimient­o que hizo el pensador alemán interpela a nuestra época con una lucidez intacta

Le gustaban de chico los éxtasis en las montañas, con el valle en sombras a sus pies, mientras él, en la cumbre, era ya alumbrado por el sol, a enorme distancia de las cosas del mundo. Era un poco como El viajero contemplan­do un mar de nubes, la pintura de caspar David Friedrich. Muy temprano, apenas pasados los veinte años, arthur Schopenhau­er le confió al poeta Wieland: “la vida es un asunto lamentable; me he propuesto pasar la mía reflexiona­ndo sobre este tema”. Es asombroso que tan pronto, una década después, el filósofo haya tenido una idea que cambió la historia de la filosofía, y, en medida no menor, la de las artes. Esa idea es la que aparece en El mundo como voluntad y representa­ción,

la obra capital que empezó en 1814 y concluyó en 1818; notablemen­te, el mismo año del cuadro de Friedrich. Tuvo una sola idea y la desplegó hasta sus últimas consecuenc­ias; literalmen­te, la gastó.

“Una” idea no es una formulació­n metafórica. El pensamient­o de Schopenhau­er se reduce a un núcleo único del que luego irradiaron también otros escritos –por ejemplo los Aforismos sobre la sabiduría de

la vida– que no son sino notas al pie o vulgatas de su pensamient­o. allí dio respuesta a esa condición “lamentable” de la vida, una respuesta sobre el origen del sufrimient­o y la insinuació­n de las vías para escapar de él, aunque fuera de manera provisoria. “El asombro filosófico –consignó– es en el fondo consternac­ión y turbación. la filosofía empieza, como la obertura de Don Giovanni, por un acorde en modo menor”. ¿Pero cuál fue esa idea?

aquello que atrajo a Schopenhau­er a la filosofía, aparte de sus inquietude­s interiores, fue la lectura de immnauel Kant y el trato personal con Goethe, a quien conoció a instancias de su madre, cuyo salón frecuentab­a el olímpico de Weimar, y con el que mantuvo decisivas discusione­s sobre la teoría de los colores. como sabemos, Kant había procurado establecer los límites del conocimien­to y poner a raya los desbordes de la metafísica. Todas las cosas que encontramo­s en la experienci­a solo las conocemos tal como se nos aparecen. “apariencia” correspond­e al término griego phainomeno­n, fenómeno, lo que aparece. El mundo es un mundo de fenómenos y no de “cosa en sí” (o noúmeno). algo que no depende del conocimien­to para ser lo que es resulta entonces inaccesibl­e a todo conocimien­to. la filosofía de Schopenhau­er mantiene ese deslinde, aunque con una diferencia crucial, que fue su golpe de genio: él sí iba a decir qué era la cosa en sí, y con esto rehabilitó la perspectiv­a metafísica, porque para él el hombre es un “animal metafísico”. la llamó “voluntad de vivir”, o sencillame­nte “voluntad”: una fuerza cósmica que hace que todo quiera persistir en su ser, seguir siendo lo que es, perpetuars­e como especie. El foco de la voluntad es, desde ya, el sexo, y en este punto la voluntad anticipa el deseo en el sentido que tenía para Sigmund Freud. “la voluntad, como la cosa en sí, constituye el ser interior, verdadero e indestruct­ible del hombre: en sí misma es, sin embargo, inconscien­te”.

Todos somos individuac­iones de la voluntad, y por eso Thomas Mann, atentísimo lector de Schopenhau­er le hizo decir a un personaje de su novela Los Buddenbroo­k: “¿Dónde estaré cuando esté muerto? En cualquiera que diga ‘yo’”. Decir “yo” es decir “yo quiero”, y ese querer es el origen de nuestros sufrimient­os. Todo querer nace de una necesidad; y la necesidad, de una carencia; pero una vez satisfecha la carencia, nos ahoga el tedio, hasta que volvemos a correr detrás de otras cosas. Esas cosas son representa­ciones, señuelos que la voluntad nos tiende para cumplir con su ley.

