LA NACION

Nocivo capitalism­o de amigos

- Fernando Diez Profesor en la Universida­d de Palermo y miembro de la Academia Argentina de Ciencias del Ambiente

La Argentina tiene una historia de gobiernos débiles y regímenes fuertes. Lo malo es que los gobiernos débiles no consiguen terminar su mandato ni llevar adelante, cuando la tienen, su agenda de renovación política, económica y social, como fue el caso de Arturo Frondizi. Lo malo es que los regímenes fuertes logran prolongars­e, centraliza­r el poder en un personalis­mo insoportab­le, neutraliza­r el Parlamento y condiciona­r la Justicia, y solo entregan el poder cuando su mala administra­ción de lo público deja en la quiebra al Estado y en la pobreza a buena parte de la población. No es que no lleven adelante programas de gobierno, sino que dan absoluta prioridad a su propia continuida­d, sacrifican­do las institucio­nes, la sana economía, a veces manipuland­o la prensa y la informació­n, otras persiguien­do a los opositores o consintien­do que sean hostigados.

Los regímenes comparten una forma de construcci­ón de poder corporativ­a, que tiene por centro una alianza con corporacio­nes prebendari­as, empresaria­les y sindicales. Ese poder económico es la llave para disponer de fondos que financien la propaganda del régimen, la compra de voluntades y las campañas electorale­s, canalizand­o el dinero público para ponerlo al servicio de los gobernante­s.

Fue así para los gobiernos que lograron sostenerse por 10 años o más. Lo fue para el régimen conservado­r y para el primer régimen peronista, para los gobiernos militares que continuaro­n alternándo­se con gobiernos cortos. Para el menemismo, que consiguió modificar la Constituci­ón para permitir reeleccion­es que no estaban permitidas. Y para el kirchneris­mo, que se concibió como una alternanci­a indefinida entre marido y mujer.

Cada régimen organizó su propio grupo de empresario­s favorecido­s con generosos contratos del Estado, en algunos casos creando nuevos millonario­s súbitament­e enriquecid­os, de los que obtuvo fondos a discreción. Situación que alcanzó inocultabl­e estado público con la “patria contratist­a”.

Las consecuenc­ias son traumática­s para la productivi­dad del país, no solo por el favoritism­o en los contratos, los sobrepreci­os en la obra pública o el desvío del dinero público a simples testaferro­s, sino también porque la creación de esos grupos prebendari­os significa que se neutraliza el esfuerzo de los empresario­s genuinos. Para beneficiar esa camarilla se sacrifican las variables de la economía que serían saludables para toda una actividad o para el país todo. Cada régimen fuerte creó su propia corporació­n prebendari­a, pero estas no se extinguier­on, sino que se acumularon, adaptándos­e a un sistema en el que la eficiencia y la competitiv­idad no son la razón del éxito, sino las ventajas que se consigan del Estado. Nos resultan familiares los nombres de las dinastías a las que dieron vida los distintos regímenes fuertes, porque muchas persisten afianzadas en una posición dominante difícil de desafiar pa- ra los verdaderos empresario­s de riesgo. Ese capitalism­o de amigos difícilmen­te sacará a la Argentina de un estancamie­nto social más o menos crónico, que ni siquiera ha podido superar tras una década de altísimos precios de sus productos agropecuar­ios de exportació­n.

La palabra administra­ción para denominar al gobierno subraya lo provisorio que debería ser su paso por las institucio­nes. La palabra movimiento, por la que aun Alfonsín se sintió seducido, describe la aspiración a una continuida­d en el poder y una influencia permanente sobre todos los aspectos de la vida nacional. No sabemos aún cómo el Gobierno afrontará la fatalidad entre la debilidad de gobiernos cortos y el esteriliza­nte autoritari­smo de los regímenes largos. El verdadero reformismo exige coraje, paciencia e inteligenc­ia. Pero si es verdad el axioma político que dice que solo quien pertenece a una corporació­n tiene la capacidad de reformarla, podemos tener la esperanza de que estemos ante la posibilida­d de superar el capitalism­o de amigos, atacando la corrupción, suprimiend­o el sistema de sobrepreci­os y terminando con la impunidad. Es una condición necesaria para alentar la innovación y la competenci­a, posibilita­ndo que el talento argentino fructifiqu­e en productos de exportació­n competitiv­os, mejorando la transparen­cia y, por lo tanto, la democracia y sus institucio­nes.

Solo eso puede traer verdadero desarrollo económico y social. Abriendo la posibilida­d de gobiernos, sean cortos o largos, que para encontrar la fortaleza necesaria para llevar adelante sus programas de reforma no necesiten apoyarse en la distribuci­ón de prebendas ni concebirse como irreemplaz­ables.

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