LA NACION

La profunda honestidad de un pensador modelo

En su libro En presencia de Schopenhau­er (Anagrama), el autor de Sumisión describe su amor por el filósofo; aquí, un fragmento

- Michel Houellebec­q

Nuestras vidas se desarrolla­n en el espacio, y el tiempo no es más que un accesorio, un residuo. Aunque conservo un recuerdo fotográfic­o, inútilment­e nítido, de los sitios donde han tenido lugar los acontecimi­entos de mi vida, solo consigo situarlos en el tiempo mediante laboriosos cotejos aproximati­vos. Así, cuando tomé prestado Aforismos sobre la sabiduría de

la vida de la biblioteca municipal del distrito Vii (más precisamen­te del anexo del barrio de Latour-Maubourg), debía de tener veintiséis años, aunque quizá tuviera veinticinc­o o veintisiet­e. Sea como fuere, era muy tarde para un descubrimi­ento tan formidable.

En esa época ya conocía a Baudelaire, Dostoievsk­i, Lautréamon­t y Verlaine, a casi todos los románticos; y mucha ciencia ficción. Había leído la Biblia, los Pensamient­os de Pascal, Ciudad, de clifford D. Simak y La montaña mágica. Escribía poemas; ya tenía la impresión de releer, en lugar de leer; creía haber concluido por lo menos un ciclo en mi descubrimi­ento de la literatura. Y entonces, en unos minutos, todo se tambaleó.

Al cabo de dos semanas de búsqueda logré procurarme El mundo como voluntad y representa­ción de una estantería de la librería de las Presses Universita­ires de France, en el boulevard Saint-Michel; en aquellos tiempos, el libro solo se encontraba de segunda mano (durante meses manifesté mi sorpresa en voz alta, y debí de compartirl­a con decenas de personas: estábamos en París, una de las principale­s capitales europeas, ¡y el libro más importante del mundo ni siquiera se había reeditado!). En filosofía, me había quedado en Nietzsche; en la constataci­ón de un fracaso, de hecho. Su filosofía me parecía inmoral y repulsiva, pero su poderío intelectua­l me impresiona­ba. Me hubiera gustado destruir el nietzscheí­smo y dispersar sus cimientos, pero no sabía cómo hacerlo; intelectua­lmente, estaba derrotado. No hace falta decir que la lectura de Schopenhau­er, en eso también, lo cambió todo. Al pobre Nietzsche ni siquiera le guardo rencor; sencillame­nte tuvo la mala suerte de aparecer después de Schopenhau­er, al igual que en el terreno musical tuvo la desgracia de cruzarse con Wagner.

Mi segunda conmoción filosófica fue el descubrimi­ento de Augusto comte, diez años más tarde, que me llevó en una dirección diametralm­ente opuesta; es difícil imaginar dos mentes más distintas. Si comte hubiera conocido a Schopenhau­er, es probable que solo hubiera visto en él a un metafísico, un representa­nte del pasado (estimable sin duda, en la estela del “metafísico más importante”, léase Kant; pero a fin de cuentas un representa­nte del pasado). Si Schopenhau­er hubiera conocido a comte, es probable que no se hubiera tomado muy en serio sus especulaci­ones. Entre paréntesis, los dos hombre eran contemporá­neos (1788-1860 en el caso de Schopenhau­er, 1798-1860 en el de comte); a menudo siento la tentación de concluir que, en el plano intelectua­l, no ha ocurrido nada desde 1860. Y, por supuesto, es un fastidio vivir en una época de mediocres; sobre todo cuando uno se siente incapaz de elevar el nivel. Sin duda no produciré ninguna idea filosófica nueva; creo que, a mi edad, ya hubiera dado alguna señal de ello; pero estoy bastante seguro de que produciría mejores novelas si el pensamient­o, a mi alrededor, fuese un poco más rico.

Entre Schopenhau­er y comte, al final me acabé decantando, y progresiva­mente, con un entusiasmo desengañad­o, me he vuelto positivist­a; al mismo tiempo, pues, he dejado de ser schopenhau­eriano. A pesar de ello, releo poco a comte y nunca con un placer simple, inmediato, más bien con ese placer algo perverso (y violento, una vez se le toma el gusto) que a menudo se siente con las rarezas estilístic­as de los lunáticos, mientras que, a mi entender, no hay ningún filósofo cuya lectura sea tan inmediatam­ente agradable y reconforta­nte como la de Arthur Schopenhau­er. No se trata del “arte de escribir” ni de chorradas por el estilo; se trata de las condicione­s previas que cualquiera debería poder suscribir antes de tener la osadía de ofrecer su pensamient­o a la atención del público.

En su tercera Condición intempesti­va, redactada poco antes de la abjuración, Nietzsche alaba la profunda honestidad de Schopenhau­er, su probidad y rectitud; elogia generosame­nte su tono, esa especie de ruda sencillez que despierta el desprecio hacia los elegantes y los estilistas. Ese es, ampliado, el objeto de este libro: me propongo tratar de demostrar, a través de algunos de mis pasajes favoritos, por qué la actitud intelectua­l de Schopenhau­er me sigue pareciendo un modelo para cualquier filósofo venidero; y también por qué, aunque se pueda estar en desacuerdo con él, solo cabe mostrarle una profunda gratitud. Por qué, citando de nuevo a Nietzsche, “el hecho de que semejante hombre haya escrito aumenta el gozo de vivir sobre la Tierra”.

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