Para Schopenhau­er, influido fuertement­e por la lectura de los Vedas y el budismo (en su casa de Frankfurt tenía una estatua de Buda), la única salvación era el desapego, la renuncia de los ascetas y de los santos (no ignoraba que esto estaba reservado para muy pocos). Porque mientras estemos bajo el yugo de la voluntad jamás tendremos dicha ni tranquilid­ad duraderas. aquí viene en auxilio el arte. En la contemplac­ión estética, la voluntad queda como en suspenso y nos convertimo­s en “sujetos puros de conocimien­to”, es decir, sin sometimien­to a la voluntad. Esto vale también para el artista (que Schopenhau­er homologa al “genio”), que también se pierde momentánea­mente en la creación y descubre lo esencial de las cosas, fuera de toda relación, de un modo incondicio­nado.

la filosofía de Schopenhau­er coincide con lo que se dio en llamar “los años salvajes de la filosofía”, la era de Kant, Schelling, Fichte, Hegel –su rival predilecto– y el primer Marx. Todos ellos opacaron el brillo público de Schopenhau­er. la fama llegaría en los últimos años, pero sería más permanente. lo tardío se impone, y lo prueban desde Richard Wagner hasta, más recienteme­nte, Michel Houellebec­q, que rindió su home-

naje en el libro breve, En presencia

de Schopenhau­er, en el que la veneración es tanta que Houellebec­q hace más bien una antología personal de las frases del filósofo.

El lugar central del arte

Nadie le había atribuido hasta entonces una misión tan elevada al arte como hizo Schopenhau­er en El mundo como voluntad y representa­ción, que, más que como un sistema filosófico, pide ser leído como una especie de poema cósmico. Entre todas las artes, la música ocupaba para Schopenhau­er la cúspide. ¿Por qué? Él mismo lo explica: “La música constituye por sí sola un capítulo aparte. En ella no encontramo­s la imitación o reproducci­ón de una idea de la esencia del mundo, pero es un arte tan grande y admirable, obra tan poderosame­nte sobre el espíritu del hombre que puede ser comparada con una lengua universal”. ¿Qué quiere decir esto? Pasado en limpio: que la música no imita las representa­ciones de la voluntad, es la voz misma de la voluntad, de la cosa en sí, aunque sin sus dolores. Había nacido la “metafísica de la música”.

Nadie entendió mejor que Marcel Proust esta particular­idad, que Samuel Beckett se encargó de señalar en su momento (“No se puede poner en duda la influencia de Schopenhau­er sobre este aspecto proustiano. La música es el elemento catalizado­r de la obra de Proust”). Un ejemplo, el más claro de todos, está en el primer volumen de En busca del

tiempo perdido, cuando Swann, enfermo de celos por Odette, escucha en la casa de los Verdurin la frasecita de la sonata de Vinteuil: “Y de esas penas de las que antes le hablaba la frase sin que lo alcanzaran a él, de esas penas que iba arrastrand­o sonriente en su curso rápido y sinuoso, de esas penas que ahora eran suyas, sin esperanza de librarse jamás de ellas, le decía ahora la frase lo mismo que antes le dijo de la felicidad: ‘¿Y qué es eso? Eso no es nada’”. La frase musical, que antes hacía sufrir, es ahora consuelo, porque ese dolor no es nada. Schopenhau­er puro.

Pero Proust llegó tarde. Uno de los primeros en comprender al filósofo fue Friedrich Nietzsche. Para Nietzsche no había términos medios: tomó casi todo de él (la “voluntad de poder” es una reescritur­a crasa de la “voluntad de vivir”), pero lo acusaba de predicar la castidad y vivir como un cerdo. Algo de razón tenía. Basta enterarse del modo en que la pasión de los celos dominó a Schopenhau­er en su relación con una corista, y aun en su lascivia, que no retrocedía ni ante el pánico que le provocaban las enfermedad­es venéreas. Pero filósofo y filosofía no son lo mismo. Nietzsche nunca dejó de admirarlo. En Schopenhau­er como educador (1874), leemos lo siguiente: “Pertenezco a los lectores de Schopenhau­er que desde que han leído la primera de sus páginas saben con seguridad que leerán todas las páginas y atenderán a todas las palabras que hayan podido emanar de él. Mi confianza en él fue inmediata […]. Lo comprendí como si hubiera escrito para mí”. Schopenhau­er y Nietzsche coincidían en algo: la crítica de la cultura moderna y la insinuació­n de su tragedia.

En eso mismo coincidía Nietzsche con Wagner; en eso y en la lectura de Schopenhau­er. En su engañosa autobiogra­fía, Wagner dijo que la lectura de El mundo como voluntad y representa­ción había sido el hecho crucial de su vida. Hasta entonces, Wagner había intentado leer a Hegel y se sentía muy cercano a Ludwig Feuerbach. Pero después de Schopenhau­er, todo cambió. Ya Tristán e Isolda es el ejemplo de esta metafísica de la música, que no es solo absoluta sino que manifiesta además lo absoluto, la voluntad. El tercer acto de Tristán, su transgresi­ón radical, su poderío disolvente, es el non plus ultra de esta concepción. Pero la renuncia al deseo en Parsifal, a medias cristiano y a medias budista, es efecto de la lectura de Schopenhau­er.

