La profunda honestidad de un pensador modelo
En su libro En presencia de Schopenhauer (Anagrama), el autor de Sumisión describe su amor por el filósofo; aquí, un fragmento
Nuestras vidas se desarrollan en el espacio, y el tiempo no es más que un accesorio, un residuo. Aunque conservo un recuerdo fotográfico, inútilmente nítido, de los sitios donde han tenido lugar los acontecimientos de mi vida, solo consigo situarlos en el tiempo mediante laboriosos cotejos aproximativos. Así, cuando tomé prestado Aforismos sobre la sabiduría de
la vida de la biblioteca municipal del distrito Vii (más precisamente del anexo del barrio de Latour-Maubourg), debía de tener veintiséis años, aunque quizá tuviera veinticinco o veintisiete. Sea como fuere, era muy tarde para un descubrimiento tan formidable.
En esa época ya conocía a Baudelaire, Dostoievski, Lautréamont y Verlaine, a casi todos los románticos; y mucha ciencia ficción. Había leído la Biblia, los Pensamientos de Pascal, Ciudad, de clifford D. Simak y La montaña mágica. Escribía poemas; ya tenía la impresión de releer, en lugar de leer; creía haber concluido por lo menos un ciclo en mi descubrimiento de la literatura. Y entonces, en unos minutos, todo se tambaleó.
Al cabo de dos semanas de búsqueda logré procurarme El mundo como voluntad y representación de una estantería de la librería de las Presses Universitaires de France, en el boulevard Saint-Michel; en aquellos tiempos, el libro solo se encontraba de segunda mano (durante meses manifesté mi sorpresa en voz alta, y debí de compartirla con decenas de personas: estábamos en París, una de las principales capitales europeas, ¡y el libro más importante del mundo ni siquiera se había reeditado!). En filosofía, me había quedado en Nietzsche; en la constatación de un fracaso, de hecho. Su filosofía me parecía inmoral y repulsiva, pero su poderío intelectual me impresionaba. Me hubiera gustado destruir el nietzscheísmo y dispersar sus cimientos, pero no sabía cómo hacerlo; intelectualmente, estaba derrotado. No hace falta decir que la lectura de Schopenhauer, en eso también, lo cambió todo. Al pobre Nietzsche ni siquiera le guardo rencor; sencillamente tuvo la mala suerte de aparecer después de Schopenhauer, al igual que en el terreno musical tuvo la desgracia de cruzarse con Wagner.
Mi segunda conmoción filosófica fue el descubrimiento de Augusto comte, diez años más tarde, que me llevó en una dirección diametralmente opuesta; es difícil imaginar dos mentes más distintas. Si comte hubiera conocido a Schopenhauer, es probable que solo hubiera visto en él a un metafísico, un representante del pasado (estimable sin duda, en la estela del “metafísico más importante”, léase Kant; pero a fin de cuentas un representante del pasado). Si Schopenhauer hubiera conocido a comte, es probable que no se hubiera tomado muy en serio sus especulaciones. Entre paréntesis, los dos hombre eran contemporáneos (1788-1860 en el caso de Schopenhauer, 1798-1860 en el de comte); a menudo siento la tentación de concluir que, en el plano intelectual, no ha ocurrido nada desde 1860. Y, por supuesto, es un fastidio vivir en una época de mediocres; sobre todo cuando uno se siente incapaz de elevar el nivel. Sin duda no produciré ninguna idea filosófica nueva; creo que, a mi edad, ya hubiera dado alguna señal de ello; pero estoy bastante seguro de que produciría mejores novelas si el pensamiento, a mi alrededor, fuese un poco más rico.
Entre Schopenhauer y comte, al final me acabé decantando, y progresivamente, con un entusiasmo desengañado, me he vuelto positivista; al mismo tiempo, pues, he dejado de ser schopenhaueriano. A pesar de ello, releo poco a comte y nunca con un placer simple, inmediato, más bien con ese placer algo perverso (y violento, una vez se le toma el gusto) que a menudo se siente con las rarezas estilísticas de los lunáticos, mientras que, a mi entender, no hay ningún filósofo cuya lectura sea tan inmediatamente agradable y reconfortante como la de Arthur Schopenhauer. No se trata del “arte de escribir” ni de chorradas por el estilo; se trata de las condiciones previas que cualquiera debería poder suscribir antes de tener la osadía de ofrecer su pensamiento a la atención del público.
En su tercera Condición intempestiva, redactada poco antes de la abjuración, Nietzsche alaba la profunda honestidad de Schopenhauer, su probidad y rectitud; elogia generosamente su tono, esa especie de ruda sencillez que despierta el desprecio hacia los elegantes y los estilistas. Ese es, ampliado, el objeto de este libro: me propongo tratar de demostrar, a través de algunos de mis pasajes favoritos, por qué la actitud intelectual de Schopenhauer me sigue pareciendo un modelo para cualquier filósofo venidero; y también por qué, aunque se pueda estar en desacuerdo con él, solo cabe mostrarle una profunda gratitud. Por qué, citando de nuevo a Nietzsche, “el hecho de que semejante hombre haya escrito aumenta el gozo de vivir sobre la Tierra”.