El territorio de las bandas fue reconfigurado por la aparición del narcotráfico en las villas
Eldominiodeunbarrioporuna banda supone el tramo final de una larga descomposición social y cultural. En los sectores populares, el término evoca primigeniamente menos a un grupo organizado para delinquir que un agregado más o menos extenso de personas unidas por lazos de solidaridad vecinal, regional, parental o religiosa.
Cuando a partir de la larga recesión de los 80 la desocupación se extendió, esas comunidades jerárquicas cobraron espesor. Algunas configuraron asociaciones intermedias para negociar la urbanización de asentamientos y diversas modalidades de asistencialismo con las intendencias. En menos de diez años, las periferias de todos los partidos del conurbano se convirtieron, así, en complejos rompecabezas de las más variadas morfologías institucionales. Allí se cimentó el nuevo carácter territorial de la política.
Pero convulsiones colectivas como las de 1989 o 2001 debilitaron la autoridad de muchos referentes. Sobre todo en donde germinaron lucrativos negocios al margen de la ley. Muchas bandas se sumieron en encarnizadas guerras internas por el reparto de los recursos recaudados en “zonas liberadas” habilitadas por el Estado.
Desde fines de los 90, el narcotráfico sello su predominio por sus rendimientos excepcionales. Las drogas impusieron su cultura importada de los carteles colombianos, peruanos y paraguayos conjugándola con los códigos “tumberos”. A la redefinición del término “banda” se le sumó la de “puntero”. Allí, dejaron de reconocerse como los intermediarios naturales entre los agregados vecinales y el poder municipal para transformarse en los delegados mayoristas de la distribución de drogas luego comercializada en diversas bocas de expendio. Los formatos de estas organizaciones difieren según la zona y aun el barrio.
Donde el narco arraiga, las bandas se reconfiguran. Los conflictos por el consumo de estupefacientes las fracturan. Grupos emparentados se delatan y secuestran recíprocamente familiares disputándose regiones y puestos de venta. Traiciones y “mejicaneos” se suelen cobrar a expensas de los más débiles: los niños. El terror a los nuevos punteros narco fractura a las familias de vecinos no involucradas ya sea por su obligación de acopiar droga o albergar capturados. También, por el consumo de algunos de sus hijos. La adicción los convierte en “soldaditos” organizados en diferentes estamentos: “satélites” que controlan las vías de acceso, “fierreros” que regentean las colas garantizando que los compradores sean “del palo” e “izas” que mediante sinfonías de chiflidos advierten sobre la presencia de sospechosos.
Los quioscos trabajan las veinticuatro horas ocupando aproximadamente a unos treinta “pibes” en turnos de ocho horas que desertan de sus trabajos y escuelas. Comercializan cocaína y marihuana refinada en “cocinas” para compradores de clase media, y “base” (su residuo; también llamado “paco”) para los del barrio. Al principio, “luquean” buenos sueldos en dinero que les permite comprarse buenas “zapas”, indumentaria deportiva original, celulares caros y motos. Pero conforme se van “enviciándo” cobran cada vez más en droga hasta ingresar en el estadio final de los “fisuras”.
Entonces su vida se torna un frenesí de “giras” que caen sobre autos y motos, locales y colectivos. Aplican allí los códigos de las “tumbas” a rajatablas: muerte inmediata de los “cobanis” o a las víctimas que se resisten al robo descuidista. Sabedores de su inminente final, se encomiendan a San La Muerte y al Gauchito Gil a quienes les ofrecen diversos trofeos. Saben que sus propios “ñeris” los tienen “marcados” por orden del puntero o del invisible capo “transa”. Muy pocos logran “zafar” por detenciones o por “rescatarse” merced a lo que queda de la soterrada red vecinal de clubes, parroquias, o templos evangélicos.
Las guerras entre punteros casi siempre terminan con el exterminio de una banda entera. Entonces, a manera de una tragedia negra, la historia vuelve a comenzar con un reparto de nuevos actores.