Sus muchos rostros

Parece haber un Schopenhau­er a la medida de quien lo lea. El Schopenhau­er de Wagner resultó finalmente lejano del de Nietzsche (que condenó la fuga cristiana), del mismo modo que el Schopenhau­er de Thomas Mann está bastante lejos del de Borges. En su ensayo sobre Schopenhau­er, Mann escribió: “Toda vida humana oscila entre el dolor y el aburrimien­to. El dolor es lo positivo; el placer es su mera supresión, es decir, algo negativo, y se convierte enseguida en aburrimien­to”. A Borges esa frase no le gustó. Borges, que había escrito en El hacedor “pocas cosas me han ocurrido más dignas de memoria que el pensamient­o de Schopenhau­er o la música verbal de inglaterra”, le disgusta el presunto pesimismo que Mann encuentra en el filósofo.

“En este elegante resumen, el autor de La montaña mágica no menciona otro libro que su obra capital El mundo como voluntad y representa­ción –escribió Borges–. Sospecho que de haberlo releído, hubiera mencionado también aquella fantasmago­ría un poco terrible de Parerga y Paralipóme­na, en la que Schopenhau­er reduce todas las personas del universo a encarnacio­nes o máscaras de una sola (que es, previsible­mente, la voluntad)”. En realidad, el escrito en cuestión se llama “Sobre la aparente intenciona­lidad en el destino humano”, y Mann sí lo leyó. Lo menciona en otro ensayo, “Freud y el porvenir”. “Aquí –dice Mann– reside el punto de contacto entre el mundo científico de Freud y el mundo filosófico de Schopenhau­er […] de igual manera que en los sueños nuestra propia voluntad, sin sospecharl­o, aparece como el destino inexorable, y todo en los sueños viene de nosotros mismos, y cada uno es el secreto director teatral de sus sueños, así también, en la realidad (ese gran sueño que un ser único, la voluntad, sueña con nostros), nuestros destinos, lo que nos pasa, acaso sean un producto brotado de lo más íntimo de nosotros mismos, de nuestra voluntad, y por eso nosotros mismos seamos propiament­e los que hemos dispuesto aquello que parece pasarnos”. Nadie entendió mejor los sueños que Schopenhau­er cuando dijo que la vida era, en la vigilia, un libro que leíamos en orden, y, en los sueños, al azar. Tanto el inconscien­te como el deseo freudiano son equivalent­es a la voluntad schopenhau­eriana.

El inactual, el “intempesti­vo”, para usar una palabra muy de Nietzsche, termina siendo actual. Así pasa con Schopenhau­er. La primera mitad del siglo XiX le dio la espalda; la segunda le abrió las puertas.

Ya en el siglo XX y ahora mismo, en el XXi, la crisis irrevocabl­e del pensamient­o marxista, que arrastró consigo algunos presupuest­os hegelianos, hizo que se volviera al “otro” de Hegel. Schopenhau­er ganó una súbita actualidad, que no decayó. Lo dijo Max Horkheimer, figura clave de la Escuela de Frankfurt y de la llamada teoría crítica, en una conferenci­a que pronunció hacia 1960 con el título de “Actualidad de Schopenhau­er”: “Su doctrina adquiere tanta actualidad porque ella denuncia imperturba­blemente los ídolos […]. Lo que él afirmó de los individuos, que son expresión de una ciega voluntad de ser y bienestar, se manifiesta hoy en los grupos sociales, políticos y racistas en todo el mundo, y por eso su doctrina me parece la forma de pensamient­o filosófico que está a la altura de la realidad actual. Hay pocos pensamient­os de los que nuestra época esté tan necesitada y que en medio de la ausencia de esperanza, justamente porque la expresan, tanto sepan de esperanza como el suyo”.

Aun con toda su impiadosa indagación en el sufrimient­o –o, más bien, precisamen­te a causa de ella–, el pensamient­o de Schopenhau­er se rebela contra el egoísmo, contra el yo encerrado en sí mismo, condena la venganza y predica la conmiserac­ión.

compasión, una palabra muy schopenhau­eriana, casi una hermandad en la penuria .

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